Vivo en una provincia a cierta distancia de la capital. En mi ciudad hasta hace muy poco no tenía a nadie a quien considerar amigo. Todas mis amistades están esparcidas por diferentes puntos de mi comunidad autónoma. Esto hace que en el noventa y nueve por ciento de los casos acabemos quedando en la capital. En esta entrada os quiero explicar cómo es un día de quedada para mí como autista.
Lo
habitual es quedar un sábado por la mañana para estar todo el día juntos. Yo
siempre pido no quedar muy temprano: tengo problemas de insomnio y arrastro el
cansancio de toda la semana para ir a pasar un día en el que tampoco voy a
descansar. Como no suelo dormir mucho, tiendo a despertarme temprano, pero al
menos no estoy pendiente del reloj. Me levanto, hago mis rutinas diarias y
salgo de casa directa a la aventura.
De
mi casa a la estación de trenes hay media hora caminando. Media hora en la que
estoy expuesta a la luz de sol, de ambulancias y coches patrulla, con los ojos
doloridos por dentro y entrecerrados porque abiertos del todo duelen mucho. Media
hora en la que pasan muchas motos trucadas, coches, autobuses, vehículos en
general alardeando de bocinas, ambulancias y coches patrulla con sus sirenas, herramientas
de construcción por todas partes porque mi ciudad es conocida por la cantidad
de obras que empiezan y eternizan, gente gritando, perros ladrando, cotorras y palomas piando, estruendos repentinos de no
se sabe qué… Lo único que calma todo ese malestar son mis auriculares. No llevo
unos de esos canceladores de ruido, sino de esos para escuchar música, puesto
que a mí la música me tranquiliza y, además, muchos llevan cancelación de ruido
también.
Llego
a la estación. Voy a la máquina a sacar el billete. Tengo que atacar
agresivamente a la máquina porque le cuesta reaccionar y siento cómo el tacto
de la pantalla se apodera de mi dedo. Busco el destino, que no siempre estará
en el mismo lugar, porque, dependiendo de la máquina, las destinaciones están
en un orden distinto. Selecciono el tipo de viaje que quiero hacer y me aparece
el precio. Tan solo quiero sacarlo rápido y entrar en el andén para poder relajarme.
Pero algo me lo impide: el billete no entra. Entonces me doy cuenta de que
recientemente te obligan a dar el paso de elegir el método de pago y nunca me
acuerdo. Elijo pagar en metálico y se activa la ranura de los billetes. Voy a
meter aquel con el que voy a pagar, pero tengo que hacer al menos tres
intentos, porque la ranura tampoco funciona bien y, o no lo acepta, o se lo
traga solo a medias y tengo que sacarlo y volverlo a meter. Por fin sale el
billete de tren, pero aparece la tortura de la devolución del dinero sobrante:
varias monedas cayendo y chocando entre ellas o contra la superficie metálica.
Apenas dura unos segundos, pero vaya si duelen los oídos. Guardo las monedas en
la billetera y me llevo en la mano el billete de tren. El siguiente desafío es
averiguar en qué pasador de billetes lo meto: toca mirar dónde hay cruces rojas
y dónde hay flechas verdes. Si tengo suerte, la tarea es muy fácil, sobre todo
porque la estación de tren de mi ciudad es muy pequeña. Pero también puede pasar
que mi entrada en el andén coincida con la salida de la estación de mucha
gente: entonces, varias de las flechas verdes se transforman en cruces rojas
por un rato y yo, que iba a meter mi billete con decisión, tengo que recular,
retirarme y empezar la búsqueda de nuevo porque ese pasador hasta dentro de un
rato no volverá a tener las flechas verdes. Todo esto con la megafonía de fondo
anunciando varias veces y en dos idiomas distintos la futura llegada o el
estacionamiento de este o aquel tren o el recordatorio de las normas de
convivencia y seguridad de la estación. Por fin consigo meter el billete y
cruzo al andén.
En
el andén ya empiezo el stimming mientras espero a que llegue el tren, para
regularme, calmarme y, de paso, entretenerme.
El
ruido del tren estacionando me rompe el momento. Espero a que se encienda la
luz de la puerta para poder darle y que se abra. Le doy y una horda de gente
sale deprisa del tren, sin importar si chocan con los demás o les hacen daño.
Entro al fin y busco el asiento más aislado que esté disponible. Me esperan
entre 35-50 minutos de viaje, dependiendo de a dónde vaya. Durante ese tiempo,
se apodera de mis oídos el sonido enajenante del tren en marcha y de gente
conversando a diferentes volúmenes, mientras, de fondo, escucho música en mis
auriculares. Quizá si tengo suerte, no vendrá ni el que vende pañuelos y te lo
deja en el asiento de al lado, ni el que toca música como buenamente puede;
quizá hasta tengo suerte y nadie se sienta a mi lado. Si alguien se sienta, el
roce de su piel con la mía va a ser terrible y el sentimiento de invasión me va
a agobiar.
Después
de muchas paradas, de mucho abrir y cerrar puertas, de muchos pitidos de aviso
del tren, de muchos mensajes de la chica de la megafonía avisando las paradas y
su conexión con metros y tranvías en dos o tres idiomas distintos, consigo
llegar a mi destino.
Bajo
al andén. El cambio de luz es muy fuerte, puesto que estos andenes están en la
oscuridad de un subterráneo y en el tren había mucha luz. Siento el sonido
machacante de varios trenes a punto de iniciar su marcha, aires calientes
saliendo por debajo, vientos fríos y potentes cuando arrancan… todo mientras me
dirijo a las escaleras para subir a la estación. De nuevo, la lucha de encontrar
en qué máquina puedo picar el billete. Cuando lo logro, salgo por la primera
salida que encuentro. Al llegar a la superficie, a la ciudad, tengo que ubicarme,
porque dependiendo de la salida que tomas, se sale a un sitio u otro. Una vez
el estado de confusión se desvanece porque me he ubicado, camino hacia el punto
de encuentro, ya con bastante estrés acumulado.
Mis
amigos aún no han llegado: suelo llegar yo primero, salvo en el caso de que
ellos quedaran más pronto y yo me negara a madrugar. Me espero de pie, en la
calle, mientras todo lo que antes había pasado en media hora de camino a la
estación, sucede en el mismo lugar sin moverme, con el agravante de que, al ser
una capital, la cantidad de gente que hay es enorme y las multitudes son muy
agobiantes. Algunos de mis amigos llegan puntuales y otros llegan tarde. Dicho retraso
del plan me estresa. Ya solo con saludarlos me doy cuenta de que me empiezo a
agotar. Y aún me queda pasar el día.
Transcurre
una mañana distendida, de risas y entretenimiento en algún lugar público. Hace
falta algo de masking para no dejar que el entorno me afecte, pero, me sale tan
automático mientras puedo seguir siendo yo misma con ellos, que casi ni percibo
que lo estoy haciendo.
Llega
la hora de comer. En casa normalmente comemos antes, así que noto cómo el
hambre empieza a apoderarse de mí. Se nos va mucho tiempo entre que decidimos dónde
ir a comer, encontramos un lugar en el que haya sitio, hacemos cola para pedir
y nos sentamos. Es lo que tiene la capital a partir de las dos del mediodía.
Para entonces, yo ya estoy muy débil, sin energías. Con algo de suerte, algún
amigo cargará con mi comida y me la traerá a la mesa.
Mientras
comemos, yo voy recuperando energías. Contrariamente a lo que pueda parecer,
socializar con mis amigos también me ayuda a revitalizarme. Cuando terminamos
de comer, en ocasiones tenemos algún otro plan pensado. Eso me deja expuesta a
todo lo anterior de nuevo. Si lo que nos queda es un plan tranquilo como sería
el de jugar a juegos de mesa, a veces nos vamos a buscar otro lugar de forma
improvisada, lo cual para mí supone otro agobio porque, además, somos tantos
que no nos ponemos de acuerdo sobre dónde quedarnos. Una vez lo decidimos, se
vuelve a iniciar el proceso de habituarse al entorno. Si no nos movemos del
lugar donde comemos, suele suceder que se llena mucho de gente y tantas
conversaciones en el aire, más los ruidos habituales de las máquinas de cocina,
invaden el local y, especialmente, mis oídos.
Sea
cual sea la situación, ya sea en el lugar donde comemos o en la calle buscando
algún lugar donde sentarnos a charlar, tomar algo o jugar a juegos de mesa, llega
el momento del shutdown. Ese momento en el que todos mis amigos hablan entre
ellos y yo me convierto en una mera observadora incapaz de participar en la
conversación. Ese momento en el que miro fijamente aquí y allá porque no puedo
hacer otra cosa y, cuando mis amigos se dan cuenta, se creen que estoy
reaccionando a sus comentarios, cuando no es así, y empiezo a escuchar sus
elucubraciones sobre la cara que estoy poniendo.
Puede
ser que en un rato se me pase, como puede ser que solo se me rebaje un poco y
pueda continuar la quedada con relativa normalidad. Llegada una hora razonable,
decido que es momento de volver a casa. Vuelvo a la estación, al andén, a
esperar el tren que me lleve de vuelta a mi ciudad. Todo el proceso sensorial de
la mañana se repite, pero a la inversa. A esas horas muchas veces hay incidencias,
retrasos, que añaden más carga a mi ya sobresaturada mente. Entro en el tren, me
siento donde puedo, si es que tengo sitio para sentarme. Si no lo tengo, me
encogeré en un rincón lo máximo que pueda y me aguantaré las ganas de llorar
porque el tren estará lleno y apenas tendré espacio para moverme. Si hay sitio,
de nuevo, buscaré el más aislado que pueda obtener, teniendo en cuenta que, en
esa ocasión, sí o sí acabará alguien sentado a mi lado. Una vez que determino
mi lugar en el vagón, llamo a mi padre para avisar de mi regreso, me pongo la
música y me dejo caer en el más absoluto de los shutdowns: mirando a un punto
fijo sin ver nada, con la mente en blanco y una cara inexpresiva, dejo que la
sobrecarga sensorial me trague mientras deseo volver a casa cuanto antes.
Alguna que otra vez soy espectadora de algún conflicto surgido en el vagón
entre algunos pasajeros, situación que me destroza todavía más.
Llego
a la estación de mi ciudad. Me bajo del tren, cruzo el andén junto al gentío
desordenado que a veces me golpea. Con mis últimas fuerzas, introduzco el
billete en una de las máquinas, me quito la música y abrazo a mi padre. Salimos
de la estación y me toca enfrentarme al último desafío: las luces de decenas de
coches y semáforos que nos vamos encontrando, tal vez alguna que otra
ambulancia o coche patrulla. Con la oscuridad de la noche, las luces molestan
mucho más y se siente como un ataque enorme a mis ojos. El interior del coche
de mi padre también está oscuro, contrasta bastante con las luces de la calle.
De fondo se escucha un partido de fútbol en la radio o la música de su pendrive.
Él intenta hablarme, pero entre que nos falta comunicación y que yo no estoy
para dar charla, no consigue demasiado, a menos que haya sucedido algo que me
haya hecho enfadar y me dé por expresarlo. Esto último, si sucede, consigue
sacarme del shutdown y dejarme solamente en un agotamiento feroz.
Por
último, llegamos a casa, saludo a mi madre, me pongo el pijama, ceno, me dejo
engullir por el sofá y, más tarde, por la cama. Con ello se acaba el día.
Huelga
decir que estoy muy acostumbrada a subirme a un tren, incluso sola. Lo llevo
haciendo desde los quince años. No es algo que en un momento dado no pueda
sobrellevar, especialmente si voy a un lugar concreto y estoy solo medio día. Hay
días que con medio día ya estoy al borde de un colapso, pero no es lo habitual.
En cambio, si voy para pasar el día sí que es más complicado, porque a todo lo
vivido se le suma el cansancio de estar fuera de casa y de lo que la propia
actividad que hagas te provoque. Muy pocas veces no he terminado mal.
He
contado lo que supone para mí quedar en la capital, pero, excluyendo algunos
pocos detalles, esto es aplicable a cualquier lugar al que vaya en tren.
Conclusión:
¿He quedado alguna vez contigo fuera de mi ciudad, ya sea en la capital o en otro
lugar? Valóralo, porque seguro que te quiero mucho y me importas más de lo que crees.
Las estaciones de autobuses o metro o lo ke sea junto con los grandes supermercados son de los sitios ke más me agobian. Aparte del ruido odio las mákinas para sacar billetes, no sé por ké muchas veces no responden al tacto de mis manos. Lo de poner cara rara y ke se crean ke me ha molestado lo ke ha dicho alguien también es una experiencia muy recurrente para mí, no entiendo por ké son tan egocéntricos, y luego es muy difícil convencerlos ke no tenía nada ké ver con eso, si explico ke estaba desconectada.. se molesta porke no la estaba escuchando, lo entendería si fuera la única compañía en ese momento pero si están cinco o seis personas más no entiendo a ké se sienten tan dolid@s si yo soy la única persona ke no escucha. Tal como lo cuentas parece casi una historia de terror pero sé ke no exageras.
ResponderEliminarBueno, entiendo que se puedan molestar si no escuchas, porque para el mundo neurotípico es sinónimo de que no te interesa lo que están contando... cuando, en nuestro caso, no necesariamente es así. Entiendo perfectamente lo que dices, en serio.
EliminarYo los supermercados y transportes como el autobús los llevo bien, quizás porque ya me haya acostumbrado o algo así. No me acostumbro a la calle... ahí lo paso mucho peor. O en los centros comerciales... o en los restaurantes que son muy ruidosos.