Las
personas autistas tenemos un alto sentido de la justicia. Si nos ponen una injusticia
delante, lo más probable que ocurra es que saltemos a la contra, incluso si ello
nos perjudica.
Yo
debo reconocer que con los años he aprendido a no ser tan impulsiva y a ser
cauta. El problema en mi caso es que, quizás, ahora me he pasado al otro
extremo. Si al principio saltaba a defender a quien hiciera falta, ahora siento
que me arde la rabia por dentro, pero la contengo demasiado y guardo silencio.
No sé en qué momento lo cambié, pero lo estoy intentando reconducir, porque el
sentido autista de la justicia es muy útil, aunque te lluevan palos por todas
partes. Eso y, porque cuando intentas reprimir tu impulso justiciero, después
entras en bucle por lo que no hiciste. Lo que también es verdad es que, a veces, por más que intentes racionalizar y reprimir ese impulso, se hace imposible de contener.
Y es
que no lo podemos evitar y os puedo dar varios ejemplos de diferente
naturaleza:
El
primero que me viene a la memoria fue en tercero de primaria, que dos
compañeras mías que eran como uña y carne se pelearon. Una de ellas me lo contó
muy afectada, así que no pude evitar ir a hablar con la otra, decirle que era
una egoísta y que, hasta que no arreglaran las cosas, no la iba a dejar en paz.
¿Qué me importaban a mí? Absolutamente nada, pero la niña que estaba triste era
mi compañera de pupitre y la veía desconcentrada por lo que la otra le había
hecho. Me pareció injusto que, mientras había sido la otra quien había actuado
mal, la que estuviera sufriendo y pagando las consecuencias de su poca atención
en clase, fuera mi compañera de pupitre.
En
sexto, en la asignatura de asamblea, donde discutíamos de diferentes temas –era como una tutoría, pero entre todos los compañeros–, la gente de mi clase
empezó a meterse con mi tutora. Ella no podía intervenir porque era un debate
entre nosotros y las normas eran claras. Pero, que se metieran con mi tutora
solamente porque no les dejaba hablar en clase, me pareció excesivo, máxime teniendo en cuenta que no podía defenderse. Yo no
solía hablar demasiado, a menos que me obligaran, pero ese día sí salté. Les
contesté notablemente molesta que si los mandaba a callar era porque molestaban
y que es una falta de respeto que alguien esté explicando algo, que es para
nuestro bien además, y que nosotros ni siquiera hagamos el esfuerzo de
escuchar. Que era su deber como profesora mandarnos callar y que debíamos
entenderla como mínimo. Yo, la distraída y mala estudiante que no se enteraba
de nada, defendiendo eso. Al finalizar el debate, mi tutora me llamó aparte y me agradeció el gesto.
En
secundaria fue cuando más noté ese instinto justiciero. Una vez me pegué con un
amigo de la infancia porque este se metió con una profesora que tenía un tic
permanente en el ojo. Reírse de la condición de alguien me parecía una falta de respeto muy grande y no pude evitar saltar, especialmente cuando supe que la había hecho llorar. Luego quise ir a verla para ayudarla a sentirse mejor, pero una compañera me dijo que lo lógico era dejar que sus compañeros de trabajo la ayudaran, porque igual viniendo de una alumna se sentía aún peor. Entendí que tenía razón y lo dejé estar. Esto pasó en primero.
En
primero también, una chica empezó a juntarse conmigo porque su amiga se había enfadado
con ella. En lugar de aceptarla como amistad, aprovecharme de la situación para
tener amigos –yo estaba sola y marginada– y pasar del tema, lo que hice fue
mediar para que arreglaran las cosas, aunque ello significara volverme a quedar
sola. No hubiera sido justo por mi parte sacar provecho de la situación. Mis principios me decían que debía volverlas a juntar, porque las que eran amigas eran ellas, no yo.
En
ese mismo curso, en una asignatura que teníamos de habilidades sociales, la
profesora nos preguntó un día que qué pasaría si no existieran las cárceles. La
gente hablaba del peligro de tener a criminales sueltos o de inventar otro tipo
de instituciones. A mí lo único que se me ocurrió decir fue: «Que
sería más justo para todos aquellos inocentes que hoy en día están en prisión». La profesora lo destacó como un comentario atípico, pero recalcando que era lo que ella andaba buscando: un pensamiento que fuera más allá y que pensara desde otra perspectiva de la justicia.
En
segundo repliqué a mi tutora que nos castigara a todos por una gamberrada que
hizo una chica y que ella misma decía que ya sabía quién había sido, pero que,
si esa persona no decía nada, ella no lo iba a hacer. Eso de que paguen justos
por pecadores siempre lo he llevado mal, pero lo he entendido cuando no tienes
información. En cambio, si sabes quién ha sido, ¿Cuál es el punto de hacernos
daño a todos? Ahora como docente entiendo que tal vez quisiera darle una lección, pero sigo sin verle la lógica a arrastrarnos a todos con ello.
En cuarto, a mi tutora le planté cara por querer pasar por delante de la profesora con la que estábamos en aquel momento, dándonos la orden contraria que ella nos había dado y exigiéndonos que le hiciéramos caso a ella por ser la tutora. Para mí, lo lógico era obedecer a la profesora con la que estábamos, pues en ese momento estábamos a su cargo. Que mi tutora quisiera imponer su autoridad porque estaba jerárquicamente por encima de nosotros y de la especialista en cuestión, no era relevante. Si yo estoy en clase con un profesor de una asignatura, yo a quien debo hacer caso es a ese profesor, no a mi tutor, quien viene a interrumpir el funcionamiento del aula porque no le parece bien cómo se está llevando. Está pisoteando el terreno de un compañero de trabajo y restándole autoridad públicamente. Eso no es justo en absoluto. Yo, que nunca le había dedicado una mala palabra a mi tutora y jamás le había hablado mal, me enfrenté a ella y me tuvo que venir a buscar la especialista con la que estábamos para pedirme que entrara en clase y no diera más problema, que me lo agradecía, pero que no me preocupara más porque no quería que yo tuviera problemas.
Ese
mismo curso me pegué con más de uno porque se metían con una compañera mía de
origen marroquí por su forma de hablar. A mí me hacían bullying, pero me permitía el saltar a defender
a otras personas, como a mi compañera. Esto es algo que ya había hecho con anterioridad y que, en realidad, me pasé haciendo durante toda la escolarización, incluso por alumnos de otros cursos a los que no conocía de nada. Por ejemplo, un día increpé al psicólogo del colegio porque no quiso atender a una chica que le pedía ayuda llorando desesperadamente. Yo no conocía de nada a esa chica, ni sabía su nombre, ni a qué curso iba... ni siquiera le había visto nunca la cara, salvo ese día.
En otra ocasión, nuestro profesor de tecnología, que era un hombre con muchos traumas, nos contó en cuarto un poco de su historia. En la clase de educación física del día siguiente, un compañero se estuvo riendo de aquello y a mí me afectó tanto que me puse a gritarle. Acabé expulsada de clase. Eso hizo que me enfadara con mi profesor de educación física, porque no me pareció justa la expulsión. Al menos, que solamente me expulsara a mí. Nuestro profesor de tecnología era un hombre que le echaba mucho humor a sus clases y nunca sabías cuándo hablaba en serio y cuándo no. Era alguien que ya intuías que no estaba bien emocionalmente. Teniendo en cuenta la famosa barrera existente de profesor-alumno, que un día estuviera sensible y nos contara parte de su traumática historia, me pareció un tema al que darle muchísimo valor. Nos estaba demostrando su confianza por nosotros y mi compañero se estaba burlando de ello. Me hirvió la sangre escuchar los comentarios que hizo mientras estirábamos los músculos y no pude evitar saltar, por más que intenté contenerme.
A lo largo de toda la secundaria me estuve llevando mal con la jefa de estudios, entre otras
varias razones, porque ridiculizaba y echaba la bronca delante de nosotros a
nuestra profesora de música sin motivo, solo porque tenía métodos innovadores
de enseñanza y era una profesora muy querida. Envidia pura. Igual que me afectaba que alumnos se metieran con otros alumnos, me afectaba cuando esto pasaba entre profesores, porque para mí esto no era distinto, salvo por que los profesores eran adultos y nosotros no.
Diciendo
todo esto, pareciera que yo fuera una guerrillera en mi adolescencia. Pero para
nada. Yo era callada, tranquila, mantenía un perfil bajo. Por eso llamaba tanto
la atención cuando perdía la cabeza con alguna situación así.
En
bachillerato sucedió a la inversa. Tenía una exposición oral para la asignatura
de latín, pero cuando me tocó salir, me bloqueé y me eché a llorar porque
estaba en pleno estrés postraumático y me vino un flashback que me dejó tocada.
El trabajo escrito valía cinco puntos y la exposición otros cinco. El trabajo
en sí no estaba muy bien hecho, así que tenía un dos y medio. Si no aprobaba la
exposición, suspendía ese trabajo. Por ello, la profesora me ofreció aprobar al menos con un cinco, porque vio que me había preparado muy bien la
exposición. Me negué y mi argumento fue que no sería justo para mis compañeros,
cuando ellos ni siquiera se hubieran enterado.
Durante
el primer curso de teatro, hubo un problema con Pilar, la profesora de
interpretación. Ella se tuvo que ir a Madrid porque le salió un trabajillo de
actriz en teatro y mis compañeros no lo entendieron, pese a que adaptaron las
clases para que no perdiéramos ninguna de ella tampoco. La insultaban a diario
con palabras muy fuertes, se ponían muy desagradables. Esto, claro está, sin
estar ella delante, porque a la cara eran unos cobardes. Yo siempre me puse de
su lado. Fui la única que la defendió hasta el último momento, incluso después
de que Pilar se enterase y decidiera tratar el tema con todos. Eran incapaces de entender la diferencia entre que faltara la profesora y que faltaran ellos: con la falta de ellos, el tiempo se perdía; si faltaba Pilar, solo se hacía un cambio de horario, pero la cantidad de ensayos se mantenía. La insultaron y la difamaron y a mí me pareció muy desubicado por parte de todos, contra quienes arremetí en algunas ocasiones, pero aprendiendo a contenerme mucho, porque una mala relación entre compañeros podría reflejarse posteriormente en el escenario.
Estando
en el grado superior, tenía una compañera bastante problemática. Mi tutora no
sabía llevar el asunto y cada vez que intentaba algo, la embarraba más. Llegó
incluso a discriminarla. Ni bien me enteré, fui a mi tutora y le pedí una
tutoría. La puse a caer de un burro y le dije que estaba siendo injusta y
negligente. Mi compañera tenía sus historias, pero si no sabes manejar la
situación, hazte a un lado y no la líes más. Como mínimo, no juzgues sin saber.
Le dije de todo, muy enfadada que estaba yo, porque si hay algo que no soporto
es que discriminen a los demás. Me da igual si mi compañera estaba siendo mala
persona: eso no le da derecho a nadie a dejarla de lado y a tratarla mal… y aún
menos su tutora. Se trata de entender por qué se porta así y ayudarla, no
lanzarle cubos de mierda. Después de aquello, mi tutora me estuvo rehuyendo
durante una semana, pero bien podría haber tomado consecuencias contra mí. Si hubiera querido, habría podido, aunque era su palabra contra la mía.
En
tercero de carrera, durante las prácticas, estuve en un colegio en el que
hacían mobbing a un profesor. Aquella fue la primera vez que no salté impulsivamente
a defenderlo, porque mi lado racional hizo su parte: yo me iba, pero él se
quedaba… y, tal vez, con mi actitud complicara más las cosas. Le apoyé desde
las sombras y procuré no dejarlo solo en la medida de lo posible, puesto que,
si estaba yo, nadie se animaba a decirle nada malo. Además, le ayudaba en todo lo que podía. Eso me costó que mi tutor, que tenía una guerra personal con él, me bajara ligeramente la nota por tener una relación más estrecha con aquel que con él mismo. Saber eso me indignó por mí, pero me dio igual porque entendí que hice lo correcto. Volver a casa llorando cada dos por tres de la impotencia que sentía por no poder hacer más por él valió la pena si con ello conseguí un poco de tranquilidad para aquel buen profesor.
En
cuarto, con mi amiga Sonia se cometió una injusticia muy grande. Su tutora de
prácticas de la universidad la suspendió porque no le gustaba la manera que
tenía de sentarse durante las tutorías, según ella, porque denotaba una actitud
pasota. Sonia era una chica que sí podría ser pasota en esas cosas porque no se
fijaba en ellas, pero no lo era ante la vida. Simplemente, estaba cansada
porque llevaba una vida difícil. Si la suspendían, le quitaban la beca y, sin
beca, no podía graduarse porque su capital económico era realmente bajo. Sonia
le dijo todos los argumentos humanos que pudo a su tutora y ella no mostró
absolutamente nada de empatía: le dijo que, si no tenía dinero, que trabajara
por las noches en un almacén, pero que a ella no le contara su vida porque todos
tenemos nuestros problemas. Estaba desesperada, así que le dije que hablara con
la coordinadora de la carrera, quien le aconsejó que escribiera un alegato. A
mí se me da bien escribir, así que lo escribí por ella. No recuerdo bien el
orden de los acontecimientos, pero sé que un día estuve a punto de entrar en el
decanato de la universidad, llena de furia, para arremeter contra la persona a
cargo. Fue la propia Sonia la que me frenó. Todo el mundo me decía que me
quedara quieta, porque si molestaba mucho a los mandamases, podrían hasta
impedir que me graduara. Pero yo estaba muy ofuscada y solo pude frenar porque
ella me lo pidió. No paramos hasta conseguir, como mínimo, que no le quedara como
asignatura suspendida. Repetiría las prácticas al año siguiente y no se
graduaría con nosotras, pero al menos las haría sin la multa por haber
suspendido y sin perder la beca.
Cuando
me fui de vacaciones a Salou con mis amigas y otras chicas que vinieron y que
conocí en aquel viaje, hubo un momento en el que se fue la luz. Había una chica
que tenía miedo de la oscuridad y las demás solo estaban haciendo bromas,
postergando la subida de los plomos para que la luz volviera. Me enfadé, di un golpe en la mesa y me
puse a gritar que encendieran la luz de una puñetera vez mientras la abrazaba
para que se calmara. Era una de las chicas que conocí en ese viaje y yo no
abrazo a desconocidos. Pero era lo que necesitaba y se lo di en compensación por lo que mis amigas le estaban haciendo.
En
mi puesto de trabajo, en un colegio en el que trabajé se cometieron varias
injusticias. Una de ellas fue que una profesora llamó de tonto para arriba a
uno de sus alumnos. Sin desacreditar a mi compañera, me tomé la licencia de ir
a hablar con el niño para tranquilizarlo. Me importó poco la opinión de ella, solo
quería rescatar lo poco salvable que quedaría de aquel chiquillo que bastante
tenía con su día a día. De cara a final de curso, a una compañera se le murió
su tío, quien vivía en otra comunidad autónoma, en la otra punta del país. Le
pidió permiso al director para viajar y poder asistir al funeral y él se lo
dio. Al día siguiente, por la mañana temprano, cuando ella ya estaba en el
pueblo, la llamó para que volviera porque «no le correspondían días de
permiso al no ser familiar directo». Si has metido la pata, te aguantas y
apechugas con ello, no eres tan mala persona y tan sucio como para hacer que la
chiquilla vuelva desde tan lejos por un día. Eso por no contar que esto pasó un
día antes de cerrar el colegio por vacaciones, es decir, que vendría para
trabajar solamente el último día, siendo ella sustituta y no profesora titular del centro. Un compañero y yo nos enfadamos tantísimo que fuimos
a hablar con él y decirle de todo. Yo estaba con un pie fuera de la docencia,
mi futuro estaba pendiente de un hilo, del director, concretamente. Afortunadamente
para mí, ese día se marchó antes y ya no estaba. Quién sabe si hubiera podido
continuar en la docencia de lo contrario. Pero en ese momento no lo pensé:
simplemente, sentí una rabia creciente que no pude frenar.
Podría seguir dando ejemplos. Ya veis que tengo muchísimos. Pero era necesario para remarcar que este sentido de la justicia lo tenemos desde bien pequeños y que continúa siendo así, da igual los años que pasen, da igual si se trata de un asunto nimio o de un asunto grave. No importa si salimos perjudicados, que nos lanzaremos contra quien sea. Nos ofuscamos, no vemos más allá, nos importa más que se cumpla con lo que debería ser que nuestra propia integridad física y mental, la cual ponemos sin dudar en jaque de ser necesario, porque el impulso por la justicia nos conduce a ni tan siquiera pensar en ello. Sacamos a pasear al Capitán Autista y luego ya veremos si la justicia nos mueve a sufrir daños colaterales que afecten a nuestra vida de forma parcial o profunda, temporal o permanente.
¿Justiciera o punky? Jaja, me encanta porque ese sentido te lleva a ir en contra de todo lo establecido o a no quedarte en la comodidad de no intervenir. Pero es importante lo que decís al principio de que aprendiste a no ser tan impusiva y contenerte un poco, si no serías una bomba de tiempo.
ResponderEliminarJajajajaja lo que es curioso es que era una bomba inactiva 24/7 hasta que un día estallaba. Porque ya te digo, que yo fui siempre muy tranquila y de seguir a mi bola, sin hacer caso de nadie. Pero a veces se me saltaba la térmica jajajaja. Fíjate cómo son las cosas, que a mi madre se lo cuento y medio que no me cree! Ella no se acuerda de cuando me decía que si hubiera nacido en pleno Franquismo me hubieran fusilado hace tiempo (tenía yo 14 años cuando me lo dijo, imagínate).
EliminarEn fin... Ahora sí me pasé al lado contrario, me cuesta actuar cuando veo una situación de abuso. Pero lo estoy intentando cambiar, porque no me gusta. Una cosa es ser prudente y saber cuándo tienes que actuar y cómo... la otra es dejarte comer por la ansiedad y que eso te impida actuar.