Me vais a disculpar que hoy venga a explicaros una historia larga sobre mí, pero es que necesito hablar de algo que me irrita bastante y que, creo, es muy importante comentar.
Si
hay algo que me molesta particularmente de la gente es la opinión que vierten
sobre las capacidades de los demás delante de la persona en cuestión, sin
ningún tipo de miramiento, sin pensar en que pueden ocasionar cierto daño. Da
igual que no te importe lo que piense la gente de ti, porque, aunque no hagas
caso, los discursos van calando lentamente en tu mente, de forma inconsciente.
A este tipo de cuestiones se está siempre indefenso, por más escudo que te
pongas. Si, por ejemplo, creces escuchando que eres inútil, por más que luches para no sentirte así, en algún momento sí te sentirás de esta manera. Cuando eres autista y lo saben o lo sospechan, la situación todavía se
agudiza más.
He
crecido siempre escuchando preguntas del estilo «¿Podrás?» «¿Serás
capaz?»
«¿Por
qué no pruebas mejor otra cosa?» «¿Estás segura?». Porque sí, parece
que el resto sepa mejor que tú qué es lo que te interesa o te conviene. O lo
que puedes o no puedes hacer. Y, si te opones a ese pensamiento, parece que es seguro al cien por cien que vas a cometer un error, que vas a fracasar.
Nunca
me han puesto unas expectativas adecuadas. Siempre han sido, o muy bajas, o muy
altas. ¿Sabéis cuál es el problema de esto? Que a los de las expectativas bajas
los sorprendo demasiado y los de las expectativas altas se van decepcionando
cada vez más al no ser yo lo que esperaban ellos. Y no, ni yo ni nadie hemos
venido a este mundo a cumplir con las expectativas de los demás. Si acaso, con
las nuestras propias. No tenemos que rendirle cuentas a nadie, solo a
nosotros mismos.
Y
las personas autistas podemos, claro que podemos. Hemos crecido esforzándonos
como nadie en absolutamente todo, hemos caído y nos hemos levantado infinidad
de veces, hemos llorado, pero hemos mirado a los problemas de frente y les
hemos plantado cara. Como cualquier persona, claro, pero en nuestro día a día
nos tenemos que esforzar más que cualquier persona neurotípica. Cierto: a veces
no podemos. Pero no por ser autistas, sino por ser personas, porque todo el
mundo en algún momento no puede. No por ser autistas se nos va a exigir siempre
que seamos más. Pero a veces sucede; o lo que es peor: que por ser autista sobreentiendan que todo te va a costar más o que hay cosas que no vas a ser capaz de hacer. Y todo esto, mientras algunas personas nos han ido penalizando
nuestras dificultades.
Mi historia escolar es bastante triste, algunas personas que me leen ya lo saben. Machacada desde el primer año de infantil hasta la secundaria, incluida. Por compañeros, sí, pero sobre todo también por el profesorado. Aparte de las posibles conductas denunciables que tuvieran, si me ciño exclusivamente a las expectativas y a las capacidades, podría decir que las expectativas puestas en mí siempre fueron bajas. Mi colegio era bastante elitista y por el estatus socioeconómico y cultural de mi familia ya me tenían algo estigmatizada, pero al conocerme, me dieron rápido por perdida. Cuando a una persona, tan pronto como puede ser en la educación primaria, le pones etiquetas, condicionas su aprendizaje. A muchas personas autistas nos pasa que, más que aprender en el colegio, lo que hacemos es aprender de manera autodidacta. ¿Significa eso que no somos capaces de aprender? No. Significa que la escuela no está adaptada a nuestras necesidades. Pero, desde el sistema, la incapacidad está en nosotros. Así que creces escuchando que no vas a ser capaz de esto o aquello, vives momentos en los que desconfían de ti y no te dejan hacer o decir determinadas cosas expresando abierta y públicamente que no te ven capaz y que creen que vas a meter la pata. A todo este discurso constante se le añaden anécdotas en las que, como decía en el párrafo anterior, se nos penalizan nuestras dificultades. Yo, por ejemplo, siempre he tenido problemas a nivel motriz. En infantil me castigaron por no saber ponerme la bata, por equivocarme escribiendo una letra una profesora me pegó un bofetón, por ir más lenta me humillaban... En primaria, un poco más de lo mismo, con muchos más agravantes de los que no viene al caso hablar. Si tú a una persona la bombardeas constantemente con el mensaje de que es incapaz de hacer ciertas cosas y, para colmo, resaltas sus dificultades como algo terrible que debería ser penalizado, extirpado, lo que le estás transmitiendo es una herida mucho mayor. Porque a mí hasta me machacaron porque no aceptaban mi personalidad.
En sexto de primaria, yo estaba ya tan hecha polvo, que ni fuerzas tenía de empezar la
secundaria. Desde tercero ya me habían colocado la etiqueta de futuro fracaso escolar.
Nadie daba un duro por mí, como se decía antaño. Es desolador que a una persona la den por perdida desde su tierna infancia. Es increíble la fuerza de voluntad que saqué, porque en estas circunstancias, lo más sencillo era caer en el pozo y no salir.
Pero en
esa situación, entré en secundaria. Evidentemente, toda la ESO la fui superando a trompicones. De hecho, repetí
primero. Toda esta etapa, por supuesto, seguí arrastrando la etiqueta de futuro fracaso escolar. Pelear contra eso es muy duro, os lo aseguro. Porque las
expectativas que el profesorado pone sobre el alumnado influyen en los
resultados del mismo. Que una persona quiera un resultado distinto al que le
imponen, aunque sea inconscientemente, no es un obstáculo sencillo de superar. Entre otras cosas porque vas acumulando a diario más dificultades para ponerte al día y seguir el ritmo. En otras palabras: tus capacidades se van limitando cada vez más... y todo por culpa de las expectativas vertidas en ti. Aún
recuerdo la preciosa reunión que tuve con mi tutora de cuarto:
― Si te sacas la ESO, que eso no creo, pero… ya veremos,
¿Qué harás?
― Bachillerato.
―
¿Bachillerato?... ¿Qué bachillerato?...
― Humanístico.
― Claro,
es que los sueños son muy bonitos, pero la realidad es otra.
Vaya,
pues gracias por confiar en mí. Si ni mi tutora me da un voto de confianza, a
ver quién me lo va a dar.
Yo
era de las que, cada año, tenía que recuperar seis o siete asignaturas. Contra
todo pronóstico, me gradué. El día de la graduación hablé con la directora, que
fue mi profesora de geografía e historia en tercero y cuarto. Cuando se enteró
de que iba a estudiar el bachillerato humanístico, me dijo: «Ahí
se da mucha historia, ¿eh?». Su asignatura era de las que peor llevaba. No me creía
capaz de superarla en bachillerato. Porque es más fácil pensar que Marta no
tenía capacidad que creer que, tal vez, algo estabas haciendo mal con tu
alumna.
Estaba
tan marcada por mi experiencia en el colegio que, cuando me cambié de instituto
para estudiar bachillerato y el profesorado me decía que yo era buena
estudiante, creía que me estaban queriendo tomar el pelo. Superé el
bachillerato también. Con ciertas dificultades, pero lo hice. Me presenté al
examen de Selectividad superando casi medio punto mi nota media del
bachillerato, que no era muy alta, pero sí se notaba cierta mejora. Y fui a la universidad.
La
licenciatura fue una de esas experiencias con las que no pude. Soy un ser
humano, al fin y al cabo… y un golpe de realidad es que, si llevas toda una
vida sin técnicas de estudio, es muy difícil adaptarte al ritmo universitario.
Salió bien en la secundaria y en bachillerato porque con esfuerzo se podía
llegar. Pero en la universidad con el esfuerzo no basta: los que la hemos
pisado, sabemos que es un mundo bastante cruel.
Abandoné los estudios. Uno tiene que ser consecuente consigo mismo y entender cuándo es el momento de retirarse. No estaba preparada aún para eso: necesitaba madurar un poco más y buscarme un poco a mí misma, porque me habían estado anulando por demasiado tiempo. Y fue en mí en quien me enfoqué. Estuve tres años estudiando teatro y de voluntariado con la Cruz Roja. En los estudios de teatro, mis profesores no me bajaron nunca el listón, pero tampoco me ahogaron en la expectativa: supieron ver mi potencial y me exigían lo que ni siquiera yo veía que era capaz de lograr. Pero me ponían metas realistas y me dirigían perfectamente. Esto fue un gran subidón para mi moral dañada por ese pasado. En el voluntariado encontré la que sería mi profesión. Es curioso, pero una de las pocas cosas en las que yo siempre había dicho que no me veía capaz era precisamente ser docente de infantil. «Vale que se me den bien los peques, pero no es lo mismo cuidar a dos o tres que educar a treinta», decía. Hasta que en el voluntariado me vi con cuarenta, de familias migradas y de edades diferentes. Ahí descubrí toda mi pericia y mi pasión, no solo observada por mí: mi jefa era una educadora jubilada que me instó a estudiar algo relacionado con la Educación. Que tengo alma de educadora, me dijo. Y a una compañera, que después vino y me lo chivó, le comentó que le daba pena que me marchara del voluntariado porque a ella le suponía una gran pérdida, pero que estaba feliz porque el mundo de la Educación ganaba una educadora excepcional. Después de haber pasado por un cuadro depresivo creyendo que no había futuro para mí, encontré una meta, algo que se me daba bien y que me gustaba mucho. Y, aunque no fuera del todo importante, todo el mundo a mi alrededor me creía capaz, lo cual aprecié en unos momentos tan emocionalmente delicados para mí. Me enfoqué en ello y fui a por todas, convencida de que ese era mi camino y que, había tardado, pero por fin había dado con él.
Como mi Selectividad fue previa al Plan Bolonia y ahora se evaluaba de manera distinta, no podía entrar directamente a la universidad. Tenía tres opciones: repetir la Selectividad, cursar un grado superior y entrar por esa vía o esperar a cumplir los veinticinco y hacer el examen de acceso para los de esa edad. Elegí la segunda opción y me metí en un grado superior. Educación Infantil, por supuesto. Fueron dos de los años más felices de mi vida, pero también tuve gente que me cuestionó. «Por tu forma de ser, no deberías estar aquí» o «¿Estás segura de que este es tu lugar?», refiriéndose a una idiosincrasia autística de la que no hablamos abiertamente en ningún momento. Es decir, que, por ser autista, mi capacidad como futura docente estaba en tela de juicio. Cuando me recomendaron estudiar en la universidad y se enteraron de que seguiría estudiando alguna carrera de Educación, algunos se llevaron las manos a la cabeza e intentaron disuadirme: «¿Y por qué no vuelves a estudiar Psicología?» o «Se te da bien escribir y te gusta, ¿por qué no mejor estudias Periodismo?». Pero si algo me ha caracterizado siempre es que tengo las ideas muy claras. Daba igual lo que me dijeran, con firmeza y determinación yo contestaba que no, que mi lugar estaba dando clase. Las caras que me ponían en respuesta eran para grabarlas. Una vez más, estaban poniendo en duda mis capacidades. Gente que no me había visto en acción con alumnado. Y todo porque sabían que era autista y el estereotipo autístico no les entraba en el esquema de la docencia. Muchísimas personas autistas son docentes. No lo sabéis, ni probablemente lo sepáis nunca, porque tenemos la obligación de ocultarlo si queremos preservar nuestro puesto de trabajo. Solo recordaros eso.
Estando
en la universidad de nuevo, en la carrera de Educación Infantil, los profesores
no me pusieron en duda en ningún momento. Al contrario: la mayoría tenía comentarios de aliento y me apretaban las tuercas cada vez que superaba otro escalón, porque veían que podía. Para mí, eso es confiar en mis capacidades, así que doy las gracias a aquellos profesores que apostaron por mí. Mis prácticas de primero fueron
observacionales y muy cortas. Al parecer, a mi tutora de la escuela no le
pareció bien que fueran solo de observar y se lo contó a la jefa de estudios
mientras a mí me ponía buena cara y me decía que todo estaba bien. Pero la jefa
de estudios llamó a mi tutora de la universidad para decirle que no me veían
como docente, que les preocupaba porque me veían muy parada. Aparte de lo
desubicada que era la situación, decidir si una persona es capaz o no es capaz
de ser docente cuando está en primero de carrera y cuando la has visto,
literalmente, ocho días, de los cuales has estado muy poquitas horas con ella
porque casi siempre estaba con especialistas, es ser muy caradura. Por suerte,
mi tutora de la universidad me conocía bien y me defendió. Como le dije: «Tus
instrucciones fueron claras: que no actuáramos por nuestra cuenta porque
nuestra tutora de aula se podía enfadar. Si la mía quería que yo participara en
clase, solo tenía que pedírmelo, como así lo hizo en la clase de arte que me
hizo liderar. Yo estuve feliz de poder actuar, pero si eso es lo que quieres y
no me das el espacio, ni me lo comunicas, yo adivina no soy. Iba allí a
observar y eso es lo que hice, mientras ayudaba a los alumnos que me lo pedían».
Y, claro, gente, soy autista: si me das unas instrucciones, no me voy a salir
de ahí, no vaya a ser que meta la pata, a menos que la persona que se encargue
de mí me diga lo contrario. Y, sinceramente, creo que eso lo haría cualquier estudiante de primero, porque es su primera experiencia y va sin saber cómo funciona el mundillo de su futura profesión. Eso no me hace menos capaz. Ni a mí, ni a nadie que se dedique a la docencia en el futuro.
En
segundo no hice prácticas porque me las convalidaron gracias al voluntariado.
En tercero sí que tuve unas prácticas de verdad, en una clase complicada de P5
(5 años). Fue una de las mejores experiencias de mi vida y mi tutor, que al
principio también tenía sus dudas sobre mí, acabó diciéndome que no hubiera
podido sacar a esa clase tan difícil adelante si no hubiera sido por mi ayuda. Que
fui un apoyo fundamental para él y que me iba a echar de menos. Me dio las gracias y me pidió perdón. Yo le
dije que al principio iba cohibida porque su instrucción fue: «A
mí me gusta la gente participativa y que me ayuda… pero tampoco te pases,
porque este es mi territorio, no el tuyo» y eso es terriblemente confuso, porque mi
límite y su límite podían distar mucho y hasta que no lo conocí bien, no supe
dónde estaba el que él pedía, como así fue. Me dio la razón. A veces no es una
cuestión de falta de capacidad, sino de precisión o comunicación. A menudo, eso que percibís como falta de capacidad es, simplemente, vuestra falta de comprensión hacia la persona que tenéis delante. Da igual si es autista como si no lo es. Pero, claro, si eres autista, como ya te perciben de base como un bicho raro, pues todo se complica.
En cuarto, la primera semana de prácticas cometí un error no demasiado importante, pero la
tutora dejó de tenerme como persona en prácticas de docencia para pasar a
usarme como su secretaria, así que no aprendí nada más allá de lo que pude
cazar observando, porque no me dejaba casi ni interactuar con el alumnado. Es
decir, que, por un fallo anecdótico de primera semana por no saber el funcionamiento del aula, dejó de confiar en mis
capacidades. El sistema neurotípico a veces es excesivamente exigente con las personas, ¿no creéis?
Y con este
bagaje tan malo, empezaría yo a trabajar de docente en el futuro. Lo siento
mucho, pero lo mío no es por falta de capacidad y sí tienen mucho mérito todos
mis logros teniendo en cuenta lo poco que me dejaron aprender.
Pero
esta situación no me pasó solo con los estudios. En la adolescencia mi
personalidad estaba ya muy marcada por todo esto, ya que se extrapolaba también
a cuestiones cotidianas nimias del día a día. Así que en el ámbito deportivo
no iba a ser menos. Cuando hacía taekwondo y no me salían las cosas, me
sobreesforzaba, me machacaba mucho. Porque el sobreesfuerzo es la consecuencia directa de querer salir adelante a toda costa y demostrarte a ti mismo de lo que eres capaz. Mi maestro siempre se enfadaba muchísimo
conmigo por esta razón y me gritaba que no lo hiciera, pero yo no podía
evitarlo. Tenía quince años. Recuerdo el examen a cinturón naranja, en el que
ninguno de los demás se sabía bien ni el segundo ni el tercer pumse –combinación
de posturas de ataque y defensa–. Yo sí me los sabía. El maestro me exigió una
explicación y yo no me corté: «Tú no nos los enseñaste, así que me
tuve que buscar la vida de cara al examen. Los he aprendido en casa, viendo
vídeos por internet». Se enfadó mucho, pero no le quedó más remedio que
aprobarme. Somos así: si tenemos que hacer algo, lo vamos a hacer si hace falta
sacando recursos de donde no los tenemos. Y, si fracasamos, como a cualquiera
le podría pasar, no será por no haberlo intentado por todos los medios.
A
los veinte me pasé al hapkido y nunca me olvidaré del examen a cinturón
naranja. Me presenté allí ya con un shutdown tan fuerte que hasta fiebre me
entró. Hice todo lo que pude. Cuando terminó el examen, nos sentamos
para recibir los comentarios del maestro. Al llegar a mí, me miró y me dijo: «Marta,
sinceramente. Estoy muy gratamente sorprendido. Estuve a punto de no convocarte
para el examen, pensando que no estarías preparada por cómo te veía en las
clases y tal. Pero lo cierto es que has superado mis expectativas con creces y
has hecho un mejor examen que el anterior. Yo la verdad es que estoy flipando. Felicidades».
Pues menos mal que me dio la oportunidad. Imaginaos que no me la da, cuando sí
que me la merecía. Yo ya soy consciente de dónde flaqueo, pero eso no significa
que no me esfuerce en ponerle remedio. Es más: después de aquel examen que
realicé, casi inconsciente, febril y en medio de un shutdown, llegué a mi casa
subiendo los cinco pisos del edificio donde vivo y, al entrar por la puerta,
caí desmayada en el sofá. Hasta ese punto llegamos. Las personas autistas
siempre nos ponemos al límite y esto es en parte por culpa de la sociedad, que nos obliga a tener que demostrar más que otras personas de lo que somos capaces.
Como
consejo: es mucho más fácil preguntarle a la persona si se siente capaz que
asumir por tu cuenta si lo es o no, si está preparada o no, o hacerle preguntas con la intención de hacerle cambiar de idea o de que os dé la razón. Sea cual sea la
situación. No sabéis el daño que hacen todo este tipo de cuestionamientos. Esto afecta a
tu vida diaria, desde hábitos de autonomía e higiene hasta cualquier terreno más amplio. Por si os lo estáis preguntando: sí, también en el ámbito laboral.
Con quince años obtuve mi primer trabajo, en verano. Era en la agencia de mensajería donde trabajaba mi padre: su jefe llevaba meses reclamándome porque necesitaba gente, pero se tuvo que esperar a que terminase el curso. Llegaba la primera y me iba la última, porque iba en coche con mi padre, que hacía lo propio. La diferencia es que él tenía trabajo y yo me moría de asco en la oficina esperando a que me dieran algo. Aprendí el oficio, por supuesto. Y tuve un encargado maravilloso que confió en mí. A final de mes, la jefa tuvo la desfachatez de pagarme ochenta euros. Para colmo, me los dio como un favor porque, según me enteré después, mi padre le había dicho que no me pagara, que yo lo que necesitaba era experiencia. Mi propio padre le restó valor a mi trabajo.
Luego trabajé de traductora y correctora, pero eventualmente y de forma amateur. Estuve también en la editorial de un amigo que decidió confiar en mí pese a no tener una carrera relacionada y es algo que le agradeceré toda la vida porque sucedió justamente en la época de mi cuadro depresivo. Pero su proyecto era muy vago y no duró mucho.
Un año antes de lo de la editorial, a mis
veinte años, mi tío montó una cafetería en pleno centro de la ciudad. Pasados
unos meses, decidió que sería buena idea llevarme a trabajar con él, enseñarme
el oficio.
Muchas
cosas pasaron ese día. Al punto de que, cuando habló con mi padre, le dijo que
no se imaginaba que yo estuviera tan verde. Era mi primera experiencia como
camarera, en una cafetería grande del centro de la ciudad, por lo que se
sentaba muchísima gente. Una persona que tampoco tiene lavavajillas en su casa
y que friega los platos con esmero uno por uno; a la que no le das
ninguna instrucción y que quieres que esté en todo y que a los cinco minutos ya
sea la eficiencia personificada; a la que no dejas que se encorve porque tiene escoliosis y le niegas el diagnóstico; a la que llamas de improviso por
la mañana, que se acostó tarde después de todo un día entero en el Salón del
Manga y que, aun así, durmió menos de cuatro horas porque le hacía ilusión bajar a
ayudarte; y una persona en su segundo día de regla, cuyo cuerpo no le tiraba
como quisiera pero que se esforzaba por mantener el ritmo. ¿Qué esperaba? ¿Que
trabajara igual de eficaz que mi prima coetánea, que llevaba desde los dieciséis en una
cafetería? Con el tiempo, por supuesto. En una mañana, seguro que no. Y, sin guía, todavía menos. Enseñar un
oficio no es lanzar a la persona a los leones y que aprenda. Todo tiene su
proceso. Cada uno es responsable de las expectativas que le pone a los
demás, no la persona a quien se las pones. Si la gente analizara bien la
situación y pensara en expectativas realistas –o, mejor, que no se hiciera
expectativas de ningún tipo– no pasarían estas cosas. Estuve dos días. Al
segundo lo mandé a paseo y me fui porque me quiso tomar el pelo. En fin,
que es cierto eso de que no se pueden mezclar familia y trabajo. Estuvimos
meses sin hablarnos después de aquello.
Volví
a mis traducciones y correcciones. Ya cargaba a mis espaldas mucha frustración
y mi seguridad empezó a bajar –en el trabajo, puesto que la personal siempre
la he tenido más o menos bien–. Poco después fue cuando me dio el cuadro depresivo. Desde
entonces tengo problemas de ansiedad, como secuela, porque aquí la que escribe
es bestia y, en lugar de pedir ayuda, sacó a pasear al Capitán Autista y salió sola de tal escollo. Si no sanas
adecuadamente, siempre te quedan secuelas. Y sí, uno de los tipos de ansiedad
que tengo está enfocado al ámbito laboral que, después de graduarme de mi
carrera, tampoco mejoró.
Casi dos años en paro en los que no me llamaban ni para una triste entrevista. Por absurdo que suene, llegué incluso a pensar que, pese a estar perfectamente capacitada para trabajar de lo que fuera, nadie sería capaz de verlo y me moriría de hambre en el futuro –estar en casa sin hacer nada es muy malo para la mente–. Aproveché y fue cuando estudié inglés. Cuando acabé el B2, me animaron a estudiar el C1 porque me vieron capacitadísima. Y yo, que con el B2 me conformaba, al sentirme tan bien considerada, recibí el empujón necesario para convencerme y me lo saqué. Me costó mucho, porque mi profesora era especialmente exigente conmigo, reconocido por ella misma. Pero lo logré y fue fantástico que ella compartiera la alegría conmigo.
Después de obtener la titulación oficial de inglés, cuatro entrevistas tuve seguidas y en ninguna me dieron una
oportunidad. La única vez que estuve a punto de entrar a trabajar, por poco me
meto en un lío legal con la Agencia Tributaria porque era toda una estafa y yo
por desesperación personal y por presión familiar estuve a punto de aceptar. En
esa época, aún tenía que estar aguantando a personas que, tras haberme sacado
la carrera, seguían poniendo en duda que pudiera ser docente y trataban de
redirigirme a profesiones más teóricas o más acorde a su ideario autista. Si alguien elige un camino, no le
digáis que se equivoca, porque no lo sabéis. Y menos si no le habéis visto en
acción. Eso solo lo puede decidir la persona. Si ella lo tiene claro, la
apoyáis. Y, si resulta que ha cometido un error, no le digáis «te
lo dije»
porque, insisto, la decisión de si una persona es capaz de algo o no es
precisamente de la persona y nadie tiene que decir nada al respecto. Se pregunta y se escucha sin prejuzgar.
Cuando
me llamaron de la bolsa de empleo docente, no me lo podía creer. Por fin
llegaba mi oportunidad. Pero incluso ahí tendría problemas. El primer colegio,
en el que estuve cuatro días, fue todo un reto. Lo de siempre: expectativas del
cien por cien de tu eficacia cuando no te informan adecuadamente de las
dificultades que te puedes encontrar y cuando dan por hecho cosas que no tienes
por qué saber. Porque, claro, todo el mundo sabe que en la carrera te enseñan qué es hacer la tortuga y cómo funciona Innovamat (es ironía). Tampoco me dejaron consultar con la persona a la que sustituía. La
directora era muy maja y comprensiva, pero de la jefa de estudios me llevé el
segundo día una bronca monumental que no venía a cuento, solo porque sabía que
era mi primera vez y su ego la arrastró a darme una lección que no necesitaba
porque se sustentaba en mentiras.
La siguiente experiencia fue peor. Esa vez sí que me afectó. Estuve cuatro meses y medio en un colegio dirigido por un político mafioso con un ego más grande que el propio edificio que regentaba. Alguien que abusó de su poder para destrozarme la poca seguridad en mí misma que me quedaba en el ámbito laboral. Todos esos meses pasando ansiedad, sufriendo su acoso, sus amenazas, sus insultos… Y teniendo que callarme la boca porque el tipo tiene contactos hasta en el infierno y todo el mundo –gente ajena al colegio, incluso– me decía que tuviera cuidado porque me podía hundir la carrera si me lo ponía en contra. ¿Sabéis lo que es crecer durante treinta años con gente que te machaca diciendo que no serás capaz de esto o aquello? Estaba harta. Tarde o temprano iba a caer… y fue en ese momento tan inoportuno. Tenía mi vida en sus manos, porque él me hacía la evaluación de los cuatro meses en la que, si suspendía, adiós a la docencia en la pública… y era el único trabajo que me había resultado hasta ahora. Por suerte, mis compañeros me apoyaban, aunque nunca le plantarían cara porque le tenían miedo. Además, tuve una compañera que estaba esperando a que metiera la pata y hasta me espiaba para ir a chivarse al director y ganar méritos. Llegué a aborrecer dar clase, mientras sentía que no era justo que pensara de ese modo cuando acababa de empezar. Y sí, aunque me duela, llegué a pensar que tal vez tenían razón todas aquellas personas que habían intentado disuadirme de ser docente. En esa situación, claro, progresivamente me iban saliendo peor las clases y eso no era bueno para mi evaluación, durante la cual me quemaba también no saber cuándo vendrían a verme el director o el tutor, o si vendrían o no, porque lo hicieron varias veces. Soy autista, los imprevistos no los llevo bien, aunque en el entorno adecuado los puedo gestionar. Pero esto era un juego perverso de desgaste y lo sería para cualquiera. Yo no le plantaba cara al director, pero él sabía que estaba resistiendo a su maltrato. Siempre he creído firmemente en mis capacidades, pero he sido muy consciente de que eso de nada sirve si el resto no es capaz de verlo. Algunas batallas de esa guerra las ganó él, lo reconozco. Fueron meses de poco dormir, de mucha ansiedad, de sufrir parálisis de sueño repetidas veces, de no querer ir a trabajar, de sentirme al límite, pero luchar por no venirme abajo porque mi alumnado dependía de mí y yo tenía que ser fuerte y firme. No todo el mundo es malo. En ese colegio un apoyo fundamental para mí fue una de las tutoras de primero, Anna. Cada vez que me veía mal, me animaba; cada vez que venía el director a darme la brasa, en voz baja me pedía que respirara y que bebiera agua para calmarme. Ella siempre me decía: «Si tú quieres ser docente, lo serás. Tendrás que aprender, así como a mis 61 años todavía aprendo yo. Pero lo serás. Todos somos capaces de todo. Solo tenemos que confiar». Sus palabras siempre me hacían mantener un poquito la cabeza fría y recordar la confianza que tengo en mí. Que alguien de allí que, además, me había visto dando clases, me dijera eso, me hacía recuperar un poco la perspectiva que estaba perdiendo. Ella validaba mi capacidad como docente y entendía perfectamente mis posibles errores, que no eran tantos como pudiera parecerle al director.
Esto
sucedió el curso pasado, 2020/2021. Esa experiencia me marcó mucho, me dejó un
trauma que, aunque cada vez menos, todavía arrastro. Tal es así que, para el
curso 2021/2022, me llamaron a finales de octubre para tener mi primera
sustitución del curso y estuve tres horas con una crisis de ansiedad pensando
que no quería volver a las aulas. Tres horas llorando, temblando y con ganas de
vomitar, que se dice pronto. Fui, el primer día vi que me acogieron bien, me
tranquilicé, hice mi trabajo como sé hacerlo y, al final, el profesorado y la
directora me dieron las gracias. Un simple «Muchas gracias por tu ayuda»
me hizo emocionar. Así de rota estaba. Por fin una buena experiencia laboral,
aunque solo fueran diez días.
En
enero me salió la segunda sustitución del curso. El primer día de aquella
sustitución me tocó ir de excursión. En el autocar estuve hablando con una
compañera. Cuando se enteró de que al día siguiente me tocaba con los de sexto,
intentó preparar el terreno porque decía que era una clase complicada. Yo le
dije que era la primera vez que me enfrentaba a los mayores estando sola en
clase –lo había hecho en el colegio anterior en codocencia– y que estaba un
poco inquieta. Hacía unos minutos acababa de explicarle mi vida laboral en la
docencia. ¿Sabéis que me dijo? Esto: «Ahora debes estar en ese punto en el
que te encuentras insegura y no sabes si serás capaz de manejar la situación o
no, ¿verdad? Yo también pasé por eso cuando empezaba. Pero nosotras ya tenemos
una edad, estas arrugas en la cara no engañan a nadie. Muchos tiros pegados, muchas experiencias de
vida. Contra eso no pueden unos niñatos. Y, aunque ahora no lo pienses, te
darás cuenta cuando te pongas frente a ellos. Mostramos más firmeza y seguridad
de la que crees. Y, aunque aún no lo sepas, claro que vas a ser capaz de poder
con ellos. Y, mira, si se ponen muy pesados, tú déjalos que vayan haciendo y ya
se apañarán». Al final del día descubrí que era la directora del
centro. No sabéis lo bien que me vinieron esas palabras para tranquilizarme
un poco. Fueron una inyección de moral e influyeron en que me presentara allí con toda la energía positiva. Y sí, sí pude con ellos. Por supuesto que pude.
Luego
tuve otra sustitución poco reseñable y, posteriormente, vino la última en la que
he estado. Cinco meses en un mismo colegio. La sombra de aquel director era tan
larga, que fui para dos semanas y, cuando me dijeron que se me alargaba, en
lugar de alegrarme, me dieron ganas de llorar. Me sentía tan a gusto en ese
colegio, que pensaba que no quería quedarme más, porque a lo mejor con una
sustitución larga como la del curso anterior, lo estropeaba. Han sido cinco
meses en los que me he sentido tan querida, tan apoyada, tan tenida en cuenta…
y me han mostrado tanta confianza, que la que ha recuperado la seguridad en el
ámbito laboral he sido yo. No estoy del todo curada, porque, por ejemplo, una vez la directora creyó que me tenía que evaluar de nuevo y por poco me da un ataque de ansiedad allí en medio: una de las secuelas más graves que me ha quedado es que soy incapaz de dar una buena clase cuando viene alguien a observarla, incluso si es un compañero... lo cual es grave, sí, y pude darme cuenta cuando una compañera se quedó una tarde en su clase durante mi hora y aquella clase fue la peor de mi estancia allí. Pero la experiencia en esta escuela ha
sido importantísima para recuperarme casi del todo. Era un colegio con alumnado complicado, cuando
llegué me dije a mí misma que siempre había querido estar en uno de estos, pero
que no tenía claro si estaba preparada para enfrentarme a ello tan pronto. Ahora pienso que ojalá haberme podido quedar. He aprendido tanto y he crecido
tanto laboralmente, que solo puedo estar agradecida. Hasta me sentí confiada de
contarles a algunas compañeras que soy autista. Una de ellas fue Lidia, mi
compañera más directa. Recuerdo cuando se lo conté, que le expliqué por qué lo
ocultaba. Indignada, me dijo: «Pues no lo entiendo. Una persona con
TEA puede ser cualquier cosa que se proponga, como todo el mundo. El que no lo
entiende, es porque no os conoce bien. Aquí no te va a pasar eso, ya sabes que
aquí tenemos muchos alumnos con TEA y todos te vamos a entender muy bien».
En la misma conversación, le hablé del director mafioso y terminé la explicación
diciéndole: «Yo
creo que no soy tan mala profe…». Soltó un «Pero, ¡qué va!»
tan natural, tan salido de adentro, tan desde lo visceral, tan sincero… que
agradecí enormemente aquello. El último día salí de ese colegio llorando por
las palabras de la directora. Me dijo: «Marta da pasos silenciosos, parece que
no está, que va por ahí como un fantasma. Pero sí está. Vaya si está. Esos
pasos dejan huella». No sabéis lo bonito que suena eso cuando te han
machacado tanto toda tu vida y especialmente en algunos trabajos relacionados
con tu profesión. Es que recordé al director mafioso, pensé: «Qué
diferencia…»
y me eché a llorar al instante. Por fin alguien me reconocía. Y os digo más:
escribo estas palabras conteniendo las lágrimas.
A veces no es una cuestión de dudar si serás capaz o no. A veces es más la frustración de ver que, por más que hagas, por más que digas, por más esfuerzo y voluntad que le pongas, no van a creer en ti. ¿Que no lo necesitas? No. Pero el que no cree en ti, a menos que sea una amistad o un familiar, va a ir a por ti. Y uno de los objetivos en nuestra vida, imagino que en la de todo el mundo, es tener paz. No se puede tener paz cuando la gente desestima tus capacidades y te machaca día tras día. Por más que aguantes, por más que te enfrentes a esas personas y les plantes cara, supone un desgaste físico y emocional innecesario. Que por ser autistas tengamos el doble de posibilidades de hallarnos en constante cuestionamiento es desesperanzador.
Ya demostré que podía ser docente y que soy buena, aunque aún me falte experiencia, como es lógico. No existen personas, creo, que sigan teniendo dudas al respecto. Ahora
voy a hacer un parón para estudiar un máster en Psicopedagogía. Pues aún hay personas cuestionando mi decisión, con miedo a que me esté equivocando, no estando
seguros de si estoy haciendo lo correcto porque no me ven en X o Y puesto. Varias de estas personas eran las que dudaban de mi capacidad docente. Tranquilidad, mi gente: voy a estar bien. Si he elegido esto es porque me gusta
y porque sé que puedo estar ahí. Si yo estoy convencida, estad convencidos
conmigo y apoyadme. Es mi decisión y por algo la estoy tomando. ¿Que luego me
equivoco? Eso solo se puede ver a futuro. No se puede saber todavía. Además,
que es un máster que, precisamente, abre varias puertas. Si una no funciona, se
prueba otra y listos. No me preocupo yo, no os preocupéis por mí. No lo
necesito.
Después
de todo lo que he pasado y superado, ¿me vais a seguir preguntando que si soy
capaz? Pues claro que soy capaz. De todo lo que me proponga. Y si hay algo en
lo que no, con perdón, pero es asunto mío y no os corresponde a los demás
decidirlo. Soy autista, no incapaz. Sé buscarme la vida y sé decidir qué
objetivos marcarme y que sean adecuados para mí. No dudéis de mi capacidad,
porque yo no dudo, aunque tenga mis momentos de flaqueza –como todos–. Y no
me pongáis expectativas, porque si son bajas y las supero con creces, quedáis
fatal y me genera desconfianza hacia vosotros; pero si las ponéis altas y os
decepciono, eso estropea la relación, entre otras cosas, porque al sentir
vuestra decepción, yo me siento mal porque creo que os vais a alejar de mí. Yo
no estoy en este mundo para sorprender a nadie, ni, repito, para cumplir con
las expectativas de nadie. Lamento mucho si no soy la persona que esperabais,
pero esta soy yo. No me podéis culpar por ello. Y, si me quieres, me tienes que
aceptar tal como soy. No soy ningún mono de feria con el que entretenerte: soy
tu familiar o tu amiga. Respétame.
Yo
sé que todo esto no le importa a nadie. Perdonad que me haya desahogado de esta
manera, pero hay situaciones que me activan la mala leche y prefiero venir aquí
a soltar toda la inquina que verter mi rabia sobre los demás, porque la rabia
es una emoción que gestiono fatal si le doy rienda suelta.
Esto,
compis, es lo que pasa cuando machacan tanto a una persona autista y le dicen
constantemente que no será capaz de esto o de aquello, o no se lo dicen, pero
se lo cuestionan o lo dejan intuir por gestos, comentarios, preguntas o actitudes
hacia la persona en cuestión. Si sois amistades, familiares, allegados en
general de una persona autista, no pongáis en duda sus capacidades. Mostradles
vuestro apoyo, que lo necesitan. Y un poquito más de confianza en esas personas,
por favor.
Precisamente, las personas autistas tendemos a sobreanalizar, a darle muchísimas vueltas a todo. Antes de tomar una decisión, habremos pasado un tiempo lo suficientemente exagerado como para realizar elecciones con paso firme. Las cositas cotidianas todo el mundo las aprende; en temas de educación y empleo, nuestro camino elegido no es un capricho, ni un arrebato. Es aquello a lo que hemos dedicado mucho hasta asegurarnos. Aun así podemos equivocarnos, claro. Como todo el mundo. Pero no pongáis en tela de juicio cualquier decisión tomada por una persona autista solo porque tenéis una opinión formada al respecto que difiere con la visión de esa persona.
Por último, añadir que, aunque os parezca buena idea y sé que lo decís la mayoría con la mejor de las intenciones, tampoco es bonito que digáis eso de: «Deberías sentir orgullo por todo lo que has conseguido» en un contexto en el que estáis hablando de autismo (en otros contextos sí que es muy bonito ese reconocimiento). Ser autista no te impide lograr metas. Porque, ¿A qué se refiere la gente con eso de «todo lo que has conseguido»? Yo os lo digo: sacarse una carrera, tener amistades, ser socialmente competente y tener trabajo. Vamos, lo habitual. Ser autista no te exime de alcanzar nada de eso. Y, si así lo piensas, seguramente tengas un poco de cuerdismo por deconstruir.
Leí que no te gusta así que me diste más ganas de opinar de tus capacidades(?) No podés escribir tan bien, ser tan clara, genial persona, inteligente y tan buena onda con los que tenemos el gusto de conocerte. ¡No podes! xD
ResponderEliminarMe acuerdo que me contaste la anécdota de trabajar con tu tío y lo mal que la pasaste. Al igual que toda la parte de la docencia, en la que me fuiste poniendo al día en sus respectivos momentos.
En cuanto a lo último, entiendo que muchos (no todos) de los que puedan decir frases similares es porque de alguna manera son conscientes que la sociedad neurotípica representa un obstáculo a conseguir esas metas y varias necesitarán un doble esfuerzo por culpa de, por ejemplo, esos que te creen incapaz que se mencionan en esta entrada y que te tiran abajo los ánimos. Es decir, no porque seas menos capaz sino porque vas a tener que superar a más pelotudos de lo acostumbrado. Igual hacés muy bien en expresar qué cosas preferís que no te digan así se evitan hasta con el mejor de sus orígenes n.n
NAAAAH, CALLATE, BOLUDOOOO *anda a esconderse al rincón*. Jajaja mil gracias, en serio. Siempre tienes palabras muy lindas para mí.
EliminarSí, lo de mi tío fue un bajón, porque yo de veras quería aprender el oficio a la vez que lo ayudaba. Pero él necesitaba un tipo de servicio que yo no le podía ofrecer por falta de conocimiento y experiencia, como es lógico. Ahí tuvo un fallo, no tuvo mucho ojo. Igual que tampoco tuvo nada de tacto, pero bueno, cosa suya.
Y lo otro... en fin, no vamos a hablar de ello, creo que lo comentamos ya bastante. Por suerte que todo empieza a ir bien y yo me siento más segura.
Me vino bien que me dijeras esto último, porque nunca lo tomé desde esa perspectiva. Me lo tomé más desde el hecho de que no creyeran en mí y lo consiguiera y, entonces, como si me quisieran felicitar por ello, ¿sabes? Desconfiada que se volvió una por las experiencias vitales. Gracias n.n
Qué idílica tu entrada, una historia de superación envidiable. Ojalá me hubiera pasado como a ti, pero mi caso ha sido lo opuesto: toda la vida pensando que mi único atractivo era mi intelecto, sobresaliendo siempre en clase a lo largo de toda mi trayectoria académica, consiguiendo habitualmente matrículas de honor en la universidad... hasta que salí del sistema educativo y me estallé. Estudio otra cosa relacionada con mi rama y, tras dominarla, me vuelvo a estallar. Descubro que soy autista y que por mis rasgos particulares a la hora de la verdad no soy capaz. Es sobre todo por la falta de instrucciones claras, que siempre están presentes en las clases, y resulta que lo que he estudiado no tiene salidas que no sean de ser freelance, donde uno tiene que decidirlo todo por sí mismo, así que mi futuro es muy negro.
ResponderEliminarMe alegro por ti, pero hay veces que precisamente por ser autistas no somos capaces por mucho que queramos y nos esforzamos.