Cuando era pequeña, después de reuniones en las que solía haber mucha gente, cuando por fin volvía a reinar el silencio, sobre todo de noche, en mis oídos sentía acúfenos. En aquella época yo ni siquiera sabía cómo se llamaban, pero sí recuerdo haberle comentado un día a mi madre que sentía ruidos raros y pitidos cuando había silencio y que ella me dijera que eso era porque había oído hablar demasiado. Aunque exactamente esa no fuera la razón, la intuición de mi madre no iba desencaminada y, en su momento, aquello me sirvió de explicación plausible: cada vez que me pasaba, yo me hacía consciente de que me había expuesto demasiado a las voces de la gente. Pero nunca pensé que podría ser porque tuviera hipersensibilidad auditiva: sencillamente, lo normalicé. Imagino que me pasó con cualquier otro sonido o ruido: podía deducir que había vivido una sobreexposición, pero atribuía las consecuencias a un exceso de socialización, no a una hipersensibilidad auditiva.
Tal fue así, que hasta más o menos llegada a los veinte años, no me di cuenta de que de verdad tenía una sensibilidad auditiva fuera de lo común: para mí, a menos que una persona tuviera problemas de oído, todo el mundo procesaba auditivamente de manera similar entre sí. Supongo que me hice más consciente a raíz de conocer aquello que entonces se llamaba Síndrome de Asperger, cuando estaba sopesando la posibilidad de que yo estuviera dentro del espectro y me obligué a reflexionar sobre mi procesamiento sensorial.
De repente, conecté con una anécdota recurrente: todos los sábados íbamos toda la familia materna a casa de mi abuela. Ella tenía graves problemas de audición, así que mis tías y mi madre se habían acostumbrado a hablar alzando muchísimo la voz cuando íbamos de visita. A mí me dolían los oídos y acababa con el ánimo más o menos irritable y un dolor de cabeza tremendo. Al hacerme consciente de mi hipersensibilidad auditiva, entendí por qué. Además, comprendí que aquellos cansancios posteriores no eran porque yo fuera introvertida y me agotara la socialización como había creído toda la vida –aunque en parte fuera así–, sino que se trataba de un shutdown por sobrecarga sensorial. También comprendí la razón detrás de mi llanto automático cada vez que alguien me gastaba la típica broma de gritarme al oído. Recuerdo, por ejemplo, una vez que lo hizo mi prima que, para entonces, debía tener unos nueve años. Le pegué un bofetón al mismo tiempo que derramaba lágrimas de dolor y de rabia. Ella iba en patines y por poco se comió el suelo: reaccioné a tiempo y la agarré al vuelo. No fue nada intencionado: fue una reacción, casi como un acto reflejo, al grito. Una especie de autodefensa en la que el cuerpo se movió solo.
Supongo que por herencia genética, mi madre también ha ido perdiendo oído cada vez más, lo cual ha hecho que su volumen de voz haya ido aumentando progresivamente. Llegó un punto en el que me dolía el oído cada vez que hablaba y desde entonces tengo que ir pidiéndole a veces que baje el volumen, cuando en ocasiones ni siquiera está hablando tan alto –aunque a menudo sí que es así, pero no debería afectarme tanto que alguien hablara a ciertos niveles–. Creo también que mi hipersensibilidad ha ido a más, aunque a veces he tratado de hacer algo de integración sensorial por mi propia cuenta, por intuición, y en esos momentos voy mejorando. Pero me sigue pareciendo que el mundo en general tiene un volumen muy elevado:
No soporto cuando en verano duermo en una habitación que da a la calle, porque los vecinos del edificio de enfrente ponen el volumen del televisor que parece que lo estoy viendo yo en mi cuarto. Cuando he ejercido como docente, a veces he salido de trabajar con un shutdown tremendo, especialmente si he ido a aulas de infantil o de ciclo inicial de primaria: allí es donde los gritos son más agudos, suceden más a menudo y molestan más.
Me crispan los ruidos de las obras en la calle hasta el punto de querer llorar automáticamente, si bien no suelo hacerlo. Es por eso por lo que voy con los auriculares escuchando música: no solo me aíslan un poco del ruido mundanal, sino que, además, me tranquiliza porque me encanta la música y siempre me ha ayudado muchísimo. Por eso y por las sirenas de policías, bomberos y ambulancias o por los motores de las motos trucadas, que de todo eso abunda muchísimo en mi ciudad.
En casa me pasa que me molestan muchísimas cosas. Para empezar, dentro de mi habitación escucho el zumbido eléctrico de la lámpara encendida. Luego, odio con todas mis fuerzas la lavadora y la olla exprés. De verdad, me entra un venazo criminal o algo parecido cada vez que tengo ese ruido de fondo. ¿Sabéis los gatos cuando se les ponen los pelos de punta y ellos se tensan? Pues más o menos me pasa lo mismo. He llegado al punto de no desayunar en la cocina e irme a hacerlo a mi dormitorio si hay una lavadora o la olla a presión puestas. Como tanto mi padre como mi madre tienen una edad y ambos están perdiendo oído, el volumen del televisor es tan alto que, casi siempre, con todas las puertas cerradas y escuchando música o viendo alguna serie a través de los auriculares, aún oigo el televisor, en ocasiones incluso más que lo propio que esté escuchando. Cuando me pongo los auriculares, depende de lo que esté reproduciendo y de la calidad del sonido que tenga, hasta tener los cascos al 2% del volumen me resulta doloroso, cosa que me da rabia absoluta, porque no puedo estar a gusto ni así y porque mis ejercicios de integración sensorial pasaban por ir trabajando el sonido en los auriculares.
Mi
padre tiende a poner el volumen de su móvil muy alto. Esto genera un problema
de convivencia, porque me pone de los nervios cada vez que está hablando con
alguien y va recibiendo mensajes o cada vez que pone un vídeo. No es que me
moleste, es que, de verdad, o me duele mucho o me genera ansiedad. Pero si hablamos de él, lo que más
me molesta es cuando mastica. Es uno de los ruidos más insoportables con los
que me toca tragar. Hay días que es más disimulado, pero hay días que es mucho
más exagerado y entonces el momento de comer se vuelve angustioso para mí. Esto
no me pasa solo con él: cualquier persona que mastique sin cerrar la boca y, en
consecuencia, haga mucho ruido, me va a hacer pasar angustia. Me pasó con un
tío mío esta Nochebuena, sin ir más lejos.
Ni siquiera en mi propia casa puedo escapar del volumen alto de la vida: vivo en un edificio que hace chaflán y confluyen cinco calles distintas. Imaginaos el ir y venir de vehículos de diferente tipología, gente de paso, muchas personas peleando o gritando y demás. Los ruidos que me rodean me afectan hasta el punto de que no duermo bien por culpa de lo que hagan mis vecinos. Sé, por ejemplo, que el vecino de al lado se levanta a las ocho de la mañana porque la vibración exagerada de su móvil cuando suena la alarma lo delata, probablemente porque lo pondrá pegado a la pared contigua a la mía. Sobre esa misma hora, la vecina de abajo se está preparando para llevar a su hijo e hija al colegio y, como son pequeños, todavía los tiene que reñir y apremiar, así que conozco perfectamente las puñetas del niño y los caprichos de la niña, porque a menudo me despiertan. A lo largo del día, los gritos, los portazos, algunas conversaciones con voces muy altas, muebles arrastrándose, el vecino de abajo subiendo y bajando el toldo a lo bruto, el pitido final de la lavadora del otro vecino de abajo, determinados golpes, aparatos ruidosos que encienden… En una ocasión, incluso escuché las flatulencias del vecino de abajo.
Estoy tan tristemente acostumbrada al ruido, que cuando entro en una biblioteca me pongo muy nerviosa porque demasiado silencio me da ansiedad. La pena es que, cuando el exceso de ruido está en mi casa, me cuesta mucho concentrarme, con lo cual, mi rendimiento en lo que sea que haga nunca podrá ser del cien por cien.
Y lo que más pena me da es lo poco que se comprende esta situación, no solo mi familia, es que la sociedad en general no empatiza demasiado. Mi madre, a la que le encantaría oír perfectamente, dice tenerme envidia. «Tan malo es lo uno como lo otro», le digo yo. A continuación, le comento que el hecho de llevar audífonos y poder elegir cuándo oír y cuándo no, aunque el motivo sea horrible, es algo que a mí me haría falta de vez en cuando para poder descansar tranquila. Ella se escandaliza porque no puede, lógicamente, empatizar con mi situación.
Agradecen mi sensibilidad auditiva cuando les aviso de que está subiendo el café o de que el programa de la lavadora se ha acabado; también cuando el temporizador del horno se ha quedado traqueteando o no han terminado de apagar el gas de los fogones. Nos reímos cuando, desde la otra punta de la casa, le pregunto a mi madre que qué está pensando, porque oigo cómo murmulla algo ininteligible –lo es, lo ha hecho cerca de mí y realmente no dice nada–… pero luego cuesta que me crean cuando hablo de que he oído algo, porque lo suelen atribuir a que tengo tanto oído que ya sufro imaginaciones.
Por poner un ejemplo, recuerdo una vez que me pasé varios días escuchando un zumbido extraño. No era en un momento concreto del día: de repente se oía ese algo durante un ratito y después quedaba la nada. Recuerdo cómo les decía que se oía algo y me decían que, como ellos no oían nada, que era yo, que ya me inventaba cualquier cosa. Lo grabé y le enseñé la grabación a mi padre: «Eso parece un ruido de algo tecnológico… en el cajón tengo un cronómetro, igual es eso». Era más creíble para él que fuera un aparatejo que llevaba sin utilizar más de veinte años a que realmente estuviera pasando algo extraño. Les dije que se oía en el espejo de la entrada de casa. Mi padre lo levantó un poco por debajo, pero no vio nada porque estaba todo muy oscuro. En esos días, coincidió que nos vino a visitar mi hermano, así que, cuando se lo comenté, mi hermano fue más práctico y quitó el espejo para mirarlo bien por detrás. ¿Cuál fue la sorpresa? Había un nido de una avispa alfarera que había puesto huevos y que estaba reuniendo arañitas muertas para cuando estos eclosionaran. ¿Os imagináis la que se hubiera armado si mi hermano no me hubiera hecho caso a tiempo y las crías de esa avispa hubieran nacido?
Este es solo un ejemplo de muchos que no solo me ocurrían en casa, sino que me pasaban en cualquier lugar. Ahora tenía sentido que saliera con dolor de cabeza de clase de guitarra en el instituto o que, ya en la universidad, mi compañera de al lado tocara un triángulo y a mí se me escapara un pequeño grito que llamó la atención de la profesora, aunque esta no dijera nada. O aquel shutdown fortísimo cuando acudí a una discoteca por primera vez, que hasta un chico me tomó de la mano y ni me enteré; o aquel concierto al que acudí y no duré ni diez minutos porque me estaba destrozando el oído, entre otras muchas anécdotas que podría contar.
Pero la hipersensibilidad auditiva no pasa solamente por aquello que te molesta o por aquello que oyes en un volumen más alto de lo que realmente suena: también es lo que te producen ciertos sonidos y ruidos a nivel emocional.
Desde muy pequeñita me ha dado mucho miedo o me ha asustado que la gente me alce la voz. Ahora más o menos lo gestiono adecuadamente: a mi edad iría tocando. Pero hasta más o menos los veinte años lloraba cada vez que alguien me alzaba la voz o me gritaba directamente, incluso si eso me dejaba en ridículo delante de mucha gente, a sabiendas de que yo soy de mantener un perfil bajo. Claro que en estos casos había también una implicación emocional, pero no descarto lo más mínimo que una parte de mi reacción se debiera a la hiperreactividad e hipersensibilidad auditiva.
Un recuerdo recurrente que tengo de cuando era pequeña son los partidos de fútbol que ponía mi padre el fin de semana. Yo no los veía con él, pero estaba en mi habitación jugando y se escuchaba al comentarista de fondo. Aquella voz con su entonación particular me provocaba una sensación interior de hastío e inquietud que no me gustaba nada. Le tomé manía al fútbol por eso. E igual que me pasaba con esa voz, me sucede también con cualquier voz: dependiendo del timbre, me puede generar un rechazo enorme o gustarme muchísimo. De hecho, hay algunas voces que me calman cuando me siento mal. Siguiendo por esta vía, pues, con la música me pasa lo mismo: recuerdo de adolescente, cuando escuchaba tantísimo rap, que rechazaba a algunos raperos solo por su timbre de voz. Ya podían ser buenos, pertenecer a ese grupo de los mejores, que yo no los soportaría. Y ahora entiendo por qué. Por la misma razón por la que me incomoda la música retro en 8 bits, o las distorsiones de voz y de guitarra: porque por hipersensibilidad auditiva me molestan y crispan los nervios. Bueno, y algo que saben quienes me conocen es que no puedo escuchar una canción en la que Mónica Naranjo saque a relucir su chorro de voz sin que de mí brote la agresividad.
Es importante aclarar que yo aquí estoy hablando de sensaciones que me producen determinados sonidos y ruidos y que, sí, esto se debe, en parte, al tema que nos concierne, pero que, cuando hablamos a nivel teórico sobre hipersensibilidad auditiva, normalmente lo dirigimos hacia la hiperreactividad, el volumen alto y este tipo de cuestiones. Entonces, redirigiendo el asunto: ¿por qué se produce esto? En un cerebro neurotípico, los sonidos se filtran y se genera una jerarquización, con lo cual no hay un montón de ruido molesto, por ejemplo, en la calle. En cambio, el cerebro autista no jerarquiza, así que nuestro procesamiento sensorial lo abarca todo, se mezclan todos los estímulos sonoros y, como mínimo, el agobio está prácticamente asegurado. Si el ruido o el sonido son repentinos, entonces es aún peor: por esa razón, a veces es mejor hablar de hiperreactividad.
¿Cómo se puede abordar este asunto en las aulas? Pues, por ejemplo, permitiendo que nuestro alumnado autista salga del aula cuando se agobie por el ruido. No podemos garantizar que en un aula haya silencio, así que, podemos ofrecer eso o realizar ejercicios en un aula vacía, si la situación lo permite. Es lo que hacían conmigo, por ejemplo, en el grado superior. Siempre cuento que en esa época yo aún no tenía el diagnóstico, pero que el profesorado sabía que era autista, porque era como un secreto a voces. Pues cuando yo pedía salir del aula o necesitaba ir al baño a llorar porque el ruido me había sobrepasado emocionalmente, me lo concedían sin problemas: yo lo solicitaba y me quedaba tranquila, a veces me sentaba en uno de los bancos del pasillo a hacer los ejercicios. Me acuerdo de una vez que fui al ambulatorio a sacarme tapones de cera –porque sí, encima crío tapones a menudo– y luego me fui directa al instituto donde estudiaba el grado superior. Ese día era mi cumpleaños, así que me cantaron el cumpleaños feliz y me aplaudieron. Los aplausos me marearon tanto, que tuve que pedirles a mis compañeras, con lágrimas en los ojos y una sonrisa forzadísima que, por favor, dejaran de aplaudir y que agradecía mucho el gesto. Automáticamente después, le pedí a la profesora si me dejaba bajar a secretaría a pedir algodón: cuando tenía la sensibilidad auditiva al máximo, solía ponerme algodones en los oídos para rebajar un poco los decibelios de la vida y tenía el permiso del profesorado para hacerlo. Porque, sí, el procesamiento sensorial a veces está más disparado que otras y en ello influyen estados de ánimo y factores emocionales, entre otras muchas variables. En una época en la que me manejaba con bastante ansiedad, tener la hipersensibilidad auditiva pasaba tan a menudo, que esa misma profesora del día del cumpleaños, cuando fui a preguntarle qué recordaba de mí cuando me lo pidieron para un trabajo de la universidad, sobre todo resaltó eso: que me molestaban mucho los ruidos. La de tapar los oídos es otra opción, aunque, en lugar de permitir algodones, diría que se permitiera llevar auriculares si la persona nos lo pide, tal como hice yo durante el máster para algún examen.
En términos generales, lo que me parece más importante es tratar de comprender la situación, porque es verdad que mucha gente tiene en su imagen sobre el autismo a la típica persona tapándose los oídos, pero luego no se respetan límites al respecto, ni se ofrecen alternativas y se trata a estas personas como si fueran unas exageradas. Estamos hablando de algo que no solo perjudica nuestro oído: también nos perjudica a nivel emocional y a nivel mental, porque los shutdown y meltdown pueden surgir precisamente de una sobrecarga sensorial en muchos de los casos. Por ello, ante una situación así, comprensión, escucha y respeto.
Esta entrada se la dedico a mi colega Ingrid Mosquera por ser una fuente de inspiración.
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