Una
de las características que puede tener una persona autista es el deseo de invarianza, o esa mal llamada, al menos para mí, inflexibilidad o rigidez. De esto hablaré en profundidad en otra entrada, ya que es una
de las características que yo tengo más propiamente arraigadas. Pero cuando esto se mezcla con
la persistencia, puede ser una bomba.
Esta
mezcla afecta en tu toma de decisiones, incluso en la más nimia, como sería el
cruzar una calle de manera temeraria, solo porque te has dado cuenta a mitad de
camino de que tenía un final y no veías claro el hecho de retroceder y cruzar
desde un punto más seguro. Pero, ¿Qué pasa cuando esto lo llevamos al extremo?
Que vivimos algunas aventuras que nos ponen muy a prueba.
Mientras
escribo estas palabras, estoy pensando en dos ocasiones en las que mi fijación
me ha llevado a la aventura, así que pasaré a relatarlas y así veréis a qué me
refiero.
Tenía
diecinueve años, camino de veinte. Estaba acabando el primer curso de la
licenciatura de Psicología. Aquel día tenía que hacer la recuperación de la
asignatura Ordenador en Psicología, que no había aprobado por el dichoso SPSS –los psicólogos sabrán de qué hablo–. Me dirigí, como siempre, a la parada del
autocar que me llevaría directamente a la facultad. Ahí empezó todo.
Me
extrañó no ver a nadie esperando, así que miré en la parada y me di cuenta de
que había un cartel de que el servicio estaba en huelga. Al pronto me bloqueé:
yo sabía que con trenes también podría llegar a la universidad, pero no sabía
el itinerario, tampoco tenía claro si llegaría a tiempo porque en tren se tarda
el doble y vivir una experiencia nueva con el estrés añadido de no saber si saldría
bien el examen, no me convencía en absoluto. Solo tenía dos opciones: volver a
casa y asumir que debía repetir la asignatura si seguía el curso siguiente –que no seguí– o intentar llegar a tiempo al examen. ¿Cuál era mi plan aquella
mañana de julio? Hacer el examen. ¿Cambiar de idea, yo? Ni hablar. Bajé a la
estación con toda la prisa que pude darme mientras calculaba mentalmente los minutos
que tardaría en cada cosa. Al primer turno del examen era más que probable que no
llegara, pero la otra vez hubo dos turnos… quizá si había un segundo turno
podría hacer algo. En lugar de sacar el billete por la máquina, fui a la
taquilla expresamente a preguntar para que me dijera la chica el recorrido: recordaba
que alguien me había comentado alguna vez que hacer la combinación de Renfe con
Ferrocarrils Catalans era lo más rápido. La mujer no supo indicarme, pero sí me
comentó que podría tomar dos trenes de Renfe, aunque tardase más. Apenas la
escuché: ya iba con la idea fija de Renfe hasta la capital y luego Ferrocarrils
hasta la universidad. Todo lo demás me parecía pura paja para llevarme al
huerto. Subí al tren muy nerviosa: no solo estaba el tema del tiempo y de estar
aferrándome a una esperanza muy tenue, sino que nunca había utilizado el
servicio de Ferrocarrils y no sabía ni dónde estaba la estación, ni cómo
funcionaba.
Cuando
llegué a la famosa plaza del centro, llamé a un par de compañeros de la
universidad que no me cogieron el teléfono y a otra compañera que sí me lo cogió,
pero que no me supo indicar. Pregunté por la calle, pero en la capital en pleno
julio hay de todo menos autóctonos. Uno de mis compañeros me devolvió la
llamada y me dijo que la parada estaba en una de las calles más concurridas del
lugar. Fui para allá, pero no fui capaz de encontrarla. Tiré calle abajo y encontré
a un agente de policía. Le pregunté y me dijo que estaba justo al entrar,
añadiendo que era mejor que tomara un tren de Renfe para ir más rápido. No le
contesté, pero recuerdo que pensé en mi ya malhumorado pensamiento que quién le
había pedido su opinión.
Al
fin encontré la estación de Ferrocarrils. Allí le pregunté a uno de los que
estaban para atender a los usuarios que qué billete debía sacar y qué tren
debía tomar. Se molestó conmigo porque le interrumpí la conversación con un
conocido suyo y me dijo muy borde que era el S2. El S2 estaba en el andén a punto
de partir: si lo perdía, no pasaba otro hasta media hora más tarde. Corrí todo
lo que pude y lo alcancé. Tras subirme y ponerse el tren en marcha, noté cómo
un nudo en la garganta se apoderaba de mí. Había una mujer frente a mí y le
pregunté si era ese el tren que me llevaría a la universidad, porque era incapaz
de fiarme del todo. Al pronto me dijo que no y me asusté muchísimo, estaba a
punto de echarme a llorar. Pero, al verme desencajada, decidió asegurarse y
preguntar a alguien más por mí: sí, estaba en el tren correcto. Así pues, pude
sentarme y respirar tranquila para relajarme, aunque tenía muchas ganas de
llorar. Aproveché también para beber agua porque no podía más con tanto calor.
Cuando
llegué a la universidad, subí corriendo a mi facultad y entré en las aulas de
informática. Pero no había nadie. El examen había terminado y no, no había
segunda tanda esta vez. Ahí sí que me desmoralicé, me vine abajo y lloré muchísimo.
Entré en el aula que estaba abierta para su libre uso. Necesitaba hacer tiempo
porque, para volver a casa, solo tenía dos opciones: hacer el recorrido que acababa
de realizar, pero a la inversa; o esperar dos horas a que viniera el autocar de
regreso que, sí, a esa hora sí pasaría. Decidí esperar y, mientras, le escribí
un correo al profesor explicándole la situación. Lejos de ser comprensivo, para
colmo, me trató muy mal. Ya sabemos cómo son los profesores universitarios –no
todos, no vamos a generalizar, pero sí muchos de ellos–, creo que no hace falta que lo recuerde. Todo concluyó
en mi vuelta a casa llorando en los brazos de mi madre para desahogarme. Fue
una aventura que aún recuerdo porque, además, me acompañó todo el tiempo un
sentimiento de frustración enorme: me esforcé mucho, me enfrenté a lo
desconocido sin estar en absoluto mentalizada ni preparada, total para nada.
¿Fui valiente? Sí. ¿Me supe buscar la vida? Sí. Pero lo pasé fatal y era un
sufrimiento que me podría haber ahorrado, porque no sirvió de nada. Pero aquella mañana yo tenía previsto y me había propuesto ir a la facultad para examinarme... Y no podía pensar en otra cosa sino en eso.
La siguiente
historia que os quiero contar pasó no hace mucho, justo la última semana del
curso escolar. Nos habíamos apuntado voluntariamente a una revisión médica
laboral. A mí me tocaba aquel jueves. En un correo concretaban que había que ir
a otra escuela. Días antes de la revisión, lo comenté con alguna compañera, no
recuerdo quién, y le decía que yo no conocía el pueblo y que, por tanto, no
sabía dónde estaba esa escuela. Me dijo que no me preocupara, que estaba ahí
mismo.
Cuando
llegó el día de la revisión, sabiendo que tenía que ir andando, decidí que me
iría sobre las 10:30h para llegar bien a las 11:15h, que era el horario de mi
visita. Se me ocurrió comentarlo unos minutos antes con Lidia, que me puso
alerta: no solo aquella escuela estaba lejos, sino que, además, era muy difícil
ir caminando porque el trayecto era todo de carretera. En plena ola de calor,
estando en ayunas porque así debía presentarme para el análisis de sangre y con
el segundo día de regla a cuestas, que me suponía un extra de sensibilidad, me
empecé a poner muy nerviosa y a tener ganas de llorar. Lidia me sugirió que
bajase a Dirección a preguntar si alguien me podía llevar. Lo iba a hacer, pero
apareció el Capitán Autista, ya sabéis… Justo cuando estaba frente al despacho,
fui incapaz de entrar y pedirles nada: me saturé, me bloqueé y me faltó muy poco
para echarme a llorar ahí mismo. Recuerdo que la jefa de estudios me vio y salió
a preguntarme si necesitaba algo. Le contesté que no, pero aproveché para
decirle que me iba a la revisión. Ella sabe que no conduzco, así que, cuando se
enteró de que iba andando, hizo un atisbo de plantearse si me podría llevar. No
la vi muy decidida, así que le dije que subía a buscar mis cosas y que me iba.
Antes de hacerlo, me fijé en quién tenía la siguiente hora de visita, por si me
podía acercar. Era Laura. La busqué por toda la escuela, pero no la encontré y,
a cada persona que preguntaba, me decía que no la había visto y que no había
venido. No me planteé llamarla ni mandarle un mensaje y los compis autistas
sabréis por qué: nuestro dichoso exceso de cautela y de no querer molestar. Si
hubiera estado en el colegio, pero no la hubiera encontrado, sí la habría
llamado para comentárselo. Pero pensando que no estaba, no me sentí capaz: ¿Y
si la molestaba? ¿Y si la interrumpía? ¿Y si estaba en algo importante? ¿Y si
estaba enferma? Si no estaba en el colegio era por algo, así que, deseché la
idea. Con un poco de suerte, quizá coincidía a la vuelta.
Una de
las tutoras de quinto me había explicado paso a paso un camino alternativo por
el que sí se podía ir andando al pueblo, pero fui incapaz de memorizar todas
las indicaciones, seguramente por el pensamiento secuencial: solo me quedé con la idea de que había que cruzar un puente.
Si había una posibilidad de ir caminando, no me iba a rendir tan fácilmente. En
ayunas, en plena ola de calor, con la regla, con una capacidad de orientación
irrisoria y sin conocer de absolutamente nada el pueblo, emprendí la marcha.
Salí
del colegio y me dirigí a la calle por la que me había dicho mi compañera. Como
en esa misma calle está el bar donde solemos tomar café, pensé que igual sería
buena idea preguntarle a la camarera sobre el siguiente paso. No me supo indicar
mucho: le salió mejor decirme que estaba muy lejos. Decidí ponerme el Google
Maps, pero no hacía más que mandarme por el camino de carretera, pese a que lo
tenía en el modo de ir andando. Me guardé el móvil, viendo que me tocaría
llegar a la vieja usanza: preguntando. Sabía que estaba en la calle correcta,
pero no encontraba el puente. Paré a una señora que pasaba por allí y me indicó
dónde estaba. Lo crucé. No sabía por dónde seguir y no había nadie por la
calle, así que la lógica me llevó a echar por un camino… el incorrecto, por
supuesto. Di una vuelta muy estúpida y no hacía más que dar rodeos. Había
ancianos sentados desde hacía rato observándome con cara de estar indagando en
su interior para ver si hallaban la respuesta de por qué una jovencilla estaba
dando vueltas absurdamente por el lugar a esas horas de la mañana. Estuve un
poco más de diez minutos así. No había salido todavía de la zona del colegio. Llegué
a plantearme regresar y dejarlo estar. Pero, de nuevo, ¿Cuál era el plan? Ir a
la revisión médica. ¿Cambiar de planes, yo? Jamás. Seguí adelante. Durante todo
ese rato había visto un coche patrulla sin policías en su interior… y seguía vacío.
Al final, aunque me dolió en el alma, vi que unos patriotas de cierto partido
vomitivo habían montado su paradita con las banderitas. Me acerqué para
pedirles ayuda. Otros que me dijeron que estaba muy lejos. Pero supieron
indicarme muy bien. Uno me explicó todo el recorrido y otro lo frenó: que no me
lo contara todo porque me iba a liar y que me quedara con lo básico y ya preguntase
a otras personas.
Volví
a cruzar el puente, pero esta vez sí: escogí el camino correcto. A partir de
ahí, no tenía pérdida. Vi a una caminante y, para asegurarme, le pregunté si ese
era el camino para llegar caminando al pueblo. Me lo confirmó. Anduve un rato
más y llegué a donde había estado el fin de semana anterior con mis padres: la
zona donde los domingos montan el mercado del pueblo. Al menos ese lugar me
resultaba más o menos familiar, aunque no supiera por dónde seguir. Pero, como
decía, no tenía pérdida: era todo recto. Eso sí: le pregunté a todas y cada una
de las personas que me cruzaba para asegurarme de que iba por donde
correspondía.
Por
fin llegué al pueblo. Justo a la entrada seguí preguntando. No fallaba: desde
que había salido del colegio, todo el mundo me decía que la escuela aquella estaba
muy lejos. Llegaba un punto en el que pensaba: «Que no me importa si está
cerca o lejos, te estoy preguntando que por dónde se va. Yo solo quiero llegar». Ya
sabemos que a la gente le gusta dar ánimos. El camino fue fácil y fui encontrando
todas las referencias que me iban dando las diferentes personas que me miraban
como un bicho raro cuando les decía que no conocía el pueblo y que, aun así, insistían
en referenciarme tiendecillas y supermercados como si yo supiera de qué estaban
hablando.
Sí.
Sí, llegué. Después de cruzar cuatro puentes, tres rotondas, adiestrar a un
dragón y matar gamusinos mientras atravesaba la Muralla China. Lo logré. Y en
tiempo récord: a las 11:20h estaba allí. Solo cinco minutos más tarde. Con la
tensión por las nubes, el corazón acelerado, sedienta como un vampiro en un
desierto… pero llegué a salvo. Que luego llamé al timbre y no me abrieron
porque era la zona del comedor del colegio, que en la puerta principal no había
timbre, que tuve que esperar a que viniera alguien que me indicara que la
revisión médica se hacía en una especie de roulotte que había por allí aparcada…
Pero al menos lo conseguí. Una de las enfermeras estaba preocupadísima viéndome
la cara: debió pensar que estaba a punto de estallar o algo así. Me preguntó si
había bebido agua, pero… ¿Cómo iba a beber, si tenía que ir en ayunas? «Pues
come algo y bebe mucho, por favor, mi niña, cuídate, que no te pase nada en el
camino de vuelta», me decía. Bendiciones a la enfermera mexicana, que me
trató genial, me escuchó y me atendió como todo paciente merecería ser tratado.
A la vuelta también me costó salir de allí porque mi brújula mental está rota.
Pero, nuevamente, preguntando, llegué enseguida. Solo quería saber qué calles
escoger para salir del pueblo: una vez que estuviera en la zona del mercado, ya
sabría regresar. Así fue como viví la experiencia de salir de una urbanización
a las afueras de un pueblo desconocido, con el tiempo por enemigo, una
orientación que apesta y con el miedo terrible de perderme por allí y quedarme
estancada en pleno centro. La nota de humor es que, a mi vuelta, me fui encontrando con casi todas las personas a las que había preguntado y reímos bastante de la situación.
Y
estas son las dos anécdotas que he escogido para ilustraros hasta qué punto
podemos llegar a cumplir con el plan establecido. En el caso de la primera
anécdota, mi madre no paraba de decirme que, de haber sido ella, ni lo habría
intentado: habría vuelto a casa sin más. En el caso de la segunda anécdota, mis
compañeras me decían que estaba loca y que ellas no se habrían arriesgado.
Pero, a decir verdad, en estas ocasiones seguimos el plan casi por inercia: yo,
al menos, no lo pienso demasiado. Sí que hay un punto en el que te vienen ganas
de abandonar, pero por orgullo y por no aceptar el cambio, sigues adelante.
Sigues adelante a pesar de los monstruos que se adueñan de tu imaginación y se
alimentan de tu miedo. Porque yo me estaba imaginando la bronca de la enfermera por llegar tarde, la bronca de la directora del colegio por no asistir a mi cita y echarme atrás, entre otras cosas. Hasta me estaba viendo llamando a mi padre
para que me viniera a buscar al pueblo y me devolviera al trabajo. Mi padre,
que vive conmigo en mi ciudad, una ciudad a media hora del pueblo yendo en coche.
La desesperación tiene eso: piensas cosas realmente ilógicas e improductivas. Pero
pelearla siempre te da una mayor satisfacción.
Esto
lo cuento para que veáis la importancia de la estructura en el autismo. Somos
capaces de llevarnos al límite con tal de no romper con lo que teníamos
establecido. Que sí, que a lo mejor leyendo este par de relatos pensáis: «Marta,
pero si superaste tus propios límites y es algo por lo que deberías sentirte
orgullosa».
Sí. Pero una cosa no quita la otra. El ataque de ansiedad en el primer relato
me lo llevé igualmente; la inquietud del rumbo hacia lo desconocido y la
excesiva preocupación de no llegar a tiempo –nuestro afán de puntualidad– y
pensar que se enfadarían, no me llevaba: me arrastraba por la calle de la amargura.
He estado hablando de persistencia o fijación y de seguir por inercia o por orgullo. Pero, en realidad, si me preguntáis, creo que es otro asunto aún más profundo: te sientes como en medio de la nada, tú y tu soledad, con un sentimiento de desamparo brutal que te acongoja. Regresar tiene una serie de implicaciones sociales a las que no te quieres enfrentar (planteos, quejas, broncas o lo que sea, pero nada positivo, al menos, en tu idea mental del momento) y seguir adelante se siente como saltar al abismo. ¿Sabéis esas personas que saltan por la ventana cuando se ven atrapadas en un edificio en llamas? La sensación es un poco esa, solo que no existe el peligro de muerte. Más que seguir adelante es como una huida hacia adelante: no puedes ni debes volver atrás, así que, tira millas y que sea lo que tenga que ser. A la desesperada, temblando y deseando con toda tu alma que salga todo bien y que el malestar emocional y el esfuerzo valgan la pena.
Así que, la próxima vez que veáis a una persona autista partirse por la mitad porque se le ha ido al garete lo que tenía montado en su cabeza, no lo subestiméis: es algo muy importante.
A mí se me metió en la cabeza ir a un examen a pesar de ke no lo llevaba bien, pero me había mirao algunos temas y confiaba un poco en la suerte, el caso es ke tenía ke hacerlo. La cosa empezó un poco mal el dia del examen, se me hizo tarde por la mañana, no recuerdo muy bien ké contratiempo surgió, así ke decidí tomar el autobús, pues imposible! acababa de pasar uno y a partir de ahí ninguno se detenía porke iban llenos (esto ocurría de vez en cuando), tampoco tenía dinero para compartir un taxi (estaba a cero) ni se me ocurrió pedir ayuda, así ke eché a andar (la facultad estaba a 3 cuartos de hora de casa). Como me molestaban los zapatos (eso es típico en mí por más cómodos ke sean) iba fatal pero me empeñé en andar rápido aunke sentía ke me estaba haciendo heridas en los dedos, por mitad de camino me encuentro ke están de obra y tengo ke dar una vuelta, pues la doy, me encuentro perdida pk no conozco mucho la zona (yo siempre llevaba el mismo camino, soy muy desorientada), me pongo nerviosa, siento el corazón un poco rápido pero sigo, sólo pienso ke tengo ke llegar. Llegué tarde pero conseguí entrar, como tuve la suerte de ke no había salido nadie todavía del examen la profe me dejó hacerlo (simplemente ke iba a tener menos tiempo) aprobé! con un cinco pelao jeje pero aprobé, no me gustaba mucho esa asignatura. De todas maneras comparto lo ke dices al final, esas sensaciones, ké bien lo explicas. Gracias y mucha salud
ResponderEliminarMadre mía, Carmen. Qué estrés solo de leerte, jajajajaja. Mil gracias por compartir tu experiencia. Mira que llegamos a ser tercos, ¿eh? Se nos mete algo en la cabeza y sálvese quien pueda. ¡Salud!
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