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El desafío de las situaciones nuevas

Afrontar una nueva situación a menudo supone nervios para cualquier persona, pero para alguien en el espectro es mucho más: significa plantarle cara a un nuevo reto, luchar contra la estructura de nuestro cerebro y mirar de frente a la incertidumbre, algo que muchas personas autistas llevan fatal. Yo entre ellas. Os voy a ejemplificar a qué me refiero con cuestiones de mi vida diaria.

Lo he comentado alguna vez en este blog: soy docente y, por cómo está pensado el sistema, llevo muy mal eso de empezar a trabajar. Te mandan de un día para otro a un sitio que no conoces, plagado de gente con la que tendrás que interactuar sí o sí y que tampoco conoces de nada. No es el escenario idóneo para una persona autista. Enfrentarse a esto varias veces en un mismo curso desgasta bastante. Cuando vamos a lugares nuevos, algo que suele funcionar y que intento aplicar siempre –aunque en este caso no se puede– es ir allá donde me tocará estar los próximos días, para hacer un reconocimiento del lugar y hacerme a la idea. En el ámbito laboral solo pude hacerlo en una ocasión: en el último colegio en el que estuve el curso pasado. Me convocaron un viernes para empezar un lunes, así que el sábado me planté en la puerta del centro y estuve un rato hasta que me quedé satisfecha.

Esto es algo que llevo haciendo casi toda la vida. Cuando lo que voy a iniciar son estudios nuevos, no puedo evitar buscar, si los sé, los nombres de mi futuro profesorado en Google. Me interesa saber quiénes son, pero especialmente necesito una fotografía para hacerme una imagen mental, una simulación. Suelo encontrarlas, pero cuando esto no sucede, me resigno: por lo menos, tengo claro a quién me voy a encontrar de nuevas desde cero y ya voy mentalizada en ello. Esto no lo hago solamente con el profesorado de mis nuevos centros de estudio, sino que, si tengo que visitar algún lugar y reunirme con una persona cuyo nombre sé, voy inmediatamente a buscarla por internet. Hice eso, por ejemplo, cuando supe el nombre de una mujer que me iba a entrevistar para una oportunidad laboral. Algunas veces he sabido el nombre de la persona a cargo de la dirección de un centro en el que voy a trabajar y en esos casos también busco una fotografía. Y sí, si no puedo ir al lugar, también buscaré imágenes del centro, aunque no sea lo mismo.

Es algo muy sencillo, que no cuesta nada y que me aporta paz. Con mis amigas hemos organizado a veces viajes para irnos de vacaciones. Algunas de ellas han invitado a otras de su círculo que yo no conocía. Tras saberlo, yo siempre he pedido fotos de esas personas o que, al menos, hagamos una videollamada para conocerlas desde el contexto agradable de mi casa. Esta situación siempre ha sido muy bien comprendida por todo el mundo, así que agradezco mucho la gran acogida.

Hay gente que sabe que lo paso mal con los entornos desconocidos, así que, de antemano, ya sale de ellos ayudarme. Por ejemplo, en el viaje que hice a Sevilla cuando tenía veinte años, allí me esperaba una amiga a quien considero familia. Esta mujer, semanas antes y sin yo pedírselo, ya me había enviado fotografías de todos los rincones de su casa. Y, aunque luego fui allí y parecía distinta, le agradecí muchísimo el gesto. Porque, si me habéis leído con anterioridad, sabréis que la noche antes de aquel viaje estuve en el comedor a oscuras llorando de ansiedad por no querer ir y que, nada más llegar a su casa, lo primero que hice fue vomitar. Si no hubiera conocido un poquito el contexto en el que me iba a mover en las próximas semanas, habría reaccionado infinitamente peor.

Pero situaciones nuevas no vivimos únicamente cuando entramos en lugares desconocidos o cuando tenemos que relacionarnos con personas que hasta ahora ni sabíamos que existían. También se dan en cuestiones mucho más concretas. Es el caso de cuando estás estudiando y te cambian de profesor. Me ha pasado varias veces y siempre ha sido angustioso al principio. Acabas de conocer a quien te acompañará el resto del curso y, de repente, desaparece y es otra persona quien lo hará, bien porque la primera está de baja, o cursando estudios, o ha encontrado otro puesto de trabajo más interesante.

Esto también aplica cuando, no es que te cambien de profesor, sino que tú pasas de curso y tendrás alguien diferente a quien tenías. Casi siempre me han disgustado mis tutores al empezar. No porque fueran malas personas, sino por falta de costumbre. Esto a veces me ha pasado incluso si mi futuro tutor es alguien que ya tuve como profesor. Estoy pensando, por ejemplo, en cuando pasé a segundo de teatro. En primero había tenido a Toni en la asignatura de expresión corporal, pero ahora, en segundo, sería mi tutor. Después de una tutoría brillante de Pilar, me tocaba con aquel hombre. Yo a Pilar la tenía en un pedestal, así que ello no ayudaba en absoluto a aceptar a mi nuevo tutor. Nuestro carácter chocaba muchísimo al principio, nos repelíamos mutuamente. Y al final nos cogimos mucho cariño. Nos faltaba costumbre.

Os voy a contar una anécdota relacionada con esto que me parece bastante ilustrativa. Cuando fui al instituto a matricularme para estudiar bachillerato, mientras esperaba a que me atendieran, una alumna del centro se puso a discutir con un profesor de allí. Le suplicaba algo que no recuerdo, pero le llamó Jaume. Yo me quedé con ese nombre y esa cara, pensando que sería mi profesor de historia, por lo que parecía que era en esa conversación. El primer día del curso, vi que había varios profesores alineados en el escenario de la sala de actos. Entre ellos, Jaume. La jefa de estudios los presentó y dijo que cada uno sería un tutor de aula en el primer curso de los diferentes bachilleratos. Yo, sin saber si Jaume sería bueno o malo, repetí su nombre varias veces, esperando que me tocara: era el único que conocía un mínimo. Y sí, mis lectores habituales ya lo sabéis: me tocó. En ese momento, esa fue la mejor noticia que podía recibir. Me daba igual que fuera bueno o malo: ya le conocía la cara, la voz y el nombre. Me aportaría seguridad en aquel primer día de curso.

Pero hay una situación nueva concreta que, particularmente, molesta bastante a las personas autistas. Obviamente, no a todas. A mí me afectaba mucho en el pasado y ahora lo sobrellevo. ¿De qué estoy hablando? De cuando nos quitan «nuestro» sitio.

Ya sabemos que los asientos no llevan nuestro nombre, pero si el primer día nos sentamos en ese lugar es porque hemos tenido que decidir en cuestión de segundos cuál era en el que mejor estaríamos mientras descartábamos las opciones que se iban ocupando. Durante el rato que estés sentado ahí la primera vez, vas a estar reconociendo el lugar y lo vas a tener bien examinado para cuando te tengas que ir. Entonces, se pasa mal cuando este asiento se ocupa por otra persona otro día, porque todo ese proceso que hacemos de primeras es para que, posteriormente, nos aporte seguridad y sea nuestro espacio de confort. En el día a día surgen muchos imprevistos y, si tenemos algo por seguro, por más nimio que sea, eso ayudará a tranquilizarnos.

A mí siempre me ha afectado, hasta cuando está ocupado mi asiento favorito en el autobús, que no es otro que el que va de espaldas al resto, en el lado de la ventana. No sé por qué me gusta ese sitio, pero me gusta. Antaño me daba mucha ansiedad no poder sentarme ahí. En la actualidad, no me gusta descubrirlo ocupado y la idea de que lo está me va a perseguir en parte del trayecto, pero al menos me mantendré serena, no me pondré ni siquiera nerviosa.

Hubo una época en la que sí me afectó muchísimo. No sé si fue fruto de haber tenido aquel cuadro depresivo y que por ello me agarrara más sensible de la cuenta, pero durante el grado superior sentía que le podía partir la cara a cualquiera que se sentara en mi sitio. Tranquilidad: nunca hice tal cosa. Recuerdo que no soportaba, ni siquiera, que movieran de sitio mi mesa. Por ejemplo, me acuerdo de una vez que Bea nos puso la película «Mamma Mía!» y todas mis compañeras movieron sus mesas para dejar espacio. Nunca antes lo habíamos hecho con ninguna otra película, así que yo sabía que no molestaba a nadie y me quedé donde estaba. De repente, al cabo de bastante rato, vino Bea y, moviendo mi mesa, dijo: «¡Venga, Marta! ¡Cambia un poco!». Tuve que ir al lavabo a lavarme la cara y respirar por culpa de la ansiedad que sentí a partir de aquel instante. Cuidado con eso. No forcéis a una persona autista a hacer algo cuando no está preparada para ello.

Pero, si puedo mirar con humor una anécdota que me pasó en la misma época sobre este mismo tema, esa fue la del primer día de expresión plástica de segundo. La asignatura se daba en un aula diferente a la habitual. Yo en primero me estuve sentando cada día en ese mismo sitio. Cambié en alguna ocasión, pero no me importaba siempre y cuando fuera por trabajar en grupos: era un cambio temporal. El primer día de la asignatura, en segundo, mi entonces amiga Ari se sentó donde yo me había sentado el curso anterior. Empecé a hacer stimming de balanceo mientras intentaba escuchar la introducción que nos contaba Gemma, pero no se me iba la idea de la cabeza: mi sitio estaba ocupado por otra persona que no era yo. Casi ni pude atender en clase durante la primera hora. Aquel curso teníamos las dos horas de la asignatura partidas por medio por el recreo. Así que, bajando al patio a la hora de nuestro descanso, con lágrimas en los ojos, mucha ansiedad y rabia contenida, le grité a mi amiga: «¡No vuelvas a hacerme eso!». Lo estuvimos hablando y, cuando volvimos a clase, nos intercambiamos el sitio en un conjunto de movimientos muy torpes que Gemma presenció. No puedo evitar reírme cada vez que recuerdo su cara de circunstancia y sus palabras del momento.

Actualmente, por fortuna, he podido relativizar esta situación: se pasa fatal cuando no puedes. Ahora, en las reuniones en mis puestos de trabajo, por ejemplo, no me importa sentarme cada día en un asiento distinto. Creo que me importaría un poco más si en el máster sucediera, pero no me perjudicaría hasta el punto de no poder atender en clase o sufrir de ansiedad: sencillamente, no me gustaría, pero no le daría mayor importancia, más allá de correr el próximo día para que no me lo quiten.

Quizás os parezca surrealista todo esto que estoy contando. Pero son cuestiones que nos aportan seguridad. El mundo ya es lo suficientemente inseguro y está tan absurdamente enfocado y abocado a la incertidumbre, que algo tan pequeño como puede ser una silla en un lugar determinado o una fotografía de un lugar o una persona, puede ayudar a que nos tranquilicemos y superemos mejor cada peldaño.


 

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