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El proceso de duelo ante la muerte

La muerte de un ser querido nos sacude a todos, ya sea de una manera u otra. Las personas autistas muchas veces reaccionamos de manera distinta ante un hecho tan doloroso. No siempre es así, pero, en cualquier caso, nunca significa que no sintamos esa pérdida. Y esto puede suceder tanto si perdemos a alguien como si echamos de menos a quien nunca disfrutamos. En esta entrada paso a relataros todas las muertes que he vivido, que no son pocas, y las diferentes reacciones que he tenido.

En mi casa siempre se ha hablado de la muerte. Yo me he criado sin abuelos (hombres) y eso, para una niña que siempre se ha llevado mejor con el género masculino, suponía un dolor inmenso. No era capaz de asimilar que todo el mundo disfrutara de, al menos, un abuelo. Todo el mundo menos yo, según mi criterio egocéntrico infantil. Desde siempre supe, por historia, que a mi abuelo materno no me hubiera gustado conocerlo. Pero al paterno sí. Y arrastré el dolor de esa «pérdida» durante varios años en los que le insistía a mi madre en comprar un abuelo en El Corte Inglés o en el Toys ‘r’ Us o le ofrecía la opción de adoptar algún abuelo que pasara solitario por la calle. Era mi forma inocente de luchar contra un deseo que no podría cumplir jamás.

Conocí la primera muerte cuando aún era pequeña, tal vez tendría unos ocho años, aunque no fue de ningún familiar y, por tanto, no pude vivirla de manera directa. Fue la muerte de Pepito. Para los que no hayan leído entradas anteriores o no lo recuerden, Pepito era un abuelo del barrio con el que hice amistad. Era tan fuerte, que, el día que amanecí con la noticia, aquella noche había soñado con su muerte, justo antes de que me fuera anunciada. Me sentó mal y estuve un poco triste. Emocionalmente no fui más allá, pero su imagen y su sonrisa se me repetían en bucle en mi mente.

La primera vez que me enfrenté a la muerte de forma más directa, fue cuatro días antes de mi onceavo cumpleaños. Mi tío Josep hacía tres días que estaba en el hospital, víctima de un ictus que no superó. Mis padres no me dijeron nada, mi primo se enteró antes. Y él, desde su inocencia, vino a hablar de ello durante el recreo pensando que yo ya lo sabría. Cuando mi padre me vino a buscar y llegamos al local donde trabajaba con mi madre, les comenté lo que me había dicho mi primo y mi padre me lo confirmó. Automáticamente me eché a llorar. No fue por la muerte en sí, fue por el impacto imprevisto. Recibí la noticia de golpe –tampoco conozco otra manera de comunicar una muerte–, sin preparación previa y en un momento en el que creía firmemente que mi tío saldría adelante. De hecho, se lo comenté a mis padres riéndome, pensando: «Mirad qué disparate que me ha dicho el primo». Obviamente, se me cortó la sonrisa de golpe y me sentí ridícula.

Mi manera de sobrellevarlo no fue llorar su pérdida como hicieron todos. Mi tío y mi tía eran muy futboleros, ambos del Real Madrid. Como proceso de duelo me cambié por unas semanas de equipo: pasé de ser del Barça a ser del Real Madrid. Para cualquiera, una tontería; para los futboleros, sabréis la implicación que este hecho tenía. Además de eso, agarré todos mis cromos de fútbol que tuviera del equipo del Real Madrid y se los regalé a mi tía. Le estaba dando algo muy preciado, ya que estaba haciendo la colección y el objetivo de coleccionar cromos es conseguirlos todos, no ir regalándolos. Y ya, por último, compré una baraja española de cartas con el escudo del Real Madrid detrás –baraja que aún a día de hoy utilizamos–. Cuando se me pasó, volví a ser culé. Este proceso fue tan válido como cualquier otro y era mi manera de mostrar apoyo, cercanía y cariño a mi tía, que estuvo dos años pasándolo francamente mal. A mí no me salía llorar por eso: ¿De qué iba a servirle a mi tía que yo llorara? De nada: quizá incluso la pondría más triste. Fue un acto simbólico, que no infantil como a algunos les podría parecer, en el que algunos objetos y acciones cotidianas tomaron un fuerte valor de unión y consuelo.

Hace unos pocos años, encontré mi libro de dedicatorias de la comunión, vi el escrito de mi tío Josep y, al leer «Marteta que el cul li peta», me emocioné y lloré al recordar cuando me empezó a llamar así. Tardé años en llorar, mas no en sentir su pérdida. Además de eso, unos meses antes de morir, me regaló un balón. Ese balón aún está conmigo honrando su memoria.

Dos años después murió un amigo de mis padres a causa de una negligencia médica mientras estaba en tratamiento de un cáncer. José era un hombre al que había tratado bastante, habíamos viajado con él y su mujer de vacaciones, había venido a casa a comer más de un domingo y jugaba conmigo a las cartas… Cuando me enteré, no reaccioné. Todo el mundo pensó que no me afectaba, así que entendí que tenía que llorar… y me forcé a ello en el peor momento. Me recuerdo una tarde en el instituto, mientras hacía fila para entrar en clase, llorando a moco tendido por la muerte de José, sin ganas de expresarlo llorando, pero entendiendo que era lo común. Y, ante aquello, los compañeros que me acosaban no hacían más que reírse. Fue una reacción a destiempo. Para mí, valía más la pena recordarlo por cosas como lo de jugar a las cartas, que siempre me preguntaba «si echábamos unos indios» para referirse a ello, o que me dejaba dinero porque eso de jugar por el hecho de jugar no le convencía: le resultaba más estimulante apostar.

Ese mismo año, un día, mi madre bajó a buscarme al instituto. Me contó que Juanjo, el tío de mis amigos de la infancia, había muerto. Esto era importante porque Juanjo vivía con ellos y yo siempre estaba allí: esos amigos eran, en realidad, hermanos de elección. Me sentó mal, pero el dolor lo sentí por dentro y no lo exterioricé. En esa época era muy de escribir, así que me salió expresarlo de manera íntima a través de la escritura. Más concretamente, le dediqué un rap.

Hablando de rap. Las siguiente muertes a las que me enfrenté fueron a mis dieciséis años, cuando uno de mis hermanos de pandilla se suicidó, o cuando el líder de mi pandilla rapera sufrió un accidente de moto. En aquel momento me quedé en estado de shock y con la mente completamente abrumada. Después de eso, sentí un vacío muy grande. Cuando pienso en esa muerte, soy incapaz de sentir nada: es más que probable que tenga mis sentimientos bloqueados. Fue una situación muy fuerte. Si me sale llorar es más por el trauma de la situación en sí que de la propia muerte de mi amigo, que también es importante.

En segundo de bachillerato, el día antes de la exposición oral del Treball de Recerca (es un trabajo de investigación que se lleva a cabo durante el bachillerato en Catalunya), mi abuela paterna murió. Yo llevaba dos años preparada para ese momento: estaba enferma de Parkinson desde muy joven, mi madre ya la había conocido así. Pero aquellos dos años estaba realmente mal: apenas podía moverse, era como un peso muerto… se comunicaba con la mirada porque no se la entendía hablando (una vez dijo «Hay una polilla» y yo entendí «Me voy a morir ya»), solo tenía dolores y más dolores físicos, pero emocionales también porque confundía lo que soñaba con la realidad y siempre soñaba cosas realmente malas. Recuerdo que estuvo un tiempo enfadadísima con mi madre porque había soñado que me gritaba y me trataba fatal. Hasta yo le dije que eso no había pasado y me contestó que yo defendía a mi madre por el amor que le profesaba.

Se suele decir que, por mucho que sepas que a alguien le queda poco tiempo de vida, nunca se está lo suficientemente preparado para el momento. Pero yo sí. Unos días antes de su muerte vi cómo entraba un cura a darle la extremaunción, en contra de los deseos de la atea de mi abuela. Eso me enfadó muchísimo y, si no eché al cura de allí, fue por no montar el numerito. El día que llamaron a casa para decirnos que ya teníamos que ir a despedirnos, fue toda mi familia. Yo fui la única que se quedó en casa –y mi hermano, que él ya vivía en Canarias–. Algunos de mi familia lo entendieron y otros no. Me dolía demasiado ver a mi abuela en ese estado. Yo sé que mi abuela me prefería en casa. Al día siguiente, paseando con mi madre por el barrio, todo el mundo la paraba para darle el pésame. Me empecé a agobiar muchísimo. Cuando nos detuvimos en el bar para tomar algo, vino la joyera de entonces, que era una mujer que decía comunicarse con muertos. Nunca sabías si iba en serio o si eran cuentos que ella misma se creía, porque no era de aquellas personas que se lucraran con ello. Vino a darnos un mensaje de parte de mi abuela. Yo no aguanté más y me eché a llorar. Quería decirle que aquel no era el momento, que se estaba pasando de la raya. Pero estaba bloqueada con tantas emociones a mi alrededor y solo encontré el llanto como vía de escape. Ella creyó que me asustó el hecho de que mi abuela estuviera allí en forma de espíritu. En fin.

Pasé el día de rigor en el tanatorio: era la primera vez que estaba allí por un familiar mío. Lo único que me salía hacer era mirar fijamente a mi abuela mientras ponía cara de póquer. No sé cómo decirlo: siento el dolor de una pérdida como un peso enorme en todo lo que es mi cara, pero no me sale llorar ni tener otra expresión que no sea lapidaria. Después de aquello, no hice nada más: el entierro fue en Granada y, por mis estudios, no pude ir. Mi proceso de duelo en este caso fue quedarme con el bastón de mi abuela y dejarlo colgando en el cabecero de mi cama. Una vez que ya pasó, pude guardarlo en el armario. Aun así, aún lo conservo.

Si os lo estáis preguntando: sí, me aplazaron la exposición oral de mi trabajo. Fue gracias a Jaume, mi tutor.

Ay, Jaume… Su muerte fue la siguiente a la que me enfrenté, cuando estaba en segundo de carrera (26 años). Creo que, si me pegan una paliza, me duele menos que esa muerte. Me lo contó una amiga que tenía en aquel entonces: me dijo el nombre, pero no sabía decirme el apellido y en el centro había dos profesores que se llamaban igual. Asumí, por las circunstancias que me comentaba mi amiga, que era el otro Jaume, a quien yo apenas había tratado. Yendo camino a la universidad en el coche con unas compañeras de clase, decidí preguntar: dos de ellas habían ido al mismo centro que yo. Cuando me confirmaron que era mi tutor, noté un bajonazo extremo, intenso y fortuito. No exagero cuando digo que estuve toda la tarde llorando mientras trataba de atender en clase. Terminé con la cara escocida. Mínimo tres horas de llanto no me las quitó nadie. Tres horas en las que, la gente que me veía, tenía reacciones poco convenientes. Recuerdo una que me dolió particularmente porque, además de inadecuada, venía de una persona a la que le tenía aprecio. «Es lo que hay. Mi padre ha sufrido tres infartos y ahí sigue». ¿«Es lo que hay»? Se me ha muerto un ser querido, ¿Qué clase de frase es esa? Y que tu padre pasara por ello varias veces y sobreviviera no le resta valor a la muerte de otro ser humano.

La muerte de Jaume es, tal vez, la peor que he llevado en cuanto a personas. No sé si creeréis que es raro, teniendo en cuenta que se me han muerto familiares y deberían afectarme más esas muertes. Yo diría: no es que me afecte más o menos, pero hay muertes más llevables que otras. En el caso de mis familiares, esa muerte tenía un sentido: una enfermedad repentina y una enfermedad degenerativa sumada a la vejez. Lo de Jaume fue de forma abrupta, inesperada. Un hombre joven que hacía pocos meses se acababa de jubilar. También se le sumó un sentimiento de frustración por dos razones:

La última vez que lo vi, hacía un par de años, quedamos en que un día deberíamos vernos para ponernos al día. No es que tuviera una relación de amistad con él, pero cuando yo llegué al bachillerato era como un animalito herido que necesitaba sanación emocional urgente. Y él jugó un papel importante en eso, por lo que siempre tendrá un rinconcito especial en mi corazón. Esta conversación nunca llegamos a tenerla. Lo que me llevó a la siguiente razón por la que sentirme frustrada: en aquellos meses yo estaba realizando un trabajo autobiográfico para la universidad en el que el profesor nos instó a contactarnos con todos los profesores y maestros que habíamos tenido a lo largo de nuestra vida para que nos hablaran de cómo nos recordaban. Murió sobre esas fechas. Si tan solo hubiera ido al instituto un par de semanas antes para que alguien me diera su correo, quizá hubiera conseguido el testimonio de Jaume. Sé que me tenía en muy buena consideración, pero no es lo mismo saberlo que el hecho de que él te lo diga con sus palabras más exactas. Esa es una espina que nunca me podré sacar y duele mucho.

En la entrada del instituto pusieron una libreta para que la gente escribiera dedicatorias y firmara. A mí me lo contó una profesora a la que fui a visitar, así que, mientras ella iba al lavabo, quedamos en que yo le iba a escribir. Agarré el bolígrafo, me agaché dispuesta a dejarle algo bonito a su familia… pero de repente me bloqueé. Si intentaba pensar en algo que decir, me entraban ganas de llorar. No me sentí capaz, se me estaba viniendo el mundo encima. Días después, cuando me calmé un poco, me arrepentí de no haber escrito nada. Pero es que, simplemente, no podía. Fui incapaz, era como si tuviera un muro ante mí. Fue muy duro al principio. No me hacía a la idea y, cada dos por tres, me parecía verlo por la calle. Esto es algo que, hablando con otro profesor de allí que, además, era muy amigo de él, estuvimos comentando: a él también le pasaba mucho. Un par de meses después, cuando terminé la autobiografía, decidí que se la dedicaría con un escrito. Era mi manera de atravesar el duelo y de rendirle homenaje. Y lo conseguí. Además de eso, también le escribí un poema –que no es mi fuerte, pero me salió así–. Hasta hace bien poco todavía lloraba o me emocionaba cada vez que me acordaba de él. Es más: escribiendo todo esto, confieso tener un nudo en la garganta.

Al mes siguiente de morir Jaume, también lo hizo mi abuela materna cuando le faltaba poco más de una semana para cumplir los noventa y tres. Sucedió un 2 de abril. El día anterior habíamos estado en su casa y, al despedirme de ella, al oído me dijo: «Buf. Se me escapan las ideas». Por la mirada que me echó, parecía que me estaba queriendo decir algo más. Me puse alerta, aunque no pensé que fuera a suceder de manera tan inmediata. Y no os voy a engañar: el 2 de abril es el Día Mundial de la Concienciación del Autismo, así que estaba muy centrada en mis cosas. Pues ese día lo pasé en el tanatorio. Allí yo no derramé ni una sola lágrima. Mi forma de llevar el duelo, en este caso, fue entrar a ver a mi abuela y, cuando estaba a solas con ella, cantarle bajito canciones de Antonio Molina, que a ella le encantaba. Todo el mundo fuera de la sala llorando y abrazándose y, mientras tanto, yo: «Soy minero y templé mi corazón con pico y barrenas» o «Cocinero, cocinero, enciende bien la candela y prepara con esmero un arroz con habichuelas» mientras le sonreía.

Al día siguiente fue el entierro. Yo nunca había asistido a ningún funeral: para el de mi tío Josep mis padres consideraron que era muy pequeña; el de mi abuela paterna fue en Granada y no pude ir. Tras la experiencia con mi abuela materna, me prometí a mí misma que no volvería a ir a otro funeral. Y de momento lo estoy cumpliendo, si bien es cierto que, aun habiendo vivido muchas muertes, ninguna ha sido tan cercana.

¿Por qué digo lo de los funerales? Se hizo primero la misa. Mientras la misa duraba, por ahí andaban dando vueltas los de la funeraria con sus papeleos e historias, frivolizando la situación y ni siquiera dejando escuchar adecuadamente lo que el sacerdote decía. Que será su empleo, pero podrían elegir momentos mejores. Tal vez antes de empezar hubiera sido más adecuado si tanta prisa les corría. Para colmo, yo estaba cerca de la puerta, así que me estaba enterando de todo lo que hablaban entre ellos y empezó a crecer por dentro un sentimiento de rabia por tanta hipocresía. Aunque, también os diré: para lo que decía el sacerdote, no sé qué hubiera sido mejor. Nos leyó la «Parábola de las diez vírgenes» que, sí, está relacionada con la muerte y el encuentro con Dios, Jesús o quien sea. Pero, en serio, ¿no había algo mejor que leer una historia sobre diez mujeres y sus aventuras con lámparas de aceite para encontrarse con «su novio»? Me he criado desde el parvulario hasta la secundaria (incluida) en un colegio católico. Por mis vivencias allí, reconozco tenerle cierta rabia al catolicismo. Pues no necesito demasiado para enrabiarme en una situación así. No es una parábola bonita sobre la muerte, es una parábola que te exige que te prepares para cuando Dios venga a buscarte y que, si viene y no estabas preparada, literalmente –y perdón por la expresión– te jodes. Encima tratando al ente en cuestión como su novio. Lo siento, pero me genera mucho rechazo. Y así fue como me sentí durante la misa de mi abuela. Solo derramé un par de lágrimas cuando oí a mi hermano, que estaba a mi lado, sollozar y lo miré: estaba llorando mucho y mi hermano no es una persona con ese tipo de facilidad. Por contagio emocional, se me escapó alguna lágrima, pero no llegué a llorar. A la que le giré la cara, paré. Durante la misa, también hubo un momento de lectura y música que preparó mi primo mayor. Que yo no llorara la muerte de mi abuela no quiere decir que no estuvieran pasándome cosas por dentro, así que, la rabia que tenía acumulada más mi perfeccionismo, en aquel día me volvieron una persona muy quisquillosa. Mi abuela, siempre que le dabas un beso, te pedía otro: «Dame otro, que me daleo», decía. Mi abuela era analfabeta y hablaba mal. Dalearse era ladearse. Quería que le dieras un beso en la otra mejilla para poder ir derecha, equilibrada. Mi primo, en su discurso recordándola, cambió la frase por «ir de lado» para que quedara bien. Personalmente, no me gustó. Esa no era la esencia de mi abuela. Y la música que decidió fue la canción «Imagine» de John Lennon. Una canción en un idioma que mi abuela no dominaba y que empieza hablando con crítica de lo que los creyentes llaman cielo e infierno. A mi abuela, que era tan creyente ella, incluso si estaba en contra de los curas. En esos momentos recuerdo que me molestó mucho. Ahora mismo, en retrospectiva, diría que no es tan sencillo redactar un escrito y buscar una música de manera tan improvisada y con urgencia. Desde mi empatía y mi lógica lo comprendo perfectamente. De hecho, en cuanto a la música, a mi abuela le gustaban sobre todo Lola Flores, Antonio Molina y Manolo Escobar. Aunque una canción tan alegre sea tentadora para animar un poco el momento, entiendo que socialmente la mayoría no está preparada para hacer algo así. Pero en ese momento no estaba ni para empatías ni para lógicas. Solo pensaba en mi abuela.

Cuando la misa terminó, todo el mundo se quedó sentado en su banco, mirando hacia el pasillo, observando cómo los familiares principales íbamos con caras largas en procesión, uno detrás de otro saliendo del recinto. Gente observando el dolor ajeno como si fuera un espectáculo –aunque no lo disfruten–. ¿En serio a nadie le rechina todo esto? ¿En serio a la gente le parece bien? Yo es que me enervo, lo siento. Solo de recordar toda la misa mientras escribo, me suben todos los males.

La puntilla final surgió cuando subimos al cementerio. Toda la familia en semicírculo, rodeando el cubículo donde metían a mi abuela, mientras observábamos a trabajadores llenar el hueco de cemento y colocar la lápida. Con perdón para el que lo vea bien, no quiero faltarle al respeto a nadie, pero para mí se siente igual que si observaras con atención a un albañil pegando ladrillos con cemento para construir una casa. ¿Que el significado no es el mismo? Ya. Pero toma distancia y piénsalo. Siento que es mejor dejar que la gente trabaje tranquila y luego ya volveremos cuando esté todo listo. Es mi humilde punto de vista y, obviamente, nadie tiene por qué compartirlo.

Estas son las muertes más reseñables que he vivido en cuanto a seres humanos. Y, aunque sé que me estoy alargando más que nunca, me parece necesario hacerlo, sobre todo cuando recuerdo a aquellas personas que me han dicho que necesitan saber al detalle todo lo que pienso y siento para entenderse a sí mismas o sus familiares autistas.

Intentaré ser breve para lo que sigue, pero no prometo nada. Antes de acabar con esta entrada, voy a hablaros de la muerte con respecto a los animales.

Yo llevo muy mal eso de perjudicar a un animal. A veces he matado a un mosquito y me he sentido la peor persona del mundo, me dura la pena por bastante rato, incluso si es intencionado –los mosquitos me pueden–. Cada vez que mato algún insecto accidentalmente, me siento mal, me entra la idea en bucle de que soy una asesina. Será un insecto o bicho, pero, ¿Quién soy yo para decidir sobre su vida? Ser así no le resta más valor que si fuera un mamífero. Lo que pasa es que empatizamos más con los mamíferos por similitud. Nada más.

He tenido varias mascotas, pero he vivido la muerte de tres de ellas. La primera fue la de Delfy, un hámster que me regaló una examiga de mi madre para la comunión. De repente, un día, fui a verlo a través de su jaula y ya no se movía. Entonces recordé que no tenía ninguna fotografía suya. Lo que vais a leer igual es un poco tétrico, pero agarré la cámara de mi madre –de aquellas de antes, de las de carrete– y le hice una foto a ese bicho. Así que tengo una foto de Delfy muerto, sí. En su jaula sin abrir porque no se me ocurrió que, para que se viera bien, debía abrir la jaula. Es un poco raro, lo entiendo. Pero para mí las fotografías siempre han tenido mucho peso y, en aquella época, no era tan fácil hacerlas como lo es ahora, ni yo tampoco tenía muy claro que ese tipo de cosas no se hacen.

La siguiente fue la de Melville, un periquito, de aquellos amarillos con barriguita verde, que tuve varios años conmigo. Me pasaba horas con él haciendo música: él piaba y yo silbaba con cierto ritmo. Me fui de vacaciones con mi tía y, cuando volví, ya no estaba. Mi madre me contó cómo sucedió. A mí me agarró angustia, pero supongo que, al no vivenciarla de cerca, no me afectó tanto a nivel emocional. Fue más una necesidad de guardarlo en mi memoria. En este caso ya era un poquito más grande y no eché en falta no tener fotografías de Melville.

Después tuve un par de peces, pero no me detendré a hablar de ellos porque menudo trauma. No creo que vuelva a tener mascotas, pero, si volviera a tener, desde luego no escogería peces. Ahí lo dejo.

La última mascota que tuve fue Shiro, mi gato. Qué deciros de él. Estuvo once años conmigo. No sabéis el bien que le hace un animal de compañía a una persona autista. El vínculo que yo establecí con Shiro me ayudó muchísimo a nivel socioemocional. Y era un vínculo fortísimo e intenso. Era mi compañero, mi amigo. No hablaba en el lenguaje humano, pero sí sabía hacerse entender y comunicarse como nadie. Y me trataba y me cuidaba mucho mejor que otras personas.

Tengo el martes, 13 de octubre de 2020, marcado a fuego en mi memoria y aún a día de hoy me hago un poquito responsable de su muerte. Fue un día muy traumático. Algunos de los que leéis este blog también sois amigos míos y lo sabéis, pero para el que no lo sepa: Shiro murió cayendo de la ventana de mi habitación de verano. Vivo en un quinto piso. No hace falta decir más. Nos pilló a mi madre y a mí en casa, ella bajó a buscar al gato para que no lo hiciera yo, pero a mí me tocó llamar por teléfono a mi padre, que estaba en el bar de justo en la calle donde cayó Shiro, en medio de un ataque de ansiedad de los grandes, como hacía años que no tenía, y con dificultades para hablar. Cuando mi padre fue, el minino todavía estaba vivo, pero estaba en sus últimos momentos de vida. En el trayecto hacia el veterinario murió. Yo me quedé en casa comunicando la noticia a aquellos que lo conocían y me repetía en voz alta en bucle: «Shiro está muerto» como intentando hacerme a la idea. Pasó todo en menos de diez minutos.

No os diré que duele como al principio, que incluso llegué a pensar que no lo superaría nunca. Pero sigue doliendo. Y quiero que así sea. No quiero olvidar cuánto duele. Me he emocionado mucho mientras escribía sobre él y quiero que me siga transmitiendo todo este tipo de emociones, incluso aunque duela. Lo prefiero. No sé qué pasará en un futuro, pero, por ahora, de vez en cuando voy teniendo sueños con él. A veces agradables, a veces tristes, pero ahí sigue. Conmigo en mi día a día, recordándolo cuando tengo ocasión.

RESUMEN

En resumen, para acabar con esta entrada tan larga:

Una persona autista experimenta el dolor a la pérdida. Socialmente lo que está más aceptado es llorar. De lo contrario, la percepción que tendrán de ti es de una persona fría. Pero no es así. De hecho, ni siquiera hace falta ser autista para que alguien no llore una pérdida. Es más: como ya habéis visto, depende del momento, las circunstancias y la persona de que se trate, la persona autista sí que llorará esa muerte. Hay muchas formas de sentir el dolor y de procesar el duelo. Todas igual de válidas.

Para mí como persona autista, igual me viene mejor desviar la atención hacia detalles muy concretos que recuerden a esa persona fallecida, como lo de mi tío y el Real Madrid. O también prefiero tener la sensación de sentirme acompañada por la persona que ya no está, como cuando dormía con el bastón de mi abuela paterna en el cabecero de la cama; o prefiero complacerla incluso aunque esté muerta como mi abuela materna; o escribirle algo, como a Juanjo o a Jaume; o, simplemente, retener imágenes de esa persona en mi memoria, como en el caso de Pepito. Entre otras cosas que no recuerde o que no haya experimentado todavía y que estén ahí. En lo personal, prefiero tomarlo de esta manera y dejar que otros lloren: así yo me siento capacitada para ir abrazando a quien lo necesite y me mantengo sobria para escuchar y atender a quien necesite desahogarse.

Pero eso no significa que no sienta la pérdida o que mi manera de procesarla sea inmadura y/o infantil. En algunos casos, hasta a la gente le parece que no sufro, que me da igual todo. No es así. La vivo diferente, sin más. Una manera tan respetable como la tuya, aunque a ti no te guste o aunque tú la juzgues desde tu criterio neurotípico. Y por experiencia, hasta te diría que, al tener tanta intensidad emocional, es más que probable que la sienta más que el neurotípico promedio que te crea el Danubio en un momento mientras se da golpes en el pecho (no es una crítica, por favor, que nadie lo tome a mal: es solo un poco de sátira para añadirle algo de comicidad a esta triste entrada).

Solo pido que tengáis eso en cuenta para cuando viváis una muerte de cerca con una persona autista: si no reacciona como esperáis, no le hostiguéis, porque tiene su propia manera de vivirlo. En lugar de eso, preguntadle cómo se siente, cómo lo está viviendo y qué puedes hacer por esa persona. Agradecemos más el apoyo que los reproches o los prejuicios, como todo el mundo.




Comentarios

  1. Esa rabia ke sientes cuando alguien hace algo ke consideras como una traición o como una manipulación de la historia de esa persona ke ya no está ni estará,o ante los discursos del cura ke ni te consuelan ni compartes, esa sensación de encontrarte ante algo absurdo o desagradable porke al fin y al cabo en los tanatorios, en los funerales.. hay mucho de social, esas reacciones raras para los demás ante la muerte. Siento tanta empatía con tus sensaciones y sentimientos ante todo eso.. porke lo he vivido en la muerte de mis tíos. Mi padre no kería ni funeral (lo dejó por escrito para ke no hubiera discusión, siempre hay algún vivo ke con su ""mejor intención"" no respeta la memoria de los ke ya no se pueden defender) ni reuniones sociales de tanatorio.. el día ke faltara así ke por lo menos en ese sentido nos libró de algunos malos ratos. En cuanto a los animales soy muy sensible a la picadura de moskitos, me salen unos ronchones gigantescos pero me da penita ke los maten y les doy gustosa una gotita de mi sangre desde ke me enteré ke la hembra lo hacía por su bebé, así ke tengo mi pomada a mano y ya está, con los gatos mucha más porke he convivido mucho con ellos y nos comunicamos y entendemos mejor, al moskito no lo entiendo bien jeje. Agradezco un montón el esfuerzo ke haces y aunke no siempre comente antes o después en algún momento te leo, me encanta como estás llevando el bloc, todos los temas son interesantes y aunke sean largos los artículos a mí me resultan amenos por tu forma de escribir y muy necesarios. Espero ke tú disfrutes haciéndolo y te haga sentir bien tambi´len

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    1. Creo que es nuestro pronunciado sentido de la justicia, Carmen. No podemos con lo que nos parece injusto, es algo muy marcado en el autismo.
      Me alegra que se respetara la voluntad de tu padre... Gracias por contarlo :).
      Claro, a mí lo que me molesta de los mosquitos no es tanto que me piquen. Las picaduras son molestas, pero supongo que pensaría lo mismo que tú. Mi problema es el sonido. Saber que está ahí porque no para de zumbar, me da mucha ansiedad. Ya te digo, me saca de la habitación, termino yéndome al sofá hasta que el maldito me viene a buscar. Y aún da gracias que no me pasa nada, que de pequeña me daban ataques de ansiedad incluso. Yo siempre decía que los mosquitos me daban pánico.
      ¿Verdad? Con los gatos nos entendemos mucho. No hace mucho leí por ahí que el cerebro autista es muy afín con el de los gatos. Igual es por algo así.
      Sé que me lees, no te preocupes. Agradecida estoy yo de que me leas siempre :). Y si no se te da por comentar, no estás obligada. Hay gente que no me dice nada en el blog y me lo dice por Twitter, o gente que directamente no me dice nada. Tú tienes mi correo, así que, cualquier cosa que se te ocurra y no la quieras comentar en público, ya sabes que puedes hacerlo.
      Muchas gracias por tus palabras, en serio. A mí sí, me gusta escribir en el blog. Me cuesta a veces sacar un tema, porque a lo mejor pienso en algo que debería hablar y de eso justo en ese momento no me apetece, entonces a ratos es complicado mantener cierta regularidad. Pero ves que de momento estoy cumpliendo. Siempre hay algo que me inspira, incluso si son temas muy concretos como este, que igual no están tan directamente relacionados con el autismo. Pero es que la comunidad autista de Twitter es enorme y se hablan de muchos temas, entonces miro muchas veces y, cuando se comentan cositas así muy concretas, son las que más me inspiran para hablar. Funciono un poco así, jajaja.

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    2. ah eso no lo puedo soportar y mira ke mi dormitorio da a la calle y duermo con los ruidos y las conversaciones y los borrachos cantando pero el ruidito de los moskitos cerca del oido es terrible y me pone muy nerviosa, kiero ke me pike rápido y acabar con eso, hago lo mismo, me voy de mi cama al sofá o incluso he llegao a dormir en el suelo si el sofá estaba ocupao antes ke escuchar ese ruidito ke me provoca hasta ganas de llorar.
      Cierto, desde chica veía ke tenía mucho en común con los gatos, por eso los entendi rápido.Me encanta cómo estás llevando el bloc. Gracias a ti por todo
      Carmen

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  2. Uy, no sabía lo de Shiro. Lo siento mucho...

    Nadie tiene derecho a opinar o sacar conclusiones de cómo se siente otro en situaciones así a base de ver su reacción y lo poco o mucho que exterioriza. El sentir de una persona solo lo sabe esa persona y, ante lo tormentoso de la muerte, quizá ni la misma persona sepa lo que siente. Como suele decirse, hay procesiones que igual van por dentro y por fuera uno puede parecer una piedra.

    Al haber ido también a escuela católica, y ya sabés que pensamos lo mismo en todo eso, no puedo decir más que entiendo muy bien lo que expresaste sobre la misa, los de la funeraria o luego el entierro.

    Súper detallada la entrada, genial como siempre, y en un tema muy delicado.

    ¡Te dejo un gran abrazo!

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    1. Tenés toda la razón. No puedo decir nada más, aplaudo tu discurso.

      Gracias por lo de Shiro :).

      ¡Un abrazo!

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