La docencia es una profesión que requiere de mucho contacto social y emocional por el cuidado de personas a tu cargo, por la cantidad de compañeros con los que te tienes que coordinar y por la implicación que debes tener incluso con las familias. Por esta razón, no son pocos los profesores que he tenido que intentaron en su día disuadirme y reconducir mi carrera hacia otro foco distinto. Sin embargo, os sorprendería saber la cantidad de educadores que hay en el espectro.
Yo
soy una de estas personas y hoy quiero contaros cómo es el mundo de la
Educación desde el punto de vista profesional de un autista. Como siempre digo,
voy a contar mi experiencia y es muy posible que para otras personas autistas
que también sean docentes sea algo muy distinto.
Llevo
dos cursos siendo docente, aunque en realidad he trabajado alrededor de seis
meses. Aún se podría decir que estoy en mis inicios y estos no son fáciles para
nadie. En este punto, todavía estoy cubriendo sustituciones. Estas funcionan de
manera inesperada: un día te mandan un correo y tienes una hora para aceptar el
nombramiento de tu nuevo destino, al que, por cierto, deberás acudir al día
siguiente. En un ejercicio de sinceridad, os diré que esto me ha generado
alguna que otra crisis y he ido al día siguiente a trabajar como si me llevaran
al matadero. Pero os contaré otra cosa: esto se me pasa al segundo día de
trabajo o incluso el propio día que comienzo, si veo que me reciben de buenas
maneras –porque sí, lamentablemente, no siempre es así–.
Cuando
llegas nuevo a un sitio, pasa lo de siempre: te acribillan a información, te
dan un paseo por el colegio y te presentan a todo el mundo, personas con las
que quizá ni siquiera vuelves a cruzar palabra más allá del saludo. Si a una
persona neurotípica esto le satura, imaginaos a mí. Hasta que consigo
adaptarme, voy bastante perdida. Pero esto no afecta en lo más mínimo a mi
actividad docente, ni hace daño a nadie que pregunte todas las veces que sea
necesario dónde está esto o aquello, o cuál era el nombre de cada quien. Quizá
daré la imagen de distraída o despistada, pero, ¿Cuántos profesores hay que se
perciben así? Y no es nada malo.
Con
respecto a los alumnos, soy una profesora bastante cercana. Me gusta serlo,
aunque estoy aprendiendo a gestionarlo mejor: no es bueno mostrarte así desde
el principio. Soy de corazón blando: si regaño a alguno de mis alumnos, al rato
lo voy a buscar e intento dialogar y razonar. Si hace falta, le abrazo incluso
o le hago alguna broma para rebajar la tensión. Qué le voy a hacer. Tampoco
considero que esto sea malo per se. Cuando empecé, esto entorpecía un poco la
gestión del aula: me costaba mantener el orden en clase. Pero era por ser
novata, no por ser autista. Uno no nace sabiendo y las prácticas tampoco es que
sean la panacea del buen educador. Soy blanda, pero sé también actuar cuando corresponde:
si es necesario castigar o expulsar de la clase, lo hago. Intento avisar y
evitarlo porque me gusta dar oportunidades, pero si no las aprovechan, saben
que es lo que hay. Lo peor es que yo lo paso muy mal y me siento muy mala persona
y profesora cuando me veo en la obligación de hacerlo. Pero no influye en mi
actividad docente, ni en mis capacidades como tal. En lo demás, me dicen que
suelo realizar muy bien las clases y que les gusta cómo explico. Esto lo he
hablado con muchos de mis alumnos y coinciden en esa opinión, añadiendo,
además, que, si no logro explicarme de manera que me entiendan, siempre busco
alternativas eficientes y hago mucho el payaso para que aquellos a los que les
cuesta comprender lo que explico no se sientan mal por ello –esto admito que
es arriesgado, porque pueden pensar que te pueden pasar fácilmente por encima–.
Apuntan que me adapto a sus intereses –les encanta que explique vocabulario en
inglés usando Pokémon como referencia, por ejemplo– y que les ayudo a
memorizar rápido porque sé motivarlos y hago amenas las clases. Y, entre otras
cosas, lo consigo porque la más motivada soy yo, porque me apasiona ese método
de enseñanza y, todo lo que me apasiona, lo vivo con una intensidad tan grande
que soy capaz de transmitirla a los demás. Esto lo sé por lo que hemos hablado
en conjunto, porque me gusta dialogar con ellos, tenerlos en cuenta. Incluso,
cuando me voy de un colegio, si son mayores ya –quinto o sexto–, suelo
dejarles mi correo por si me quieren escribir, consultar alguna duda, contarme
algún problema con el que crean que les puedo ayudar desde el momento en el que
ya no soy su profesora… Soy de esos docentes que se implican demasiado y que
creen que, una vez que dejas de tener a ese alumnado como estudiantes, igualmente
sigues siendo su profe.
En
la hora de comer o en las guardias de patio en las que la interacción con
compañeros está casi asegurada, dependo mucho de mi estado de ánimo.
Generalmente me cuesta intervenir en las conversaciones, porque se suelen
comentar situaciones o temas que ya se dominan dentro del colegio desde hace
años, como, por ejemplo, generaciones de familias que llevan acudiendo al
centro. De mí no saldrá sacar tema porque es algo que me cuesta, pero si me
integran en una conversación, me sentiré muy agradecida y siempre intentaré
comentar, aunque sea un mínimo. Es cierto que soy de participación más
discreta: me río, contesto con monosílabos, miro a los ojos en un intento de
transmitir complicidad y atención por la persona que habla… Pero si me integran
bien o si estoy a gusto y mi estado de ánimo es alegre o enérgico, entonces sí
que me veré capaz de conversar distendidamente con alguien. Incluso, podré
hacer bromas o decir alguna que otra tontería, ya que algo que me encanta por
personalidad es meterme con los demás para tratar de generar buen ambiente. Nada
de esto entorpece mi trabajo en coordinación con los compañeros, porque no
enrarece ni estropea mi relación social con ellos. Básicamente, me perciben
como la persona tímida que no soy, o creen que me da vergüenza pedir algo, o
creen que tengo un carácter callado –esto sí que es cierto–. Nadie se plantea
que sea cuestión de una mala praxis o pocas ganas de interactuar con ellos y
eso ayuda a sentirme aceptada pese a no ser la típica profesora extrovertida y
parlanchina –que, en realidad, puedo serlo si el grupo es muy reducido y ya
hay una cierta confianza–. Y algo que sé que les causa gracia es que soy
tremendamente respetuosa y precavida: cuando entro interrumpiendo una
conversación entre dos o más personas, siempre comento que vuelvo luego y pido
perdón o pregunto si tengo que irme. Cuando me veo en alguna de estas
situaciones, suelen hacerme alguna broma, lo cual me ayuda a sentirme bien
acogida.
Con
las familias he tenido siempre poquísimo trato o más bien nulo: al ser
especialista, no es frecuente tratar con las personas de referencia de tus
alumnos. Las pocas veces que he hecho de tutora ha sido por muy corto periodo,
insuficiente para establecer ese tipo de contacto. Pero sí recuerdo que, cuando
era una estudiante en prácticas, en un colegio me dejaron interaccionar con los
familiares de mi alumnado y solía hacerlo por propia voluntad. Era yo la que me
acercaba a ellos a decirles cosas buenas o exponer mis preocupaciones. Creo que
esto tiene que ser así, para tranquilizarles o para coordinarnos y trabajar
juntos si surge algún inconveniente.
Ser
autista no tiene implicaciones en mi vida laboral a efectos de hacer daño a
nadie, ni perjudicar al centro en algún aspecto. Si acaso, cualquier dificultad
que pueda hallar, siempre me afectará exclusivamente a mí y suele ser algo que
se puede manejar de manera interna. Bien es sabido que los autistas nos
sobrecargamos y eso tiene sus consecuencias. A mí también me pasa, máxime
cuando estoy en grupos conflictivos o en clases de infantil, dado que el
volumen suele incrementar con bastante facilidad y tengo hipersensibilidad
auditiva. Pero los autistas tenemos un poder que a la vez es nuestra maldición:
el masking. Hablaré en profundidad sobre él en otra entrada, pero en estos
casos a mí el masking me ayuda a aguantar las consecuencias de la sobrecarga
hasta que llego a mi casa. Estas consecuencias pueden ser un shutdown o un burnout.
Es
en casa cuando se presentan las mayores dificultades de ser docente y autista:
lidias a menudo con estas sobrecargas, llegas más cansado de lo habitual y
luego tienes que ponerte a preparar las clases del día siguiente, pero la
disfunción ejecutiva no te deja. También tengo que decir que esto no pasa a
menudo, sobre todo si es un colegio con alumnado estándar, por decirlo de algún
modo. Además, con el tiempo te vas acostumbrando y te vas sobrecargando menos,
a excepción de aquellos días en los que todo se te hace muy cuesta arriba, que
de esos todo el mundo tiene.
¿Podría
escoger un trabajo menos demandante? ¿Menos exigente con mi salud? Sí. Pero no
lo quiero: me encanta ser docente y cada día que pasa estoy más convencida de
que puedo llegar a ser muy buena. Lo único que siempre he notado diferente
entre docentes novatos neurotípicos y yo es que ellos parten de cero y yo parto
desde mucho más abajo: mi ritmo de aprendizaje siempre será más lento porque
también aprendo más detalladamente. Un docente neurotípico, con saber cuatro
cosas generales, ya podrá hacerse una idea y enseguida entrará en una buena
dinámica. Un docente autista tendrá que crear muchas más conexiones porque absolutamente
todo, hasta el detalle más nimio, es importantísimo. Así pues, algunos pueden
llegar a ser mejores docentes que cualquier neurotípico, pero les lleva más
tiempo conseguirlo. En otra entrada explicaré algo muy personal que me pasó en
los inicios para ejemplificar a qué me refiero con esto.
Resulta
que ser autista me hace ser extremadamente empática con mi alumnado y me
encanta estar ahí para ellos y echarle la paciencia que sea necesaria para que
acaben entendiendo lo que les explico o ayudarles si me cuentan un problema. Además,
justamente por ser lo que soy, también sé cómo tratar a mi educando en el
espectro y detectar aquellos casos no diagnosticados.
Es
cierto que prefiero trabajar sola porque, además, soy muy independiente. Pero
también me gusta mucho trabajar en equipo y se me da bien. Mi única dificultad
en este sentido es que el grupo sea grande: provocará que no aporte ideas de
viva voz, aunque las tenga, y solo las aportaría por escrito. Pero no es por
dificultades en el trabajo en equipo, sino en la conversación oral. En lo
demás, mi relación con los compañeros suele ser buena y me gusta mucho echar
una mano en la medida de lo posible, incluso si eso me resta tiempo para hacer
mi trabajo. Siento que tengo que ayudar a mis compañeros, que suelen estar más
ocupados que yo, porque así todo se equilibra un poco más y porque quiero
verlos con un poco menos de peso a sus espaldas. Si puedo aligerarles ni que
sea un mínimo la carga, yo estaré feliz y, de paso, ellos podrán centrarse más
en otras cosas, por lo que se sentirán ellos mejor y el alumnado también. Todo
se retroalimenta.
Otra
ventaja que tiene el autismo para la docencia es que me hace ser muy
estructurada. Esto aporta seguridad al educando porque el hecho de convertir
estructuras en hábitos y rutinas les hace saber en todo momento qué tienen que
hacer y qué esperas de ellos. Luego, normalmente voy a tener definidas las
sesiones con la suficiente antelación y, si surge algún imprevisto, tendré en
mente un plan B, C, D y los que sean necesarios porque me interesa no tener que
improvisar tanto: el hecho de improvisar me agobia mucho porque, al estar
todavía empezando, no voy con la suficiente seguridad. Por eso y porque el
autismo necesita anticipación. Hay días en los que la noche anterior a una
clase aún no me ha surgido una idea sobre lo que hacer y os aseguro que ese es
el peor momento para mí como docente: me come la ansiedad, me dan ganas de
llorar porque siento que se me agota el tiempo y depende de lo que piense ya no
voy a poder preparar el material. Entiendo que esto me irá pasando cada vez
menos, a medida que vaya adquiriendo experiencia, porque también iré obteniendo
más recursos. Pero es cierto que me autoexijo mucho y tengo una tendencia
perfeccionista bastante potente que a veces ejerce como virtud y otras veces
como defecto.
En
situaciones de hiperfoco, me vuelvo la mejor docente del mundo para un alumno en
concreto porque en ese momento solo existimos él y yo, con lo cual, se siente
muy bien atendido. La desventaja de esto es que, al concentrarme tanto, puede
pasar que me pierda parte de lo que está sucediendo con el resto de la clase y
surja algún conflicto. Esto no es habitual: normalmente puedo estar con el
radar puesto sin problema.
Otra
cosa que me caracteriza como docente autista es que soy completamente sincera.
Si me preguntan algo y me quedo en blanco o no sé la respuesta, expreso lo que
me pasa, lo reconozco ante ellos y busco la solución, los animo a que ellos mismos
lo hagan o, a veces, colaboramos entre todos para encontrarla. Esto me consta
que lo hacen muchos docentes y que no implica tanto si tienes una condición o
no, pero también es importante porque a mí la cabeza me va a mil por hora a
causa del exceso de conexiones sinápticas y acabo quedándome en blanco más
veces de las que me gustaría. Sobre todo, es horrible cuando ejerzo de especialista
de inglés y se me olvida alguna palabra muy básica, pero a mí no me importa
reconocer que estoy perdida, que me he equivocado o que no me acuerdo de algo.
Es más: hay veces en las que me preguntan si pueden hacer esto o aquello y yo
no tengo la respuesta porque no sé si es la forma de proceder habitual del
tutor o del colegio. Pues les pregunto a ellos, o me quedo dudando y ellos
mismos me ofrecen alternativas o acabo determinando yo misma lo que sea. Para
que se entienda esto, pondré un ejemplo muy básico. Llega una alumna: «¿Me
puedo sentar con X?». Yo, que por mí no tendría ningún problema, recuerdo que
hay veces que los tutores no dejan porque es problemático por razones equis.
Les acabo diciendo: «Sinceramente, es que no sé si podéis».
Dependiendo de su reacción, les dejaré o no. En eso sí soy muy tajante: una
cosa es ser sincera y otra cosa es dejar que se aprovechen de tu bondad o
desconocimiento. Si responden con descaro, me negaré; si reaccionan con
inocencia, les dejaré. Es una cuestión de confianza y de roles.
Si
ya tengo cierta vinculación con el grupo, a veces les doy a elegir qué hacer
entre dos o tres posibilidades. Esto hay gente que no lo aprueba, que le parece
un mal método y que, incluso, le da la impresión de que estás delegando tus obligaciones
en tu alumnado. Pero a mí me gusta contar con ellos: si ya hemos hecho la parte
de actividad que a mí me interesa, ¿por qué no dejarlos decidir entre cantar
una canción, leer un cuento o jugar? Si todo está relacionado con la asignatura
y la temática, no le veo el problema.
Vivir
el autismo desde la docencia a veces puede ser estresante, especialmente si
tenías algo planeado y en el último momento se estropea la fotocopiadora o te informan
de que hay un cambio organizativo. Pero para esos casos existe la botella del
agua: beber rebaja e incluso extingue la sensación de peligro.
Debe
haber muchas cosas a comentar que me estaré dejando, pero a grandes trechos
esto es lo que supone ser autista en la docencia. Al menos para mí, pues sé que
otros docentes autistas lo vivirán de otra manera.
Sé
que doy esa imagen de «ay, qué mona» que me suele perjudicar porque me
infantiliza ante mis compañeros y jefes. Pero no soy una niña: soy una persona
adulta, responsable y cada día más eficiente. Soy sensible, cariñosa, empática
y a veces peco de ser demasiado tierna o blanda. Soy docente y, sí, también soy
autista.
Ké bonito artículo. Honesto y esparanzador
ResponderEliminar¡Gracias! Sé que aún me quedaron cosas por decir, pero creo que la idea general se entiende.
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