Mientras uno está trabajando o estudiando, la rutina diaria consume mucha energía. Los estímulos a los que nos exponemos día tras día resultan agotadores al final de la jornada. A eso se le suma el estrés continuo y el innegable cansancio que, tras mucho tiempo, acabas acumulando. Si una persona neurotípica necesita descansar, una persona autista todavía más. Personalmente, me ayuda a sobrellevar mejor mi situación laboral o estudiantil el hecho de pensar en ella de manera fraccionada: «Va, solo tres meses y ya vacaciones», «Dos semanas más, solo dos semanas y ya estaré libre». Esto da una pista de que, para mí, como para cualquier otra persona, las vacaciones tienen un valor.
Entonces,
¿Por qué digo que no me gustan las vacaciones?
Mientras
estoy ocupada con el trabajo o con los estudios, me absorbo demasiado en mí
misma, vivo prácticamente para eso, incluso si tengo ratos de ocio. Es más: los
necesito. Pero me sumerjo mucho en aquel proyecto principal que esté llevando a
cabo. Esto me permite estar activa en una rutina que no me cuesta demasiado
llevar, a pesar del cansancio que se acumula con el pasar de los días y la sobrecarga sensorial sumada a una más que probable sobrecarga emocional. Cuando
ya llevo mucho tiempo y el cansancio me abruma, mi mente empieza a divagar
sobre aquello que quiero hacer cuando tenga vacaciones y se implanta en ella la
necesidad de contar cuánto falta.
Pero
llega el día esperado, las vacaciones comienzan y, al principio, cuesta ubicarse.
No tengo nada que hacer, así que, todos los planes que quería llevar a cabo, me
cuesta iniciarlos porque aún estoy en alerta y, para disfrutarlos de verdad,
necesito sentirme en paz. Para colmo, empieza una nueva rutina a la que también
me tengo que adaptar. Los primeros días de ese periodo tan esperado se
desaprovechan por incomodidad. Entonces, me recupero y hago todo lo que quiero.
Me absorbo tanto en mi nueva rutina de ocio y libertad, que me siento como en
un limbo donde el tiempo se detiene. Algunas de estas veces eso es positivo, pero en otras puede provocarme mucho malestar emocional. Todo dependerá de mi salud mental del momento, de mi estado físico y todas esas cuestiones que influyen en que te sientas mejor o peor. Afortunadamente, no me pasa muy a menudo, pero cuando se da la circunstancia de sentirme mal, siempre suele ser por el mismo motivo:
Quedo poco o nada con mis amigos porque los tengo lejos, así que paso la mayor parte de mi tiempo sola, mientras veo cómo ellos hacen su vida. Eso me alegra por ellos, pero me pone triste por mí, porque empiezo a darle vueltas, pensando que cada uno sigue su vida y que no me echan de menos, incluso si intento interactuar con ellos a través de un sistema banal como es la mensajería instantánea: Al estar viviendo sus experiencias, lógicamente, no están pendientes del teléfono y tardan en contestar, si es que lo hacen. Entonces, paso el resto de las vacaciones en un bucle de sentimiento de soledad completamente infundado por mí misma, para nada real. A pesar de saberlo, puedo llegar a sentirme mejor, pero no siempre superarlo… hasta que vuelve la rutina de la jornada laboral o de estudio.
Días
antes de esta vuelta, también me angustio pensando en que tengo que volver,
reactivarme, llevar un ritmo frenético que me da ansiedad, exponerme a los
estímulos mundanos otra vez. Justo cuando ya me estaba habituando a estar de
vacaciones, tengo que volver a mi rutina de siempre. Y siento reticencia por
ello y me irrito cuando la gente a mi alrededor me lo recuerda. Pero, una vez
que vuelvo, me dejo caer en la más absoluta de las rutinas, con energías
renovadas, pero con la sensación de que me falta un poco más de tiempo para
disfrutar de mí misma.
Esto
tan solo es diferente en las vacaciones de verano, en las que los tres meses se
me hacen demasiado largos y el sentimiento de soledad es todavía más profundo
porque el periodo se extiende más en el tiempo. Al final, lo que denota ese sentir es falta de contacto social diversificado, puesto que, fuera de periodos vacacionales, al estar trabajando o estudiando, estoy relacionándome, interactuando con mis pares. El sentimiento de soledad del que hablo se palia un poco en verano cuando me voy unos días a casa de mis amigos Albert y Marina y si en
determinados momentos voy aprovechando para hacer quedadas con otros amigos,
aunque sea puntualmente. Si tengo la fortuna de poder viajar ese año y desconectar de mi entorno unos días, hasta puede que mi situación mejore. Pero con tanto tiempo por delante, me cuesta mucho
reactivarme después y caigo en el tedio y la pereza muy fácilmente, cuestión
que no ayuda a sentirme bien y a aceptar la nueva rutina principal.
Me
siento tan mal al volver de vacaciones, que se apodera de mí el sentimiento de
que preferiría no tenerlas, antes que interrumpir la rutina para ello y luego
tener que reengancharme. Es decir, se adueña de mi mente y mi bienestar emocional la sensación de que odio las vacaciones. Pero esto es irreal: yo también las necesito y me gusta mucho tenerlas. Es solo que son demasiado trajín para una persona autista: adaptarse a los cambios y cambiar de hábitos seis veces al año es agotador.
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