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Prosopagnosia: Te conozco, pero te confundo

Seguro que a muchos de los que me estarán leyendo les habrá pasado aquello de que alguien les saluda por la calle y le devuelven el saludo sin saber quién es. O estar un rato hablando con alguien que se supone que conoces, pero que no ubicas y le estás siguiendo el ritmo de la conversación mientras intentas averiguar de quién se trata. La prosopagnosia es esta situación llevada al extremo y genera una sensación de confusión y vértigo cada vez que sucede alguno de estos momentos, que yo llamo episodios, porque no son tan frecuentes en mí, pero que hay personas que viven 24/7. Además, está muy ligada al autismo, aunque ser autista no te hace prosopagnósico per se. Por esta razón, hoy he decidido hablar de ello desde mi caso personal.

Cuando era pequeña confundía a Will Smith con Eddie Murphy. Sí, son negros los dos, pero, ¿Parecidos? Lo que un huevo a una castaña. Con el tiempo aprendí a distinguirlos, aunque quizá también ayudó que Eddie Murphy dejó de ser tan mediático. Pero también hay actores que, por más que los vea una y mil veces, no consigo memorizar sus rostros y nunca llego a conocerlos. Sí, te miro a ti, Kevin Costner.

En general, noto cierta tendencia inconsciente a reconocer mejor las caras masculinas que las femeninas, especialmente si se trata de personas famosas. Cuando veo alguna serie o película es una risa constante si hay actores o actrices que, entre sí, se parecen o, incluso, si no se parecen, pero yo les noto algo similar por la razón que sea. Bueno, no siempre es una risa, porque esto generalmente provoca que me cueste mucho entender los primeros episodios de una serie o que en una película me pierda bastante o no entienda qué ha podido pasar si, llegada al final, no he conseguido distinguirlos. Podría enumerar a muchos actores nacionales e internacionales y, en cambio, el número de actrices internacionales que puedo reconocer es exageradamente reducido. Con las nacionales lo llevo algo mejor, aunque no mucho.

Sin embargo, no solo me pasa con famosos. También me pasa con películas y series de animación: si hay dos o tres personajes que comparten alguna característica y no se evidencia tan claramente la diferencia, probablemente los confunda. 

Y lo que peor llevo es que, demasiado a menudo, me pasa con la gente de a pie. El que bien podría haber hablado de ello era un primo de mi padre al que llamaban Charly. A ese pobre hombre me llevó años conocerlo. Cada vez que lo veía, mis padres me preguntaban si sabía quién era y yo decía que no. Yo me sentía muy mal por él, así que desarrollé la técnica del «Si me preguntan y no lo conozco, es Charly». Y funcionó. Con el tiempo ya sí que lo conocí, pero pasaron muchos años hasta llegar a ese resultado. Incluso recuerdo un verano que un amigo de otra comunidad autónoma vino a visitarme. Coincidimos con Charly un día y lo volvimos a ver pasados dos días. Mi amigo lo conoció y yo no.

A los matrimonios que mis padres conocen de lo que sea, muchas veces no los conozco si miro a la mujer, pero si miro al hombre, sí sé quiénes son. A veces me sucede a la inversa, pero no es lo habitual. Una vez recuerdo que una mujer se frustró cuando le comenté que a ella no la recordaba, pero a su marido, al cual había visto muchísimo menos, sí.

Una vez que la prosopagnosia me atacó fuerte, se dio cuando tenía diez años. Mis tíos me invitaron a pasar unas vacaciones con ellos durante quince días. Me absorbí tanto en aquella experiencia que, cuando comentaron que mi madre me venía a buscar, intenté recordar cómo era la cara de mi madre y fui incapaz. De hecho, cuando la vi entrar por la puerta, me la quedé mirando fijamente unos segundos y tuve que decirme a mí misma frases de autoconvencimiento para volver a identificar aquel rostro como el de mi madre. Aquella vez fue horrible, pero no me ha vuelto a pasar algo así. Lo que sí me pasó un par de veces durante mi infancia es ver a una señora con características parecidas a las de mi madre y creer que era ella. Gracias a esos casos, aprendí a fijarme en la ropa de la gente: si se parece a mi madre, pero no lleva la ropa de mi madre, no es mi madre. Esto sería muy útil en algunos casos, pero descubriría que no lo sería tanto en otros.

Siguiendo con los ejemplos anecdóticos, en otra ocasión quedé en evidencia. Ocurrió cuando era adolescente. Estaba con un grupo de amigos y teníamos por costumbre escribirnos dedicatorias en una libreta. Cuando me llegó la de una chica, le puse una dedicatoria genial y apunté su nombre. De repente, escuché que pegó un grito. Se acercó a mí: «¿¡Tú sabes quién soy!?». Yo no entendía nada. Le dije que sí, sin dudarlo. Pude disimular bien la situación, pero resultó que la había confundido con otra chica que, para colmo, era una de sus mayores enemigas del momento. «Perdona. Es que, mientras escribía, estaba pensando en una cosa que ella me dijo y me he confundido al poner el nombre», le dije. No se me ocurrió otra cosa.

La anécdota más reciente me sucedió el mes pasado. Iba por la calle paseando con mis padres cuando, de repente, una mujer me saludó. Lo primero que pensé fue: «¿Qué le pasa a esa? ¿Por qué me saluda?». Habiéndome dado más tiempo de reacción y estando ya más cerca, me pude dar cuenta de que se trataba de Gemma, una amiga a la que quiero un montón, pero a la que llevaba sin ver más de medio año. Es que ni se me ocurrió pensarlo, sabiendo que ella trabaja por la zona y que es un contexto en el que nos movemos mucho ella y yo. Fue muy raro, la verdad.

Por suerte, estos momentos prosopagnósicos graves no me suceden con frecuencia. De hecho, es posible que me haya pasado alguna anécdota más que no sea reseñable por poco importante, pero no muchas más de las que he contado.

Sí me pasa más a menudo el hecho de tener situaciones incómodas a las que llamaremos lapsus. Es decir, por ejemplo, encontrarme con alguien en la calle y confundirle con otra persona que también conozco, porque mi cerebro las percibe como parecidas aun si no se parecen en nada. Recuerdo que un día me encontré a Gustavo, un compañero de bachillerato con el que había pasado algunos recreos y con el que me juntaba en las excursiones. Estuve todo el rato que hablaba con él contestándole como si fuera mi compañero de primero de ESO, Héctor Andrés. Con Héctor Andrés casi ni hablé y el mismo año que él llegó nuevo, yo repetí, por lo que solo compartimos un curso. ¿Por qué Héctor Andrés iba a pararme por la calle? ¿Por qué iba a siquiera recordarme? Yo misma me hacía esas preguntas mientras Gustavo me hablaba, pero era incapaz de darme cuenta de que aquel chico no era Héctor Andrés. Entre ambos ni siquiera se parecían físicamente. Lo único que tenían en común era que ambos eran de Sudamérica, aunque de distintos países. En los lapsus también entran aquellas personas que creo saber quiénes son, pero no estoy segura; o, directamente, que las conozco siempre, salvo en momentos puntuales.

En la actualidad, cuando más me ataca la prosopagnosia es cuando estoy ejerciendo de docente. No son pocas las veces que me he llevado cortes de mis alumnos por confundirlos unos con otros. Ya muchos se resignan, pero los pobres se piensan que nunca recuerdo sus nombres, cuando lo que se diluye en mi memoria son las caras. Porque sí, los llamo por otro nombre porque los confundo con un compañero de ellos. No es que no recuerde sus nombres: si no los recordara, diría otros nombres que no tendrían compañeros de ellos; sencillamente, los intercambio o directamente pienso que dos alumnos son el mismo.

El curso pasado, por ejemplo, me pasaba muchísimo con dos niños de una clase de primero, Ot y Roc. Me llevó algún tiempo, pero los acabé distinguiendo. A finales de curso, Ot se cortó el pelo como Roc y ya podéis imaginaros qué tortura. Un día hasta tuve un lapsus delante de su tutora. Ot se estaba portando mal y le grité: «¡Roc!». Tanto la tutora como el resto de compañeros me miraron y gritaron: «¡Ot!». ¿Mi respuesta? «Ay, sí… eso, perdón». La verdad es que me paso media docencia pidiendo perdón por confundir a unos y otros.

Sin ir más lejos, en el colegio que estoy ahora, me ha sucedido varias veces en quinto y sexto. En sexto, cuando ya los tenía a todos bien conocidos, Xavi vino con el pelo teñido. Aun así, parecía que lo estaba conociendo, pero un día me dio un lapsus. Hablaba con unas chicas de sexto sobre Derek y tuve una conversación muy confusa con ellas; una conversación en la que se me cruzó algún cable que me hizo empezar a confundirlo. Me fui a Derek y le dije: «Ostras, Xavi, desde que te has teñido el pelo que no te conozco. Pensaba que eras Derek». La cara de Derek era un poema: «Es que soy Derek. Xavi es aquel». Le contesté que me habían confundido las chicas con las que hablaba –no era mentira, pero digamos que la responsabilidad era mía–.

Y, la más reciente, sucedió la semana pasada. Un niño de quinto al que, antes de conocerlo, siempre lo llamaba Izan. Él en realidad se llama Tristan. Ya lo conozco y sé quién es, pero la semana pasada tuve un lapsus y le dije: «Very good, John!». Tristan se quejó: «¡Eh! ¡Que no! ¡Que la respuesta te la he dicho yo, Tristan!». Él creyó que yo había pensado que el que había contestado era John, no él. Pero no: sencillamente, tuve un lapsus. La suerte en este caso es que justamente John se sentaba a su lado, por lo que tuve la excusa perfecta: «Ay, cariño, tienes razón. Es que, como está a tu lado, me he liado».

Así voy pasando mi día a día. Tengo una excelente memoria para los nombres y, cuando consigo asociarlos a caras, me resulta más sencillo no olvidar esa cara. Pero tampoco es garantía de nada. Mucho menos si la persona en cuestión hace un cambio de apariencia, sobre todo si lo que se cambia es el peinado o el corte de pelo. Cuando me encuentro por primera vez con alguien, suelo fijarme en la ropa porque me cuesta menos recordarla, como os decía. El problema de esto es que, al día siguiente, si no llevan la misma ropa, tengo un problema. Pero no lo puedo evitar, fijarme en la ropa es casi un acto reflejo, como si asumiera que, de entrada, por la cara, no iba a conocer a nadie. Puedo decir que, incluso, hubo mucha gente de mi carrera a la que nunca conseguí asociar un rostro y de la que, si veo actualmente una foto, soy incapaz de saber quién es. Esto, que de por sí puede parecer anecdótico, a veces es una dificultad añadida del día a día. Y si ya, volviendo a la docencia, metemos a gemelos de por medio… soy un cromo. Ha habido ocasiones en las que han tenido que pasar meses para darme cuenta de que tenía hermanos gemelos en clases separadas. Confundirlos cuando están juntos es algo que le pasa a todo el mundo, pero tener al mismo alumno en dos clases distintas es un poco raro, ¿no? Pues me pasa, no me doy cuenta tan fácilmente.

En general, tardo mucho en conocer a mis alumnos y siempre se queda alguno cuyo nombre en la lista reconozco, pero nunca ubico en la cara. Para las evaluaciones es una dificultad añadida, por lo que siempre trato de encontrar una lista de nombres con una foto al lado. No suelo tener problemas para identificar a la hora de evaluar, pero siempre me va bien, por si acaso. Más vale asegurarse, porque imaginaos que intercambio calificaciones por este motivo… lo que normalmente se queda en anécdotas graciosas, se convertiría en un problema serio, sobre todo en el caso de personas que comparten el mismo nombre, pero tienen distinto apellido.

Por suerte, ni mi grado de prosopagnosia es tan grave, ni cuando se dan momentos graves suele suceder en contextos serios, por lo que es posible permitirse unas risas para restarle importancia al asunto. Y lo agradezco: es mejor tomarlo así. Yo me siento afortunada, porque hay personas a las que la prosopagnosia les supone un problema bastante gordo, a efectos de que si una persona no lleva siempre la misma ropa, no la van a conocer nunca, por ejemplo. A nivel social puede suponer un reto importante y esto es así incluso para mí, que no lo vivo tanto. Por eso creo que está bien hablar de este tema.




Comentarios

  1. Pues sí, si el grado de prosopognasia no es muy grave aunke a veces te puedan hacer pasar situaciones un poco embarazosas o difíciles luego sirve para echarte unas risas y me he reído un montón contigo. Ahí va mi anécdota prosopagnósicas (tengo muchas): tendría yo como 11 ó 12 años y había ido a una fiesta ke una amiga me había invitado y fue muy difícil negarme, recuerdo ke estábamos en una mesa con unas mujeres adultas, supongo ke eran familia suya o amigas, el caso es ke de repente la ke había a mi lado se levanta para ir al lavabo y me dice ke le guarde el sitio por favor, pues al ratito llega una mujer y se sienta en su asiento sin preguntar ni nada, le digo ke está ocupado y me responde Ya, por mí. Yo interpreté su respuesta como una chulería en plan Ahora estoy yo y punto, y me kedé preocupada pensando en el momento en ke volviera la mujer del lavabo. Pues al final, ni volvió ni nadie la echaba de menos y por la forma de dirigirse las otras mujeres a ella me fui dando cuenta ke era la misma. Otro día dejé a mi madre hablando con una muchacha ke nos encontramos pensando ke era alguien ke ella conocía, así ke me aparté un poco porke tenía prisa y porke mi madre ke es muy sociable se enrolla mucho pero cuando terminaron su conversación me dijo mi madre Por ké has estado tan antipática con ella? se ha kedao un poco confundida. Resultó ser una de mis mejores amigas de la infancia a la ke hacía mucho ke no veía. La verdad ke ahí sí ke lo pasé un poco mal por ella porke tenía muy buenos recuerdos y ni sikera la saludé. También he pasao alguna situación ke me podía haber metido en problemas pero ésas son las menos, por lo general son anécdotas divertidas

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    1. Qué divertida, la anécdota de la mujer de la silla, jajaja.
      Y qué pena la de tu amiga de la infancia. Espero que lo pudieras arreglar en algún momento.

      La verdad es que la prosopagnosia a veces es como un grano en el culo cuando tienes que socializar. Por si no tuviéramos ya suficientes dificultades.

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  2. Pues sí, si el grado de prosopognasia no es muy grave aunke a veces te puedan hacer pasar situaciones un poco embarazosas o difíciles luego sirve para echarte unas risas y me he reído un montón contigo. Ahí va mi anécdota prosopagnósicas (tengo muchas): tendría yo como 11 ó 12 años y había ido a una fiesta ke una amiga me había invitado y fue muy difícil negarme, recuerdo ke estábamos en una mesa con unas mujeres adultas, supongo ke eran familia suya o amigas, el caso es ke de repente la ke había a mi lado se levanta para ir al lavabo y me dice ke le guarde el sitio por favor, pues al ratito llega una mujer y se sienta en su asiento sin preguntar ni nada, le digo ke está ocupado y me responde Ya, por mí. Yo interpreté su respuesta como una chulería en plan Ahora estoy yo y punto, y me kedé preocupada pensando en el momento en ke volviera la mujer del lavabo. Pues al final, ni volvió ni nadie la echaba de menos y por la forma de dirigirse las otras mujeres a ella me fui dando cuenta ke era la misma. Otro día dejé a mi madre hablando con una muchacha ke nos encontramos pensando ke era alguien ke ella conocía, así ke me aparté un poco porke tenía prisa y porke mi madre ke es muy sociable se enrolla mucho pero cuando terminaron su conversación me dijo mi madre Por ké has estado tan antipática con ella? se ha kedao un poco confundida. Resultó ser una de mis mejores amigas de la infancia a la ke hacía mucho ke no veía. La verdad ke ahí sí ke lo pasé un poco mal por ella porke tenía muy buenos recuerdos y ni sikera la saludé. También he pasao alguna situación ke me podía haber metido en problemas pero ésas son las menos, por lo general son anécdotas divertidas

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