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Impulso empático hacia la soledad ajena

Muchas personas autistas tienen una capacidad empática enorme. Esto se puede manifestar de diferentes maneras según la edad que tengas.

Yo recuerdo que, de pequeña, una de las cosas que más me afectaban era ver a alguien solo. Solo, que no marginado. Yo me montaba la película de que se sentía mal por estar así, daba igual si había elegido esa soledad o no. Entonces, cualquier ápice de dificultad social que tuviera, desaparecía casi por instinto.

La primera vez que me pasó tenía cuatro años. Frente a mi casa había un parque y, en él, un abuelito sentado con sus muletas al lado. Me acerqué a él y le empecé a hablar, pensando que se estaría sintiendo mal por no tener a nadie a su lado. Me enteré de que su nombre era Pepito y que era vecino del barrio. Con Pepito hice muy buenas migas y se creó un vínculo especial que duró hasta el día de su muerte. Estábamos tan unidos que, el día que murió, yo lo sentí la noche anterior: soñé que estaba acostado en mi cama y que recibía un tiro por la nuca. Pepito no murió por un disparo, sino de muerte natural; pero mi madre me despertó esa mañana para contarme la noticia.

Mi vínculo con Pepito no fue lo más fuerte que me trajo esa empatía hacia la soledad de los demás. Cuando iba a P5 –tercero de infantil se le dice ahora–, durante un recreo, vi a un profesor que estaba sentado solo. Lo más lógico, ahora que soy adulta, es pensar que estaba de guardia y quizás le había tocado solo, o los otros profesores estaban en otra zona, o tal vez habían ido a buscar un café. Pero mi yo de cuatro, camino de cinco años, solo podía pensar en que el pobrecito se estaría aburriendo. Obviamente, fui a hacerle compañía. Fueron varios días así, por lo que terminamos tratando un montón. Yo en aquella época ya era muy introvertida, pero no era callada en absoluto: sencillamente, hablaba con quien me apetecía. Y, si hablaba, no podías darme rienda suelta porque entonces no me callaba nada. De aquellas charlas en el recreo en las que preferí estar con él antes que irme a jugar, surgió un vínculo muy especial.

A aquel profesor lo llamábamos Pasky. Cuando aquel curso terminó y fui con mi madre a buscar el informe de evaluación, me lo encontré allí en el colegio. Le dio tanta alegría verme que me cogió en brazos, me llevó a ver a otra profesora y me preguntó: «Con quién quieres ir: ¿con ella o conmigo?». Por supuesto, contesté que con él. Y así fue como Pasky se convirtió en mi tutor de primero de primaria. No diré que no tuviera momentos malos aquella tutoría, pero realmente fue un curso ideal, el mejor de toda mi etapa en primaria. Pasky fue el primero en darse cuenta de que era diferente, solo que nunca pudo atribuirlo al autismo porque en aquella época era un tema muy desconocido, apenas existente en la mente y formación del profesorado. Y mi vínculo con él fue tan potente que, una vez que le pedí que me ayudara para un trabajo de la universidad, en un correo me escribió que recordaba mi tutoría como una de las mejores que había tenido y que ahora que ya no era mi profesor, quería que lo considerara un amigo y un colega de profesión.

La cuestión es que, al parecer, este gesto de acercarme a la gente para acompañarla, aunque no se sientan mal de estar así porque sea algo circunstancial, es algo que parece ser que la gente valora más de lo que a veces yo misma pienso. Lo gracioso es que me sale de manera tan instintiva que ya ni siquiera me doy cuenta. Recuerdo que el año en el que repetí primero de ESO, con trece años, teníamos una asignatura de habilidades sociales. Un día estábamos haciendo un ejercicio de escribir cosas positivas de nuestros compañeros en una hoja, de manera que cada uno tendría un folio lleno de comentarios positivos de los demás. Posteriormente, la profesora nos instó a decir algo bueno de la persona que teníamos delante de viva voz. Detrás de mí estaba mi compañera Andrea, que fue la que tuvo que hablar sobre mí. Ella comentó que, a principio de curso, cuando yo aún no tenía amigos, ella se peleó con su mejor amiga, Eli. Eli se vino conmigo tras eso y yo, en lugar de aprovecharme de la situación y volverme su amiga, entendí muy bien la tristeza de Andrea y su soledad e hice que se reconciliaran, incluso aunque eso significara que la que se quedaba sola era yo. Eso marcó mucho a Andrea y la hizo emocionar. Yo ni siquiera recordaba haber hecho tal cosa porque para mí fue algo muy natural. Pero también recuerdo que la profesora se sorprendió de este hecho.

Podría contar muchas anécdotas de este estilo. Lo cierto es que tengo varias. También recuerdo algunos días de vacaciones en distintos lugares, cuando nos encontrábamos a alguien, por ejemplo, en la piscina, y nadie le acompañaba, le decía a mi hermano que nos acercáramos a estar con esa persona. Seguiría contando momentos de todo tipo respecto a este tema, pero no terminaría nunca, porque no fueron pocas las veces que me acerqué a alguien por voluntad propia para que no se sintiera mal al no tener compañía.

Algo que me pasaba en los primeros años de mi infancia es que esto se me mezclaba con mi deseo de tener abuelos, hombres: ni mi abuelo paterno ni mi abuelo materno vivían, yo no los conocí, así que tenía esa espinita clavada desde bien pequeña. Cuando se juntaban estas dos situaciones, lo que sucedía era que, si veía por la calle a un abuelo que estuviera solo, le decía a mi madre que lo adoptáramos: así yo tendría un abuelo y ese abuelo no estaría solo. Claro, mi madre se reía y me explicaba que el hecho de que ese abuelo estuviera solo en ese momento no implicaba que no tuviera familia y que, si nos lo llevábamos a casa, seguramente tendría nietos que se pondrían muy tristes. Esta anécdota tierna y algo recurrente, a mediados de primaria ya se me fue.

La cuestión es que es tanta la empatía que me despierta una situación de soledad ajena, que hasta he llegado a acercarme a personas que me odiaban y que me habían hecho daño, personas que eran mis «enemigas». Porque para mí, en el momento en el que alguien se siente solo, no existe nada más que una persona que está sufriendo y a la que me gustaría ayudar. Incluso si eso solo está en mi cabeza y ese sentimiento de soledad no es real. Con ello intuiréis que me he expuesto a peligros, porque a veces las cosas salen bien y se generan momentos bonitos, pero normalmente eso no sucede.

Ahora esto lo intento regular un poco más y cada vez consigo que me afecte menos, pero sigue siendo algo que me toca bastante. Ya siendo bastante grandecita, con veinte años aproximadamente, me metí en un problema con un hombre desconocido solo porque me dijo que se sentía solo. No voy a dar detalles porque no viene al caso y porque puede traer malos recuerdos para algunas personas que me lean, pero digamos que podría haberme costado muy caro. Aquella fue la última vez que me dejé llevar por el impulso. 

En la actualidad, si alguien me dice algo parecido o si yo noto esa aura de soledad, aunque me sienta la peor de las personas, dejo la mente en blanco y sigo mi camino: aunque sé que esta es una característica que me hace especial ante muchas personas, no puedo arriesgar mi integridad física y moral, o incluso mi vida, por un impulso empático.




Comentarios

  1. Ké bonitas anécdotas. Es un poco triste ir dejando esos impulsos para evitar malas interpretaciones ke te pueden meter en líos (intuyo a ké te refieres), en definitiva cambiar. Haces bien en cuidarte.

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    Respuestas
    1. Creo que intuyes bien.

      A ver, sigo aplicando este impulso, pero solo con mis alumnos. Con nadie más, porque luego la gente se aprovecha mucho de tu bondad y una cosa es ser bueno y otra cosa es ser tonto, las cosas como son.
      Pero trato de regularlo un poco mejor, eso también es cierto: ni tanto, ni tan poco. Más bien, intuir en qué situaciones no me pondré en peligro si me dejo llevar por ese impulso.

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