No es que las personas autistas no seamos o no podamos ser espontáneas. De hecho, según el caso, el contexto y/o la situación, lo podemos ser sin ningún problema. Pero es cierto que, a menudo, nuestras dificultades de comunicación e interacción social nos llevan a planear cualquier conversación. Y cuando digo cualquiera es, literalmente, cualquiera. Sí, hasta cuando te vas a bajar del autobús y solo tienes que despedirte de quien esté al volante y darle las gracias. Estás llegando a tu destino, lo sabes y tu mente empieza a revolucionarse imaginando el posible escenario con el que te encontrarás cuando te dispongas a bajar del vehículo. Entonces piensas qué le tienes que decir y cómo lo vas a hacer.
Este
momento que, en realidad, dura apenas unos segundos, se extrapola a todo tipo
de situaciones, incluso a una quedada con algún amigo. Cuando yo quedo con
alguien, los días antes soy un show. Encerrada en mi habitación empiezo a
imaginar todo posible escenario, toda conversación que podría o que me gustaría
tener. Y, así, planifico más o menos mi discurso. Obviamente, soy consciente de
que una conversación es dinámica y que, por más que te esfuerces, no eres la
otra persona, por lo que no saldrá exactamente como la imaginas. Pero más o
menos te haces una idea. Tener una ligera idea ya es suficiente para ir con
tranquilidad a encontrarte con quien sea. Os puedo asegurar que yo, a veces, he
quedado con alguien teniendo anotados varios temas de los que podría hablarle o
preguntarle para que me cuente. Y todo eso que traigo pensado con antelación, también
lo llevo ensayado de casa, incluso si luego no utilizo ni la mitad de ellos.
Si
algo se sale de guion en una conversación, no pasa nada: se puede continuar de
forma fluida, porque dejamos margen suficiente a la improvisación y sabemos que
las conversaciones funcionan así. Al menos, en mi caso, que surjan temas que no
tenía previstos no supone ningún problema. Es más: hasta puede relajarme,
sabiendo que el peso de la conversación no recae solamente en mí y que, si
quedan espacios vacíos, no debo sufrir, sino que me puedo apoyar en la otra
persona. Que sí, que esto puede parecer algo obvio. Pero si nos estresa la
posibilidad de que ocurra es que, precisamente, con algunas personas no es tan
obvio.
En
mi caso, el hecho de improvisar solo me bloquea cuando me preguntan algo
inesperado. La gente tiene interés en ti y en tus cosas, porque para algo son
tus amistades. Pero yo no voy pensando cada vez que quedo en qué posibles
preguntas me van a hacer, porque eso sí que es un desgaste inútil y,
probablemente, muy poco certero. Entonces, de repente, estás con esa persona y
te clava una pregunta que no esperabas. Sí, te la clava. Te da directa en tu
mente, como una flecha. Y tú, que no habías ensayado la respuesta, que no tenías
previsto que te preguntara por ello, al pronto no reaccionas porque te
bloqueas. Tienes apenas unos segundos para pensar qué ideas quieres expresar o
cómo quieres hacerlo, qué palabras vas a usar, qué estructura va a seguir tu
discurso… Imposible. Pueden suceder dos cosas: que, por no abrumarte de más,
contestes lo primero que te venga a la cabeza – y casi siempre será erróneo e/o
incompleto –; o que te quedes en blanco, no puedas contestar y tengas que
excusarte con la otra persona o dejar que adivine tu respuesta. Ambas opciones
son horribles y luego te andas preocupando de saber cuándo vas a volver a ver a
esa persona y si va a volver a salir el tema o no. Si es que no, a ver cómo lo
sacas, porque, lo que es seguro, es que al llegar a casa vas a darle vueltas y
vas a ensayar una posible respuesta por si la pregunta vuelve a surgir. Yo para
esto último recomiendo sinceridad absoluta si la persona es de confianza: «Oye,
¿te acuerdas que tal día te dije que…? Me gustaría contestarte bien a la
pregunta / desarrollar un poco mejor mi respuesta». Es lo que suelo hacer yo,
salvo algunas excepciones. ¿Cuáles son estas excepciones? Como me expreso mucho
mejor por escrito, si son personas de mi extrema confianza y a las que necesito
contarles lo que sea sí o sí, envío correos relatando mi respuesta, mi historia
o cualquier cosa que no haya podido contar en el momento instantáneo de la
conversación. Luego está el caso de Gemma, a quien le escribo a veces
documentos Word hablándole de mí en formatos diferentes para compensar
silencios, recuperar lo que se perdió en nuestras conversaciones por lo que no
le pude contar, etc.
Pero,
hablando de escribir… ¿Sabéis que esto también nos pasa cuando mandamos correos
a gente que veremos en persona? Sí, sí. Os voy a poner un ejemplo propio que,
aún a día de hoy, me hace reír por lo absurdo que fue:
Cuando
estudiaba segundo de teatro, Toni, mi profesor, nos mandó un día las últimas
indicaciones para una obra que estábamos preparando. Mis compis, con toda la
despreocupación obvia del mundo, le contestaban con un «Ok» o con un «Gracias».
¿Qué hizo mi yo de veintiún años? Darle vueltas a si le tenía que poner un
saludo, si tenía que poner «Ok» o «Gracias» o «Ok, gracias» o
despedirme, o todo junto, o solo una parte, o añadir algún mensaje un poco más
largo… Tardé horas en decidirme. Sí, horas. Al final, me cansé, me dije a mí
misma que qué leñe estaba haciendo y ya ni me acuerdo de lo que le escribí,
pero algo de esto fue, porque lo dejé tal cual estaba.
Esto,
que por escrito se puede planificar y es decisión y responsabilidad tuya si te
decantas por dedicarle tiempo de más, es lo que se nos pasa por la cabeza en
una conversación, ya sea en los minutos/segundos previos o en su transcurso.
A
este teatrillo mental se le suma otro elemento cuando te faltan recursos para
mantener una conversación. Por ejemplo, durante tu infancia. ¿Cómo suplimos
esta carencia? Fijándonos en modelos de socialización externos. ¿Qué modelos
puedes tener cuando peque? Pues, más allá de las personas que estén a tu
alrededor, puedes fijarte especialmente en personajes que conoces de lo que ves
en televisión. Al menos, así lo hacía yo. Si alguien de los que me leen
recuerda La banda del patio –Recreo en Latinoamérica–, sabrá
también la labia de la que disponía T.J. En realidad, los personajes de aquella
animación, pese a ser niños de nueve años, tenían una forma de expresión muy
adulta. Tendríais que haberme visto a mí, a esa misma edad, hablando como T.J.
Detweiler, hasta usando su misma prosodia y entonación. Así de raro sonaba yo
hablando con los demás. Esto, por supuesto, no siempre salía bien. A veces, la
gente me miraba raro, me decían que era «una flipada» porque les sonaba muy
intensa, o provocaba incluso algunas risas y burlas. No solo sucedió con este personaje, sino con otros tantos en los que me fijé, quizás incluso como recurso ecolálico de repetir alguna frase en concreta como recurso comunicativo. En la adolescencia no me
fue mucho mejor copiando gestos, reacciones y discursos de Rebelde Way,
aunque sí me resolvían más de una y dos situaciones incómodas y también me
ayudaban a enfrentarme a ciertas circunstancias penosas de mi instituto. Pero
ese es otro tema.
En todo esto hay todavía otra cuestión en la que ahondar: cuando tenemos que decir algo o sacar algún tema, sí o sí. No hay opciones, es algo obligado. No tiene por qué ser algo importante, aunque a veces así sea. Pero tenemos que encargarnos nosotros mismos de sacar el tema y, en ocasiones, es difícil saber en qué momento debemos hacerlo y cómo. Especialmente, si es algo que nos pone nerviosos, independientemente de que sea bueno o malo. Ya sabemos de nuestra torpeza social y siempre nos costará bastante pronunciar las primeras palabras. Pero si llevamos las primeras frases aprendidas de casa, solo tenemos que buscar un hueco para colocarlas. ¿Sabéis la típica escena de película en la que alguien ensaya frente a un espejo o dando vueltas en su habitación, pensando en cómo lo va a decir algo a alguien? Ese es el universo autista de la conversación en términos generales. Y ahí es cuando entra en juego el teatro. Cualquier otra persona sacaría el tema de manera natural, salvo alguno puntual que cuente como excepción, así como nos muestran en las ficciones. Pero como nosotros no sabemos hacerlo de por sí, necesitamos buscarnos la vida por otro lado, sacar y obtener recursos de donde se supone que no los tenemos. Uso el plural, pero, en realidad, estoy hablando de mi caso: habrá quien comparta esto conmigo y habrá quien no.
¿Por qué digo que entra en juego el teatro? Porque, como en un juego de estrategia, intentas tomar las riendas de la conversación, sea cual sea el punto en el que esté. Y, para conducirlo a tu terreno, mientras atiendes a tu interlocutor, le prestas atención y le contestas debidamente, andas maquinando la manera de unir el tema que estáis tratando en ese momento con aquello que quieres comentar.
A ver, no nos vamos a engañar: no siempre nos manejamos de ese modo. Hay veces que te viene la oportunidad de manera natural. Lo más recurrente, en realidad, es que te agobies porque no sepas cómo sacar el tema, sin más, y te vayas poniendo progresivamente más de los nervios que hace cinco segundos. Pero, como siempre digo, lo que la vida me ha demostrado que funciona más es ir con la verdad por delante cuando nos sea posible. Es mejor siempre decir: «Quiero hablar contigo de un tema, pero no sé cómo sacarlo», que directamente quedarse callados. Y lo digo por experiencia propia, porque he vivido ambas y, en el segundo de los casos, arrastras un bloqueo que te conduce a una gran frustración posterior de la que no será tan fácil librarse. Es verdad que, dicho con esa frase, suena un poco dramático y, si es algún tema casual, igual le añades una carga emocional innecesaria. Pero la experiencia me dice que es lo preferible. Porque un poco triste sí que es que dé igual si quieres hablar de, por ejemplo, una situación que te aflige, o si quieres hablar de un detalle que viste en un documental televisado que te hizo recordar a esa persona. Yo no pude decirle a mi profesora de técnica vocal en teatro que vi a Francis Lorenzo usando las mismas técnicas de calentamiento vocal que ella nos hacía emplear y es igual de frustrante que cuando he querido contar algo muy personal y no he podido hacerlo. Lo segundo tiene una mayor implicación emocional, pero la frustración es la misma.
Es por eso que a veces necesitamos de estos recursos, de estos ensayos, incluso aunque sepamos que las cosas no van a salir exactamente como las planeamos. Pero tener unas frases estructuradas en tu mente te ayuda a ordenar las ideas de lo que quieres contar y te facilita mucho tratar cualquier tema, hacerte una imagen mental de lo que puede suceder en una quedada o visualizar cómo va a suceder todo cuando te bajes de aquel dichoso autobús.
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