Ir al contenido principal

Empatía hacia los objetos

Hasta antes de saber que era autista y que las personas autistas tienen experiencias similares a la que voy a contar a continuación, siempre pensé que tuve una especie de animismo aletargado. El animismo es una etapa infantil que se caracteriza por creer que los objetos tienen vida propia, que sienten y padecen como cualquier ser humano. Esta etapa dura apenas un tiempo.

Sin embargo, en mi caso, notaba que yo iba creciendo, pero esta tendencia no desaparecía, sino que, simplemente, se atenuaba. Fue posteriormente al diagnóstico que descubrí que esto no era animismo, sino empatía hacia los objetos.

Un episodio fuerte de este tipo empatía lo tuve a los ocho años de edad. Yo usaba mucho el reproductor de vídeo para grabar en cintas mis dibujos animados favoritos. Pero llegó un día que se estropeó. Había visto en la agenda telefónica de casa una pegatina pegada en la tapa. En esta pegatina salía un doctor auscultando aparatos electrónicos. Era el teléfono de un técnico. Cuando descubrí que el vídeo estaba roto, me eché a llorar como si hubiera ocurrido una desgracia enorme. Entré en meltdown y mi madre, pobre, no entendía nada. Le empecé a decir que llamara corriendo al médico de los objetos, porque el vídeo estaba malito y se iba a morir. A ella le pareció una reacción absurda y decidió que no lo haría, así que me reboté con ella y empecé a gritarle que era una asesina de vídeos (refiriéndome al reproductor) mientras lloraba con un sentimiento desolador. Lo recuerdo como un episodio fortísimo porque a mí shutdowns me dan muy a menudo, pero meltdowns he tenido realmente poquísimos a lo largo de mi vida.

Este tipo de empatía me ha hecho sufrir de más cuando veía una película o serie y en ella se tiraban flores a la basura o se rompía un oso de peluche. Es más: de pequeña, en la ingesta de cualquier comida, necesitaba imaginar que cada alimento pasaba por una especie de quirófano interno en el que reconstruían su cuerpo tras haber sido despedazado por mis dientes para que pudiera ser feliz dentro, en mi interior. Lo más curioso sucedía en las noches de verano, que salía al balcón, extendía los brazos y, en voz baja, le pedía a la luna que transportara los alimentos de todo el mundo y de todo el año hacia mi cuerpo para que pudieran vivir en paz en él.

Pero es que también llegó a condicionar mi vida ligeramente. Por ejemplo, ir al supermercado, agarrar un paquete de pañuelos, que no me gustara, dejarlo, agarrar otro y quedarme mirando al primero, con pena porque se podría sentir abandonado. Esto me obligaba a comprar los dos o quedarme con el primero, no sin antes sentirme mal por dejar de lado al segundo. Y quien dice un paquete de pañuelos, dice algún producto con el envoltorio en mal estado, aunque no lo quisiera, y comprar otro o comprar uno en mejores condiciones más adelante –y esto me pasó con un tomo de manga poco antes de la pandemia, es decir, que tenía ya 28 años–.

Que me dieran a elegir entre dos objetos y sentirme mal conmigo misma por despreciar uno de ellos… o incluso por pronunciar que el que despreciaba no me gustaba nada. Me pasó, por ejemplo, una vez que nos trajeron un coche-sacapuntas a mi hermano y a mí: uno era amarillo y el otro era rojo. Ambos queríamos el rojo. En ese momento no podía pensar en otra cosa, pero, pasados unos días, me sentí muy triste por el pobre cochecito amarillo. En esos momentos, a los objetos con los que me pasaba, los acariciaba y les pedía perdón. Me sentía una persona horrible.

Durante años estuve evitando tirar a la basura todo lo posible. Lo guardaba absolutamente todo, a menos que mi madre me lo tirase a escondidas. No podía dejar que mis pobres objetos se sintieran abandonados y les pasara cualquier cosa. Quizá los estaba mandando a matar al llevarlos al contenedor, pues, en algún momento, toda la basura se tritura, compacta y demás.

Esta característica ha llegado a provocar situaciones de desventaja en las que he dejado que se aprovecharan de mí. Por ejemplo, recuerdo una vez que, durante el año que repetí primero de ESO, me tocó hacer el crédito de síntesis con parte del grupo que me intentaba acosar. Teníamos que ir a devolver un libro a la biblioteca. La biblioteca estaba justo enfrente de la casa de la jefa de ese grupito. De hecho, había sido ella la que lo había pedido en préstamo. Pues se empeñó en que lo devolviera yo. Me negué, discutimos muy fuerte porque para mí no tenía sentido que no lo devolviera ella si vivía a un minuto de la biblioteca. Se enfadó, dejó el libro en la calle, justo en la puerta del colegio y se marchó. Fui incapaz de dejar el libro allí tirado, porque, pobrecito, abandonado, solo… ¿Y si llovía? ¿Y si se rompía? Lo agarré, me comí un camino de media hora del colegio hasta la biblioteca, devolví el libro y caminé cuarenta minutos hacia mi casa.

En la actualidad, aunque de vez en cuando sigue pasándome, siempre es en menor intensidad y no me afecta tanto. A veces, incluso, ni siquiera se me despierta esa empatía. Por ejemplo, si lo del libro y mi compañera hubiera pasado en esta época, hubiera sido capaz de dejarlo allí porque más que en el libro, pensaría racionalmente que, si le pasaba algo, la que se tendría que responsabilizar de todo sería ella. Podría sentirme mal por dejar ahí el libro, pero no lo recogería, me aguantaría las ganas. Aunque, sinceramente, tampoco descarto que le diera vueltas hasta saber que está a salvo y que todo salió bien con él.

Algo que a priori puede parecer entrañable, en realidad es un poco sufrido, porque ese tipo de empatía no se me despierta en momentos alegres. Cuando escogen a un objeto, no pienso que tal cosa puede sentirse feliz. Sí que a veces, de algo comprado, puedo pensar que por fin tiene dueño y sonreírme un poco. Cuando alguna vez he decidido adquirir algún producto, sí que me ha pasado, pero ya es algo mucho más específico como quizás lo es un peluche. No me pasaría con una mochila, por ejemplo, con la que sí me pasaría lo que comentaba al principio.

No deja de parecerme curiosa esta parte de la condición. A veces me alegra ser así, pero a veces lo odio. Tener empatía hacia los objetos quizá me ayuda con esa hiperempatía que tengo hacia las personas. Y, en ese aspecto, me resulta algo positivo. Pero, en lo demás, me doy cuenta de que viviría mucho más tranquila sin sentir los objetos como si fueran seres vivos.

Que me pase esto no significa que no sea consciente de que son objetos inanimados, no son seres vivos, no sienten ni padecen. Por supuesto que lo soy y me doy cuenta de ello, faltaría más. Si no fuera así, sí que tendría un problema. El asunto es que te sientes de esa manera, incluso si sabes que no es real y que no deberías sentirte así. Pero es inevitable. Se podría ligeramente equiparar a una situación empática con alguien que no conoces o con algún personaje de ficción: algo que te resulta muy ajeno que hasta tiene cierto punto de irreal, pero por lo que, aun así, no puedes evitar sentirte triste cuando crees que has tenido algún gesto malo hacia esto o aquello.




Comentarios