La mayoría de las personas en el espectro experimentamos un procesamiento sensorial distinto que nos hace ser hipersensibles o hiposensibles dependiendo del sentido. Cada uno tendrá su experiencia personal, pero yo voy a hablar de la mía.
En
esta ocasión, me quiero centrar en la hipersensibilidad táctil y en lo que me
provoca a la hora de comer, porque siento que no se entiende lo suficiente.
Para
empezar, quisiera aclarar que se trata de hipersensibilidad táctil porque, lo
que produce mi rechazo hacia determinados alimentos o platos, surge en el
momento en el que la comida entra en contacto con la lengua. La temperatura es
un factor que influye, pero sobre todo afecta la textura. A veces me he
encontrado en la tesitura de meterme un alimento en la boca y que por sabor me guste,
pero por textura no lo pueda comer. Por ejemplo, en un viaje que hice a Sevilla a mis veintidós años, me dieron a probar la leche frita: el sabor era muy bueno y la
textura externa también, pero la textura interna hizo que dejara de comer.
Esto,
que a priori puede parecer una tontería, en realidad puede acarrear varios
momentos incómodos tanto para uno mismo como para el resto. Por no hablar de
que, en cierta manera, condiciona tu vida. A mí este tema me ha provocado
muchas situaciones desagradables e interminables malentendidos desde que era
pequeña. Este factor fue el que influyó en que tomara la decisión de no volver
a viajar de colonias con el colegio. Y muchas veces ha determinado el hecho de
viajar a un lugar o no hacerlo. Incluso, confieso que podría llegar a ser el
único motivo que me frenaría de irme a vivir a otro país.
Me
da apuro ir a casa de alguien por si me prepara algo de comer y es un plato de
aquellos vetados. Lo paso mal porque soy una persona educada y agradecida:
encima que me prepara la comida, no me voy a quejar. Pero se me nota mucho
cuando algo no lo tolero, porque se me pone cara de vómito inminente –aunque
luego no vomite y ni siquiera tenga ganas–. Por eso, trato de ir lo menos
posible a casas ajenas y, si voy, siempre será a la de alguien con quien tenga
la suficiente confianza como para decirle que no me cocine esto o aquello… o,
en alguna ocasión, que me deje ayudarle a cocinar.
Y es
que una textura que no toleras, no se siente simplemente como algo que no te
gusta. Depende de lo que sea, la sensación variará. A mí, en general, me quema
o me duele cuando un alimento no lo tolero bien. O, según qué, sí que me
produce cierto asco hasta el punto de darme náuseas y ganas de vomitar, porque
se siente como si algo muy desagradable te abrazara la lengua y no te quisiera
soltar.
El
alimento que menos tolero en el mundo es el tomate y sus variantes (salsa de
tomate, kétchup…). En una cultura de dieta mediterránea como en la que vivo,
esto puede llegar a ser una tortura. Vas a comerte un bocadillo fuera y tienes
que estar muy pendiente de que el camarero entienda que no quieres tomate en el
pan. El error ha pasado tantas veces que, en la actualidad, he tomado la
determinación de decir que soy alérgica al tomate: con este tema sí que son
extremadamente cuidadosos. Cuando alguna vez he viajado a otras zonas del país
no afines a echar tomate en los bocadillos, me veo en el trauma de ir
recalcando que «sin tomate, por favor» a lo que sigue la cara de
confusión lógica en el camarero de turno y el comentario de: «¿Quieres
tranquilizarte? Que aquí no te echarán tomate nunca», de mis acompañantes. Pero no
lo puedo evitar.
El
tomate por estos lares está muy arraigado. A veces pareciera que la gente no
sabe vivir sin tomate. No como empanadas porque sé que las congeladas llevan
salsa de tomate en el relleno y nunca me fío, aunque me digan que están hechas
a mano. Salir a comer una pizza, ahora ya no tanto, pero hace unos años atrás
era toda una odisea: ¿A quién no le gusta la pizza? Pues a alguien que no puede
comer tomate. En algunos restaurantes, en la actualidad, te puedes encontrar
que pueden hacerte una pizza sin tomate. Pero eso tampoco te lo encuentras en
todos los sitios y, de hecho, antiguamente era imposible. Mi única opción, si
quería comer pizza, era comprar una masa congelada y preparármela yo en casa. Y
si íbamos a una pizzería, a menos que tuvieran otro tipo de platos, esa noche
me quedaba sin cenar.
En
verano fui a comer a un restaurante con mis tíos y me encontré con la incómoda
situación de que el menú tenía todos los platos con tomate. Absolutamente
todos, excepto uno: calamares a la romana. No me gustan mucho los calamares,
pero al menos sí que los tolero y fue lo único que pude echarme a la boca.
A mí
salir a comer fuera me gusta. Depende del lugar y la compañía puede llegar a
ser algo muy bonito e incluso memorable. Pero suelo hacerlo poco porque me da
miedo ir a un lugar en el que no pueda comer de nada, dado que, al tener este
problema, la dieta se reduce mucho. Y lo que menos quiero es terminar montando
una escena. Por mí y por los que van conmigo.
Alguna
vez ha pasado. Sientes tanta presión por parte de todo el mundo, que explotas y
te echas a llorar. De repente te vuelves el centro de atención de todas las
miradas y te invade una sensación de vértigo. Algunos intentan consolarte,
decirte que no pasa nada y que ya te dejan en paz, que no esperaban que fuera
algo tan importante; otros te miran con decepción porque ya tienes una edad y
consideran que estás reaccionando de un modo infantil. Lo malo es que te acaban
transmitiendo esa idea de que igual no deberías actuar así porque te están
percibiendo como una niña pequeña y eso contribuye a la infantilización.
Entonces, al sentimiento de vértigo se le suma el de la vergüenza. Es de los
peores momentos que, por lo menos yo, puedo vivir.
Y
todo por esa falta de entendimiento de las circunstancias. Para los demás, soy una
persona adulta y como tal debería soportar comer una comida que «no me
gusta». Para mí, puedo comer algún plato que no me guste, pero esto es
totalmente distinto: no se trata de que te guste o no; se trata de que no te lo
podrías comer por más que quisieras y, si lo haces, sientes mucho dolor, te
hace daño.
Me pasa
generalmente con las texturas semilíquidas, así que, de las salsas es mejor
olvidarse. No como nada que lleve kétchup, mostaza, mayonesa, salsa rosa, salsa
barbacoa, etc. Si me pones el mismo plato, pero sin esas salsas, sí que me lo
comeré. Las texturas gelatinosas tampoco son mi fuerte… por eso, si me pones un
pollo asado, siempre te pediré la pechuga. En cuanto a postres, este hecho hace
que no pueda comer nada que lleve crema o cabello de ángel.
Esto no es
algo que yo escojo. Me gustaría poder comer un poco de todo, aceptar todos los
alimentos y solo dejar de comer aquellos que de verdad no me gustan. No estoy
siendo tiquismiquis con la comida: soy autista y tengo hipersensibilidad táctil.
Esto hace que sea muy selectiva con la comida, pero no es algo que pueda
cambiar. No se trata de haber recibido una educación alimentaria pobre. No se
trata de que me dieran todos los caprichos alimenticios cuando era pequeña. No
se trata de: «tendrías que pasar hambre como en la guerra para que valoraras
más todo lo que puedes comer», como alguna vez me han dicho. En una situación
de hambruna, mi selectividad con la comida no se iría. ¿Me adaptaría a lo que
tuviera que comer? Seguramente. Pero si diera con algún plato que mi tacto
lingual no aceptara, me pasaría todo el día con dolor en la lengua o sensación
de quemazón o de rascada. Cada día sentiría ganas de llorar o de vomitar. Solo
me complicaría un poco más que al resto la existencia. Por más que comiera esos
alimentos, no «empezarían a gustarme» porque, tal vez, ya me gustaban desde el
principio. Sencillamente, no me los podría comer normalmente porque la textura
me estaría haciendo daño.
La comida, a veces, duele. Duele mucho. Y, aunque pueda parecer exagerado, también condiciona tus relaciones sociales: te pierdes acontecimientos por este hecho o incluso genera momentos tensos e incómodos. Que no te entiendan convierte la convivencia con otras personas en una situación que te puede preocupar por si te sientes mal tú y haces sentir mal a la otra persona. Si vas a comer a casa de alguien y esa persona te da opciones y no puedes comer nada de lo que te dice, a cada negativa que le das te sientes más incómoda y como si estuvieras siendo desagradecida. Aunque no sea así.
Y sí que es verdad que hay veces que algunos alimentos los hemos rechazado desde siempre sin haberlos probado. En estos casos, con el tiempo existe la posibilidad de que los acabemos probando: yo he ido incorporando alimentos nuevos en mi vida paulatinamente. Pero lo hago a mi ritmo, no al del resto. Forzar a la persona autista a probar un nuevo plato cuando no está preparada, no va a conseguir nada bueno.
Yo soy de
gustos muy sencillos. A mi estómago con poca cosa le ganas; mi paladar es
bastante conformista. Puedes conseguir que mi lengua disfrute de un buen plato
solo con no echarle salsa o setas a la comida. Ni tomate, por supuesto. Una
vez, precisamente estando de colonias, nos pusieron macarrones para comer. No
falla: si eres pequeño, te pondrán macarrones alguno de los días. Pues en
aquella ocasión nos pusieron los macarrones hervidos, bien blanquitos. La salsa
de tomate nos la vertieron en un cuenco aparte. Yo no le eché y comí
verdaderamente tranquila. Adaptarse a todas las posibilidades era tan fácil
como eso. Y yo no pido más. Ni yo ni seguramente ninguna de las personas
autistas que ahora mismo estén leyendo esto y se sientan identificadas.
Por eso
pido desde esta humilde morada que traten de entendernos. Que respeten nuestras
necesidades y dificultades con la comida. Que no nos juzguen, ni nos llamen
tiquismiquis, ni arremetan contra nosotros por algo que no es culpa nuestra. Yo
solo quiero comer tranquila en mi casa, en la de los demás y en cualquier bar o
restaurante. Disfrutar de la compañía y de un buen plato sin tener que sentirme
culpable y juzgada por mis limitaciones. No pido más.
De verdad ke puede ser un mal rato ke te inviten a comer alguien ke no es de confianza y todo por la poca conciencia ke hay todavía con este tema. .Se da tanta importancia a ke las niñas autistas aprendan habilidades sociales y cosas así ke aspectos como este se dejan de lado, ké paciencia para ke entiendan esto, siempre hay kien echa la culpa a los padres de haber sido demasiado permisivo con las comidas y no insistir suficientemente al niño, esa historia me la conozco bien. Ké bien lo has contado
ResponderEliminarPor cierto, me he dao cuenta de casualidad ke habías subido más cosas, pensé ke al estar suscrita me llegarían al correo. Bueno, me daré una vuelta por akí de vez en cuando.
Parece que por fin puedo contestar.
EliminarTienes razón. Siempre existen los que se meten en todos los temas que pueden, creyendo que saben de qué hablan, cuando la realidad de cada casa solo la conoce uno mismo y la realidad de una persona en concreto solo esa persona la sabe bien del todo. En fin, sé de gente que conoce el espectro autista y habla de este tema como "relación especial con la comida"... parece que lo entienden, pero luego ves cómo tratan a las personas que tienen este "conflicto" con la comida y te das cuenta de que lo entienden solamente en la teoría, porque en la práctica creen que, forzando, se soluciona todo.