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Las discotecas

A menudo me preguntan si no puedo hacer el sacrificio de salir de fiesta alguna vez. Es cierto que el ambiente discotequero no me gusta, pero me canso de explicar cada dos por tres que no se trata únicamente de falta de apego a esta actividad: es que me sienta mal a la salud.

Mi primera vez en una discoteca sucedió cuando tenía quince años. Era una de aquellas sin alcohol pero que estaban de moda en mis tiempos. En la entrada siempre había al menos dos chicos peleándose a puñetazo limpio. Eso ya hacía que me tensara porque mi sensibilidad autista no soporta los conflictos. En el interior del recinto estaba todo oscuro, salvo por algunas luces intermitentes y camisetas blancas que brillaban en aquella extraña oscuridad. Todo eso no me ayudaba a sentirme mejor. Fumar no estaba prohibido, así que algo del olor del humo del tabaco se te impregnaba en la ropa. La música estaba muy alta y me molestaba muchísimo en los oídos. Al principio lo fui sobrellevando, pero, cuando quise darme cuenta, estaba sentada en el suelo de un rincón, totalmente ida. Efectivamente: sufrí un shutdown. Al día siguiente, un chico me habló por MSN y me pidió perdón por haberme tomado de la mano, alegando que creía que era un chico. Al saber que era una chica, creyó que me había ofendido y entendió que le apartara la mano. Yo no entendía nada. Pregunté a la gente con la que fui y todos se acordaban menos yo. De verdad que no me di ni cuenta de que un chico desconocido, amigo de alguien de aquel grupo, vino a buscarme y me dio la mano. No fui consciente en ningún momento.

En aquel entonces no sabía, ni siquiera intuía, que era autista. Antiguamente, mis shutdowns los atribuía al aburrimiento. Me sobrecargaba, pero era porque me aburría estar en esa situación, según mi yo adolescente. Por ello, decidí repetir experiencia con una amiga de la infancia: creí que el problema estaba en la compañía con la que fui. Pero no: me sucedió exactamente igual, solo que no llegamos a estar el tiempo suficiente como para que me diera un shutdown.

Después de aquello, no volví a pisar el interior de una discoteca hasta el paso de ecuador, en la carrera. Tenía veintiséis años. Empecé más o menos bien: no había mucha gente y, aunque la música estaba alta y había luces intermitentes, podía sobrellevarlo, incluso si solo sonaba reggaeton, que no me gusta y que, al cabo del rato, es una música que me enajena bastante. Hasta que el recinto se llenó de repente. Había una gran cantidad de gente borracha haciendo el tonto, algunas de las chicas con las que iba se dispersaron para ligar con chicos aun teniendo novio, un chico quiso ligar conmigo frotando espalda con espalda. Todo se empezó a enturbiar y dejé muy pronto de sentirme a gusto, incluso si iba con ganas de intentar pasarlo bien. Sorprendentemente, aguanté cuatro horas. A las cuatro de la mañana ya no daba más de mí. Estaba con las chicas con las que había ido, de pie, en círculo; ellas bailando, pero yo estaba rígida, sin moverme y con el rostro serio. Todo empezó a darme vueltas, se ralentizó mi entorno y se volvió eco. Me volví más sensible a nivel táctil, así que me percaté de que tenía los pies doloridos porque no estaba acostumbrada a llevar zapatos. De repente, un guardia de seguridad me dio toquecitos con los dedos en el hombro. Estaba tan sensible que lo sentí como una agresión y me aguanté las ganas de llorar. Me pidió el carnet de identidad. ¿En serio? ¿Después de cuatro horas? Se lo di. Me preguntó que qué edad tenía y, cuando le contesté, me devolvió el carnet y me dejó en paz. Al verle la espalda, mi cuerpo se relajó y se me cayeron algunas lágrimas que estaba conteniendo. Me las sequé rápido y se lo conté a una de las chicas con las que fui, que me preguntó qué quería –no se dio ni cuenta de que había llorado un poco–. A partir de ahí, la noche fue en picado. Los asientos estaban todos ocupados e intenté sentarme en un rinconcito en el suelo donde no molestara a nadie, pero me hicieron levantarme porque estaba prohibido sentarse en cualquier lugar que no fueran los cuatro sillones contados que tenían en la sala común. A las cuatro y media salíamos del recinto, yo ya no podía más con mi vida y hasta las seis no llegaríamos a casa de la chica donde nos quedábamos a dormir.

Fue una experiencia horrible. No me arrepiento de haber ido porque allí conocí al grupo de la universidad que más tarde se convirtió en mi grupo de amistades que aún conservo. Pero me costó una noche que se me hizo eterna y en la que sufrí lo inenarrable.

Al año siguiente, en verano, con el grupo de amigas hicimos un viaje a Salou. Hubo una noche que salieron de fiesta. Me insistieron muchísimo en que fuera con ellas, pero yo me negué. La gente no entiende la diferencia entre que no me gusta salir de fiesta y que no me va bien para la salud. Se creen que son excusas. Pero en el hipotético caso de que no me gustara salir de fiesta y fuera únicamente eso, nadie tiene que hacer un sacrificio de participar en algo que no le gusta. Porque eso del hoy por ti y mañana por mí no se aplica nunca en estos tiempos que corren. También hubo quien comentó lo divertido que sería verme borracha –no sé qué diversión le veis a emborrachar a una persona abstemia–. El resultado de aquella noche fue que éramos diez personas y todas se fueron de fiesta menos yo. Me quedé sola en la casa que habíamos alquilado para ese fin de semana, pasando el rato a mi manera, y dormí fatal aquella noche hasta que llegaron porque me quedé con el móvil encendido y con sonido por si tenían algún problema. Pero esto es responsabilidad mía, no estoy culpando a nadie: ellas tenían derecho a pasarlo bien de la manera que eligieran.

El verano posterior fuimos a Andorra. Este es un país que no tiene mucha actividad nocturna. Dijeron de ir a tomar algo a un pub, que es un plan que a mí no me viene mal a pesar de una más que probable música alta, pero, por alguna razón, terminamos en una discoteca. Era un recinto muy pequeño, casi parecía un bar que usaba determinados elementos para parecer una discoteca por la noche. No había mucha gente y lo agradecí enormemente, pero las luces intermitentes eran lo peor, me llegaban a enajenar bastante. El sonido, por supuesto, debía estar alto. Soy más sensible a los sonidos que a las luces, pero, en aquella ocasión, me afectaron más las últimas porque me hacían sentir dentro de Polybius, el famoso videojuego de los ochenta que ocasionó una leyenda urbana. En algún momento, me cansé de estar de pie y me hubiera gustado poder sentarme, pero las normas del local incluían tener que pagar una botella de alcohol entera para poder sentarte. Nadie iba a pagar veinticinco euros para que nos pudiéramos sentar, así que sobreviví aquella noche saliendo a ratos a la calle para poder respirar y relajarme un poco. Tampoco entiendo la manía de estos lugares de no dejarte sentar donde puedas cuando no hay muchos asientos o de tener que pagar una barbaridad de dinero para poder usarlos. Aquel día sí me molesté, porque se tuvieron en cuenta los intereses de algunas chicas del grupo a las que la idea del pub no les gustaba, pero no se respetaron los límites de mi salud.

No he vuelto a pisar una discoteca. Y no, a menos que me lleven engañada como sucedió en Andorra, no lo volveré a hacer. No es un ambiente para mí y no creo que sea tan difícil de entender. El shutdown no es agradable y es cierto que lo puedo experimentar en otros contextos, pero si se puede evitar, no me voy a exponer a él. Es mi salud mental la que está en juego. Un pub es distinto porque al menos te sientas y puedes arrinconarte, de modo que ni el cansancio ni la gente te estorban. Además, las luces no suelen ser intermitentes, aunque sí sean tenues. Lo único malo es la música alta, pero si es el único elemento disruptor, se puede controlar. Por ejemplo, en mi ciudad hay un pub estilo inglés al que he ido con grupos de gente algunas veces y he estado bien.

Las discotecas son distintas porque son demasiado estimulantes a nivel sensorial, no responden a la necesidad de descanso, exigen una vestimenta que para una persona autista puede resultar estresante como es mi caso, hay una aglomeración de gente y el comportamiento de dicha gente, a menudo, no es el más adecuado socialmente hablando, sobre todo si han tomado demasiado alcohol o incluso pastillas.  No me parece descabellado que haya personas a las que no les guste, pero todavía me parece más comprensible que una persona autista huya de entornos así.

No es que no me guste ir a la discoteca. Claro que no me gusta, pero probablemente sea por las razones anteriormente citadas. Quizás si fuera neurotípica, me gustase o no, no me importaría ir ni que fuera de vez en cuando. Pero soy autista y la discoteca es un territorio muy hostil para mí. Si se asume que me resulta un sacrificio grande estar en un lugar así, porque incluso algunas personas mencionan justamente esta palabra, entonces no entiendo la exigencia de asistir. Es un sacrificio, así que, quien decide si tomarlo o no, soy yo. Si es un sacrificio, por supuesto que no es nada fácil. Y si no es fácil para mí y no vamos a estar en igualdad de condiciones, no tiene sentido que se insista en mi asistencia. Nadie tiene que hacer ningún sacrificio sobre algo que no quiere o no puede hacer, pero, en el hipotético caso de que un día alguien lo pudiera hacer, no se trata de pedir un sacrificio si no ofreces nada a cambio. Es decir, si yo cedo a que un día vayamos a la discoteca, después déjame a mí decidir a dónde ir. Pero eso nunca pasa. La existencia de un sacrificio debe ser bidireccional. Si no es así, nadie se puede molestar por que no quieras hacer un sacrificio.

Pareciera que la gente no escucha o no quiere comprender. No es fácil ser adolescente o joven adulto y que las personas de tu entorno se diviertan casi exclusivamente en las discotecas. Esto, en mi grupo actual de amistades no pasa, pero es lo que le pasa a mucha gente que termina sola, aislada socialmente por culpa de esto. Sí, independientemente de que sean autistas o neurotípicas. Es lo que me sucedió a mí en la adolescencia, que es una etapa muy frágil en la que necesitas sentir que perteneces a un grupo. Sin embargo, yo, como muchas otras personas, no nos sentimos así. Perdí muchas amistades y mucha posibilidad de creación de vínculos con coetáneos por esto. Y, ojo, que yo no me arrepiento de las decisiones que tomé: sé que si hubiera ido, seguramente hubiera tenido una vida social mucho más rica y, tal vez, hasta hubiera hecho amistades que me hubieran ayudado a adquirir técnicas de socialización mucho antes de cuando las adquirí. Pero dudo muchísimo que exponerme tanto hubiera sido positivo para mí en términos generales, porque mi salud mental y física se verían afectadas y eso siempre pasa factura a lo largo de los años.

Salir de fiesta parece la única opción viable cuando tienes determinada franja de edad, como si no existieran otras formas de pasarlo bien. Es cierto que en las discotecas se crean muchas amistades y conoces a mucha gente y todo eso. También es cierto que, al parecer, surgen anécdotas y experiencias que unen más al grupo. Por eso, los que no vamos, nos quedamos fuera de estos grupos muy pronto. Pero es injusto. Porque la discoteca no debería ser el único entorno en el que socializar, ni crear recuerdos graciosos y bonitos, ni debería ser la excusa para dejar de lado a nadie. Si tenéis a alguien en vuestra pandilla que no disfrute de estos entornos, salid de discoteca si queréis, pero id alternando con otro tipo de planes para acoger a esta persona. La amistad también se trata de cuidar al otro.



Comentarios

  1. Me SÚPER identifico con todo lo expuesto, con la diferencia que no me afecta a la salud sino que soy de esas personas que mencionás a las que no le gusta el lugar y lo que se genera en él. Y sí, en el secundario me pasó tal cual lo que decís, uno queda aislado del grupo grande que salía de parranda. Igual siendo muy consciente de que vas quedando excluido, tampoco me arrepiento porque no creo conveniente hacer algo que no me gusta para agradarle a los demás. Encima tampoco era de andar en grupos grandes sino que siempre preferí tener una o dos amistades que también eran marginadas por el resto. ¡Aguante el rincón de los marginados! xD

    Muy interesante conocer cómo puede llegar a afectar a una persona no neurotípica. Tantas cosas que no se saben...

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    Respuestas
    1. Sí, te entiendo un montón, porque, aparte de lo que me pase por autista, pues también un poco de lo mismo que te pasa a vos.
      ¡Aguante el rincón de los marginados! xD La verdad que mejor tomarlo con humor, sí. Pero es complicado crecer así, la verdad. Hay personas que tienen la fortuna de encontrarse con iguales a su alrededor con sus mismos gustos, inquietudes, mismo tipo de planes... Pero no fue ni tu caso, ni el mío. Igual lo superamos con los años y conseguimos amigos por otras vías :).

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