Corría el año 2010. Tenía veinte años. Yo estaba en un momento de mi vida en el que necesité parar y dedicarme un poco a mí misma. Había empezado a estudiar teatro y también cumplía con algunas tareas de voluntariado. Lo cierto es que tenía mucho tiempo para mí y eso fue fundamental para lo que iba a pasar.
Para
mí la Nochevieja es una noche sagrada; una noche cargada de tradiciones que no
me gusta romper, que me gusta seguir a rajatabla hasta el más mínimo detalle.
Durante ese primer año de teatro, yo me llevaba muy bien con Ariadna, una
compañera con la que compartía mi interés en común por el manga y los
videojuegos, aunque teníamos gustos distintos. La noche en la que íbamos a
cambiar a 2011, me invitó a una fiesta que había organizado en su casa. Al
pronto me mostré reticente: no me gustan las fiestas y menos en una noche como
esa. Pero me quise obligar: a lo mejor allí conocería gente con la que llevarme
bien. Quizá era una buena ocasión para intentar socializar.
Llegada
la Nochevieja, me enfundé mi chándal, porque si algo he tenido siempre es que
me cuesta bastante adaptarme a los códigos de vestimenta de determinados contextos,
y me fui a casa de Ariadna. Allí me presentó a varias personas cuyas caras y
nombres ni siquiera recuerdo. Ella desapareció casi toda la noche, todas las personas invitadas la
buscábamos y no sabíamos dónde estaba. Entre la música alta, que no era de mi
agrado, y la cantidad de gente con la que no tuve capacidad suficiente como
para entablar conversación, me senté en uno de los sofás que había en la sala a
esperar que la fiesta terminara. Empezaba a abstraerme cuando, de repente, me
fijé en un chico que tenía sentado en el sofá de al lado. ¿Desde cuándo ese
chico estaba allí? No me lo habían presentado, eso seguro. Yo no lo había visto
entrar en la casa en ningún momento. Me llamó la atención porque estábamos los
dos sentados en la misma postura: con los codos en las rodillas y el cuerpo
echado hacia adelante, con la mirada perdida. ¿Estaría él abstrayéndose también? Poco
después, el novio de Ariadna se sentó a su lado para hacer una foto, pero el
chico le estorbaba. Le gritó que se apartara y el chaval se inclinó, sin ningún
atisbo de expresión emocional y sin mediar palabra. Aquello me conectó, de
alguna manera, conmigo.
Más
tarde, cuando toda la gente estaba distraída con sus cosas y yo había dado alguna que
otra vuelta, acabé en el mismo sofá tras contestarle a una chica que sí que
estaba aburrida después de que me preguntara por ello. Frente a mí volví a
tener al chico de antes, esta vez sentado en una silla giratoria de escritorio.
Después de pasar muchos nervios internos y de pensármelo mucho, decidí armarme
de valor y acercarme a ese chico: los dos estábamos en la misma situación y
quizá podríamos intentar sobrellevarlo mejor. Sin embargo, a la que estuve
relativamente cerca, se levantó de la silla y se fue, dejándome perpleja: esa
misma reacción la había tenido yo con otras personas en otros contextos.
Sobreviví
a la fiesta lo mejor que pude, pero la imagen de ese chico, sus gestos, su
postura, su forma de reaccionar a diferentes situaciones… todo aquello no se me
iba de la cabeza. Cuando pasaron las vacaciones de Navidad y me reencontré en
las clases de teatro con Ariadna, no pude sino preguntarle:
―Oye, Ari. El chico aquel que estaba en la fiesta, que
parecía aburrido…
―Ah. Es el hermano de mi novio. Se llama Dani y no estaba aburrido: es asperger.
―Ah…
―¿Sabes lo que es?
―El nombre lo he oído alguna vez, pero no lo tengo muy claro, la verdad.
―Es un tipo de autismo. ¿Qué pasa? ¿Te ha gustado? Si quieres te lo presento.
―Me parece guapo, pero no me interesa en ese sentido. Simplemente, me llamó la
atención.
Nunca
más volví a ver a Dani, pero sí que nos hicimos amigos por Windows Messenger,
puesto que le pedí a Ariadna que me ayudara a ser su amiga. Empecé a investigar
sobre el Síndrome de Asperger porque quería aprender a tratarlo bien, quería
entenderle, atenderle para que se sintiera a gusto. Pero me llevé la mayor
sorpresa de mi vida: con todo aquello que iba leyendo, me sentía cada vez más
identificada.
Como
cuando me daba por algo a lo que le había cogido el gusto, pasé muchas semanas
leyendo sin parar sobre el tema: libros, entrevistas, artículos… No me lo podía
sacar de la cabeza. Sucedía que, por un lado, me sentía muy identificada; pero,
por el otro, había cosas que no encajaban conmigo. Tratar con Dani tampoco me
lo ponía nada fácil, puesto que había reacciones suyas que me sacaban mucho la
idea de que yo pudiera ser aspie. Recuerdo que, una vez, Dani se echó a llorar
porque los lunes jugaba a un videojuego de ordenador y aquel lunes el ordenador
lo tenía en reparaciones con el informático. Pensé que estaba teniendo una
reacción exagerada, pero comprendía su fastidio y traté de calmarlo. Por
situaciones como aquella yo pensaba que quizá la diferencia entre ser aspie o
no serlo estaba en lo que catalogaban los textos como «clínicamente significativo».
Quizá yo no era aspie y, simplemente, lo parecía. Quizá yo tenía esas
características, pero no lo suficientemente desarrolladas como para
considerarlas dentro del espectro.
Aun
así, quise meterme más en profundidad. Primero consulté con María, la madre de
un niño autista –de lo que antiguamente se llamaba autismo clásico– que
conocía por ser lectora de mi blog de escritos de la época. Ella me aconsejó
que lo mejor era consultarle a un profesional. Entonces me acordé de una
psicóloga, profesora de la UNED, que conocía también del blog. Ella me dijo
que, aunque pudiera coincidir en algunos puntos, debía tener en cuenta que era
imposible que yo fuera aspie porque una de las características era la falta de
empatía y yo tenía mucha. Pero, por alguna razón, algo dentro de mí me decía
que ese no era motivo suficiente, algo no me encajaba en ese argumento. Por casualidades de la vida, Dani resultó ser
amigo de Isabela, una amiga mía de la adolescencia. Con Isabela tuve pocos
secretos en mi vida, vivimos muchas cosas: si alguien podía decirme algo, tal
vez era ella, aunque no fuera ninguna profesional. Su respuesta a cuando le
conté mis sospechas después de conocer a Dani fue: «Pues… no me lo había planteado
nunca, pero, ahora que lo dices, es verdad que os parecéis un montón».
Ariadna estuvo de acuerdo con Isabela.
A
partir de aquel momento, empecé a contarle el asunto a todo el que pudiera
cruzarse por mi camino. Antiguas personas conocidas me decían todas que no era posible.
Todas ellas conocían a algún aspie y no me parecía en nada a los aspies que
conocían. Me decían que no incluso personas dedicadas a la enseñanza. De esa
manera era fácil desalentarse, pero yo seguía teniendo un pálpito muy fuerte de
que la respuesta al hecho de no encajar y al que la gente me viera como un bicho
raro estaba en que yo era aspie.
Mi
reacción a las pocas personas que me decían que era probable o que me animaban
a investigar mucho más a fondo para sacarme las dudas fue valorarlas más que a
los negativos. Por mi propia terquedad, no me quería rendir tan fácilmente. El
siguiente paso fue contestar los cuestionarios relacionados con el espectro autista que
encontré en la web de EspectroAutista. Di positivo en todos ellos. Me daba de
margen algunos meses y los repetía, pero seguían dando positivo. Mi
determinación me llevó a abrirme un blog, Aspie-chan, para hablar sobre el
tema. Mi objetivo era reunir un montón de anécdotas para cuando fuese a un
especialista. Fue muy curioso porque, durante los años que estuvo activo, no
sólo me ayudé a mí misma, sino que ayudé a mucha gente a descubrirse y a buscar
su propio camino hacia el autismo.
Por
mis escritos en el blog, empecé a conocer a mucha gente, algunos especialistas.
Fue a partir de ahí que la idea de que yo fuera aspie empezó a tener un mayor
apoyo. Paralelamente a la apertura del blog, hablé con mi madre. Me pidió que
le explicara qué era eso del Síndrome de Asperger y se lo expliqué lo mejor que
pude. Su respuesta fue: «Yo no creo que tú tengas eso, pero bueno, si te vas a
sentir mejor, te llevo al psicólogo». Que mi madre dijera eso fue un gesto
que aprecié enormemente: mi madre en aquella época no creía demasiado en la
atención psicológica. Pero me negué. Por alguna razón, me entró miedo y no
quise dar ese paso. Seguramente, no estaba tan preparada como me hubiera gustado.
Además, sentía que era un proceso que tenía que llevar yo sola. En la
actualidad, viendo cómo está el tema y comparando cómo estaba en esos tiempos,
me alegro de no haber dado antes ese paso. Pensé que era mejor esperar.
Y
así lo hice, aunque, al poco tiempo, cuando estaba algo más convencida de
querer quitarme las dudas, decidí tirar de contactos que me habían quedado de
la universidad, ya que yo había estudiado un curso de la carrera de Psicología.
Conseguí que un psicólogo me atendiera, además, desinteresadamente. Me realizó
una serie de pruebas y concluyó que era lo que ya en ese momento se empezaba a
llamar, sencillamente, autista. Pero se negó a redactarme un informe por el
hecho de ser mujer, adulta ya; también porque consideraba que podía llevar una
vida normalizada, que no se me notaba apenas y que creía que la etiqueta me iba
a perjudicar más que otra cosa.
Desde
la inocencia de mis veintiún años, no luché demasiado para hacerle cambiar de
idea. En ese entonces, a mí ya me parecía bien: yo sólo quería saber si era
aspie/autista o no y el diagnóstico no lo quería para nada.
El
golpe de realidad me lo llevé más tarde, cuando quise empezar a interactuar con
entornos autistas, diciendo que era autista, pero me pedían el diagnóstico.
Entonces me veía en la tesitura de explicar mi situación y me terminaban
catalogando como autodiagnosticada, cuando no era el caso. Aun así, empecé a
hablar de mí misma como autista; mis amistades lo tenían bastante asumido, me
creyeran más o menos.
Durante
el último año de teatro pasé por un cuadro depresivo. Desde ese momento decidí
dejar de hacer masking. Volví a estudiar. Esa vuelta a los estudios fue otro
golpe de realidad: por el hecho de no hacer masking, pude observar mucho mejor
las diferencias existentes entre mis compañeras y yo y lo mucho que eso llamaba
la atención del profesorado. Una profesora con titulación de psicóloga, de
hecho, constantemente me preguntaba y me hacía pruebas para satisfacer su
curiosidad, porque ella consideraba que yo ya era adulta y que no se podía
meter en mis asuntos. Pero yo me daba cuenta: para ese entonces había leído
tanto sobre autismo que enseguida detectaba señales relacionadas.
De
repente, empecé a tener la necesidad creciente de descubrir si verdaderamente
era autista o no, porque me habían quedado dudas con la actuación de aquel
psicólogo. Decidí que no me iba a angustiar por el tema, pero si tenía algún
problema con alguien y ese problema podía deberse a algo que pudiera estar
relacionado con el autismo, le comunicaría a esa persona que lo era. Mientras
tanto, sólo me quedaba esperar a tener la suficiente solvencia económica cuando
empezara a trabajar… y para eso aún quedaban años. Por eso lo aparté.
Me
pasé esos años relacionándome con gente de la comunidad autista de Twitter y
aquello me ayudó mucho a relajarme. Mis compis no me juzgaban por no tener
diagnóstico y me acogían como compañera autista. Los leía y cada vez se me
disipaban más las dudas. Es más: mucha gente de la comunidad me decía que parecía muy
autista, no como un grado elevado, puesto que eso no existe, sino en el sentido de que tenía muchos números de serlo. Eso me reconfortaba bastante.
El
momento de diagnosticarme llegó el año pasado, en 2021. Tras unos pagos
importantes para la casa, aún me quedaban unos ahorros y decidí que era el
momento de investigar si podía conseguir que alguien me diagnosticara. Esta fue
otra odisea porque las pruebas de autismo son muy caras. En la asociación de mi
ciudad me costaba 500€ y la propia directora me aconsejó buscar otras vías más
económicas. Estaba algo inquieta en esos días, reflexionando sobre qué podría
hacer. La única vía factible seguía siendo la de la asociación de mi ciudad,
después de barajar todas las opciones.
Entonces,
como agua de mayo, compartieron en Twitter la publicación de un estudio que
estaban realizando unas profesionales del tema. En el cartel ponía que, si eras
una persona con sospechas de ser autista, te realizaban las pruebas
diagnósticas de forma gratuita. Me puse muy nerviosa, puesto que sabía que era
mi última oportunidad para conseguir el diagnóstico y que me quedara convencida
al cien por cien (en el caso de la asociación, me costaba un poco confiar). Por
esta misma razón decidí contactar con Alba, quien más tarde se convertiría en
la psicóloga que, por fin, me diagnosticó el autismo.
Gracias
a ella puedo decir que soy autista y poner fin a todo este vaivén de dudas,
negaciones, autoconfirmación y demás. No negaré que a veces me sigue asaltando
un poco el síndrome del impostor, pero ella tenía muy clara mi condición de
autista desde el principio y siempre encuentra un argumento para rebatirme las
veces que le pongo peros al hecho de estar en el espectro. Eso me ayuda a
convencerme todavía más.
Mi
nombre es Marta, soy autista y fui diagnosticada el 22 de noviembre de 2021 a mis
30 años.
Ké buen comienzo de bloc y en la historia ke cuentas hay tantos temas,emociones y dudas por las ke se pasa dn ese proceso..Estoy segura ke puede ser de ayuda para más gente.A compartir! Y por supuesto ke me kedo por akí. Saludos!!
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Carmen! :) Espero verte seguido por aquí, a ver si sigo escribiendo pronto, que últimamente tengo poquito tiempo.
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