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Las festividades navideñas

La Navidad es una fecha muy controvertida que gusta a algunos y que otros detestan. Entre personas autistas no hay excepción tampoco. ¿Nos gusta la Navidad? Dependerá de la persona.

Personalmente, ha sido una fecha que de pequeña disfrutaba mucho. En Nochebuena nos juntábamos toda la familia materna, personas a las que veía cada sábado en casa de mi abuela. Pero aquella noche era especial: cantábamos, bailábamos, comíamos y, cuando ya habíamos hecho un poco de todo, salíamos a la calle a tocar la pandereta o la zambomba y a cantar villancicos. Los pequeños de la casa hacíamos cagar al Tió, momento que me emocionaba como el que más. Con un poco de suerte, si estábamos muy cansados y nos quedábamos dormidos al final de la noche, tal vez nos dejaran durmiendo en casa de la tía en la que se hubiera celebrado ese año. A veces, mi primo coetáneo y yo nos hacíamos los dormidos para ver si nos dejaban allí.

¿Me molestaban los ruidos y cánticos? Visto en retrospectiva, creo que sí, pero que no era consciente. Si uno ignora, es feliz. La comida estaba rica y en mi infancia disfrutaba de los dulces mucho más de lo que los disfruto ahora. Algunas personas autistas tienen problemas con la gestión de las sorpresas y es uno de los motivos que llevan a que lo pasen mal en estas fechas. No era mi caso: a mí me hubiera hecho sentir mal no saber que podía recibir sorpresas. Pero era Nochebuena y veníamos alimentando al Tió durante varias semanas. Se nos estaba anticipando que recibiríamos. No sabíamos el qué, pero eso para mí no era problema.

El día de Navidad, mi hermano y yo amanecíamos con regalos bajo el árbol. Más de lo mismo: sabíamos que íbamos a recibir regalos, así que no era nada que me hiciera sentir mal. Es más: os puedo contar que hubo un año que mi hermano se puso muy impaciente y nos dieron los regalos la noche anterior… Ese año sentí que la Navidad se había estropeado para mí, porque los regalos no se daban la noche del veinticuatro, sino la mañana del veinticinco, en la que los recogías bajo el árbol. Para mí lo que era importante era respetar eso. Qué fuera o no fuera la sorpresa, me daba lo mismo.

En lo referente a toda la parte de convivir en sociedad en esas fechas, a mí me encantaban las luces y los anuncios de juguetes. Era una niña, al fin y al cabo: es lo lógico. De pequeña no tenía tanto problema sensorial. O, de hecho, a menudo pienso que sí que lo tenía, porque recuerdo las consecuencias de lo que ahora entiendo que fueron sobrecargas, solo que no era consciente de ello.

Escribir la carta a los Reyes era un momento en el que podía hacer introspección, descubrirme a mí misma con mis intereses. Era divertido, sobre todo si el día tres íbamos a ver a los pajes para que les llegara. Las colas se hacían pesadas, pero se sobrellevaban por la emoción de ver a unos señores vestidos como orientales escuchando tus deseos y dándote caramelos.

Antes de eso teníamos la Nochevieja. En mi infancia recuerdo haber ido a casa de amigos de mis padres. Se aglomeraba mucha gente, mucho ruido, muchas luces. Entonces no lo sabía, pero aquella noche yo irradiaba felicidad porque me daba un subidón de adrenalina que luego caía en picado convirtiéndose en shutdown. Al ser pequeña, mis padres, simplemente, lo atribuían a estar cansada, como era lógico. Vivir la Nochevieja en subidón me lleva a recordar una sensación de disfrute enorme, aunque luego las consecuencias fueran nefastas. Era tan extraño como que una niña de perfil bajo, introvertida y reservada como yo, se volvía el centro de atención porque me dejaba la piel bailando y cantando.

El cinco de enero por la tarde teníamos la tradición de bajar a la cabalgata de los Reyes en mi ciudad. Había mucha gente y no me gustaba, pero estaba muy centrada en los estímulos que me proporcionaban las carrozas y la gente que había en ellas tirando caramelos, con lo cual, no prestaba atención a mis molestias.

La mañana del seis de enero recogíamos mi hermano y yo los regalos del zapato y a media mañana íbamos a encontrarnos con la familia materna en casa de mi abuela para compartir qué nos habían regalado a cada uno, estar un rato juntos y volver cada uno a su casa a mediodía.

Todo esto os lo explico porque cada año se hacía lo mismo, por lo que se tornaba en tradición. Soy una persona que da muchísima importancia a estas tradiciones, por lo que, aunque en algún momento pudiera sentirme mal, lo prefería mil veces antes que romperlas: me hubiera sentido mucho peor en ese caso.

A medida que fui creciendo, algunas de estas tradiciones fueron cambiando. En Nochebuena ya no existía el Tió, ni venía todo el mundo; durante mi adolescencia, nos empezamos a juntar con mi familia paterna para celebrar Sant Esteve –26 de diciembre– y era un día que me desvinculaba muchísimo porque sentía un desarraigo muy fuerte por la familia de mi padre… Estos cambios me hacían sentir un poco mal. No hasta el punto de sufrir ninguna crisis, pero sí de sentir una punzada en el corazón y un nudo en la garganta. En fin: consecuencias de crecer.

Hablemos de cómo lo llevo en la actualidad. La Navidad en general me resulta muy cargante. A medida que fui creciendo, fui más consciente de todo lo que me molestaba. En mi adolescencia empecé por darme cuenta de las aglomeraciones y, algunos años más tarde, de las luces, los ruidos y los sonidos altos. Ya no disfruto la Navidad en la calle. Progresivamente he ido tolerando menos los dulces, al punto de que ni los navideños me hacen ilusión. Sí, como turrón, mantecados, barquillos… Pero menos cantidad y mucho más fragmentado en el tiempo porque cada vez detecto antes y en mayor intensidad el azúcar, cuestión que me desagrada.

En Nochebuena seguimos la tradición de juntarnos con la familia de mi madre en casa de alguna de mis tías o en la nuestra. Pero se han vuelto cenas comunes y corrientes. Mi yo hipersensible lo agradece, aunque entra en contradicción con mi yo nostálgico. Eso sí: cuando se van, me quedo muy tranquila, porque tengo tendencia a quedarme aislada de todas las conversaciones que se mantienen en paralelo, conversaciones que me confunden, que me saturan y que, a veces, me dan ansiedad por la cantidad de ruido que generan. Cuando desconecto mentalmente un buen rato o me concentro en curiosear mi móvil durante un tiempo prudencial, entonces intento integrarme en alguna de las conversaciones. Me paso, entonces, toda la noche alternando entre conversar y aislarme de mente.

La comida de Navidad se hace en un restaurante. Pasé muchísimos años sufriendo con el tema del menú navideño, porque mientras yo prefería locales más caseros, mi familia necesitaba ir a lugares más sofisticados en los que no había nada que me encajara especialmente. No solo era deprimente, sino que me moría de hambre porque no comía nada y lo pasaba mal con los camareros. Desde hace tres años parece que hemos encontrado el restaurante perfecto para todos: comemos bien, nos atienden bien y ya, incluso, nos conocen. Esto toma un aire de tradición e invariabilidad que me gusta.

En Sant Esteve seguimos con la tradición de juntarnos con la familia de mi padre. Nuestra relación ha ido mejorando con los años y las rencillas personales se han ido quedando atrás. Esto ha facilitado un ambiente acogedor. Aun así, somos tantos, que siempre me termino saturando. A menudo me aíslo un rato porque lo necesito: salir del murmullo, alejarme del ser humano. Así retomo energías para seguir con el día. Me gusta ir porque tengo un primo viviendo en otra comunidad autónoma que tiene dos hijas y solo las veo ese día del año. Con una de ellas tengo un vínculo muy bonito y me siento muy a gusto estando con ella. Es casi como un aire fresco para unas fechas tan cargantes.

De todas las festividades navideñas, creo que la que más autista me hace sentir es la Nochevieja. Es la más importante para mí. Esa noche absolutamente todo se vuelve tradición y necesito que haya variabilidad cero. Esto es lo que siempre hago:

Cuando llega la noche, ponemos el mantel rojo. Preparamos la mesa y cenamos: esa noche yo siempre ceno croquetas. Retiramos los platos y preparamos los dulces navideños y los frutos secos. Comemos un poco mientras esperamos que a las diez de la noche dé comienzo el Especial de Nochevieja de José Mota. Tras el término del especial, nos levantamos para prepararlo todo para las campanadas: para mis padres las doce uvas; para mí, doce olivas. Charlamos y hacemos un poco de tiempo. Pasamos las campanadas y el resto de la noche dejamos puesta la televisión en algún programa musical. A lo largo del tiempo que nos queda por estar despiertos, vamos con nuestra rutina de meter algo más en el cuerpo. Primero un café; más tarde un helado –siempre el mismo: en mi caso, una tarrina de vainilla y chocolate, que es la que venden en La Sirena–; y el resto de la noche, seguimos con dulces navideños y frutos secos, en mayor o menor medida, según se encuentre nuestro cuerpo, que no es bueno eso de meter azúcar por meter. A partir de las tres de la mañana empieza la cuenta atrás: puede que a esa hora ya nos vayamos a dormir, o puede que tardemos un poco más, pero más o menos sobre esa hora nos vamos.

Nochevieja es sagrada. Que no me la toquen, incluso si soy consciente de que no durará para siempre, porque el día que me independice no será igual. Pero, por el momento, que nadie la toque. Y va muy en serio. El año pasado tuvimos dificultades para encontrar el helado que como para esa noche todos los años. Al final, mi madre lo consiguió, pero antes de eso, me pasé dos semanas angustiada, pensando que se me estropeaba la Nochevieja aquella vez.

También seguimos bajando a la cabalgata de los Reyes el cinco de enero, pero ya no la disfruto. Lo hago más por seguir la tradición porque, como he dicho antes, me importa más eso que el hecho de pasar un mal rato. La verdad es que cada año me cuesta más: aumenta el gentío, las luces son más potentes, la música cada vez más alta y chirriante… Se vuelve bastante insoportable. Pero no dura mucho más de media hora, así que es asequible. Y me tranquiliza ver ciertas carrozas que todavía salen en la rúa.

El día de Reyes, con el paso de los años, se ha convertido en un día como cualquier otro. Desde que murió mi abuela, no nos juntamos. En mi casa ya ni siquiera nos hacemos regalos: mis padres me dan algo de dinero y yo lo guardo. A ellos se le compran los regalos antes o después de la fecha porque los miran con tiempo y analizan qué necesitan.

Este sería un buen resumen de lo que implica para mí vivir la Navidad. Como veis, hay cuestiones que se suman o que aumentan con los años, como es la hipersensibilidad. Otras que ya se intuyen por mis características autísticas: los cambios me afectan mucho en mi día a día, así que, en Navidad, estos se vuelven insoportables, por lo que respetar las tradiciones es sumamente importante para mí.

Experiencias hay muchas, muy distintas a la mía. A algunas personas autistas les afecta menos que a mí, a otras más, a otras más o menos igual, pero en otros aspectos (por ejemplo, no soportan las sorpresas y necesitan saberlo absolutamente todo)… Al final, cada individuo es distinto, igual que sucede con el sistema neurotípico.

Lo que sí voy a pedir para aquellas personas que lo pasan horriblemente mal es que se las respete y que se les brinde un espacio seguro. Y, por supuesto, si alguien necesita consejo, tiene la caja de comentarios, el correo, mi cuenta de Twitter… Incluso si disponéis de mi teléfono, estoy a toque de WhatsApp. Ya lo sabéis. Que nadie se quede solo en estas fechas, ni personas autistas, ni familiares que igual necesitan un poco de ayuda o apoyo para comprender a sus peques en el espectro.



Comentarios

  1. ¡Qué bueno leer todo esto! Además de saber más de cómo lo pasás vos y el tema de la entrada, uno aprende sobre las costumbres por allá. Del caga tió me contaste en su momento e incluso me mostraste un especial de José Mota, una crítica que estaba buenísima.

    Vuelvo a desearte una feliz navidad, ahora por acá n.n

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    Respuestas
    1. Sí, ya casi todo se perdió, Lio. Este año ya ni cantamos villancicos siquiera. El espíritu navideño por el piso, jajaja.
      Lo del Tió lo vivo más desde fuera. O sea, sé que es una tradición que se mantiene, pero en mi familia ya no se vive desde hace muchísimos años.
      El especial de José Mota de este año estuvo buenísimo :D. Tengo que pasarte un sketch que hizo de Messi jajajaja.

      ¡Feliz año!

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  2. Muchas gracias por tus palabras y por contar tu historia, Carmen :).

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