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El concierto de Bruce Springsteen

El domingo, 30 de abril, fui al concierto de Bruce Springsteen. Después de que han pasado todos estos días, me he dado cuenta de que me sucedieron muchas cuestiones de las que podría hablar en este blog por su relación con el autismo. Es por esta razón que he decidido escribir una entrada exclusivamente hablando de ese día. Un día cargado de experiencias que os pueden ayudar a entender mejor a algunas personas autistas.

Bruce Springsteen es un cantante al que empecé a escuchar cuando tenía diecisiete años, en mi época de bachillerato, allá sobre el 2007. Desde entonces supe que, alguna vez, me gustaría asistir a un concierto suyo. Sin embargo, soy amante de la música en general y tampoco puedo decir que escuchara tantísimo a este hombre durante todos estos años. Me vinculaban a él unas emociones muy fuertes, pero solo lo escuchaba mucho por rachas. Rachas de hiperfijación que me daban por él.

Al anterior concierto en 2016 no pude ir y, desde ese entonces, me prometí que iría a la próxima, pensando que tardaría dos o tres años, nada más. A Bruce le ha llevado siete años volver a Barcelona. Esta vez también estaba previsto que me quedara sin concierto porque las entradas salieron en un día de trabajo y en medio de una clase no puedes parar y decirle a tu alumnado que espere porque tienes que sacar entradas para un concierto. Me desilusioné y me resigné, pero seguí adelante, sin más.

Diecinueve días antes del concierto, Dídac, un excompañero de música, me estaba ofreciendo una entrada, sabiendo de mis ganas de ir y de la desilusión que me llevé. Por supuesto, le dije que sí. Y ahí se activó toda la maquinaria.

Como sabía que, muy probablemente, cantaría muchos temas que no conocería, decidí buscar la lista de canciones de su gira de este año. Encontré en internet la lista de su concierto en Tampa, que fue el primero de la gira, y creé una lista de reproducción de Spotify para aprenderme todas las canciones. Se vino el hiperfoco de escuchar única y exclusivamente esa lista en bucle, sin parar. Mientras trabajaba, mientras estaba en la ducha, mientras descansaba… Solo esa lista de canciones y con las comidas como único parón.

Estuve, además, todos esos días con el cuerpo hiperactivo. Era incapaz de dejar de moverme: cuando no estaba con stimming, mi cuerpo bailaba solo, imaginando lo que sería estar bailando y cantando algunas de las canciones de Bruce en el concierto. Mi madre llegó a comentarme que se me notaba muy entusiasmada. El nivel era tal que, cada vez que estaba desanimada, cansada o estresada, mi madre solo tenía que pronunciar «Bruce Springsteen» para que se me pasaran todos los males, incluso si eso significaba perder la concentración en el trabajo para el resto del día.

El sábado salió la lista de canciones que cantó en el concierto del viernes, también en Barcelona: había cambiado algunos de los temas con respecto a la lista de Tampa. Una sensación desagradable me recorrió el cuerpo, porque enterarme a última hora de que algunas de esas canciones que llevaba más de dos semanas escuchando no sonarían en el concierto, no es lo mejor para una persona autista. Cambié los temas en la lista y me entró una sensación de urgencia: necesitaba escuchar las canciones nuevas para integrarlas en el repertorio mental que me había armado. El problema es que no lo pude hacer mucho porque tengo obligaciones que cumplir y el máster me está ocupando casi todo mi día a día.

Y llegó el día del concierto. Era incapaz de concentrarme en los trabajos de la universidad, así que decidí tomarme el día libre. Tampoco quería escuchar a Bruce Springsteen porque quería reservarlo para la noche. Pasé el tiempo como pude, hasta que llegó el momento en el que Dídac me vino a buscar en coche. Había estado planeando qué ropa ponerme, pero cuando llegó la hora de vestirme, me encontré con una sorpresa: la última colada no se había hecho aún, por lo que no pude ponerme los pantalones que tenía previsto ponerme. Otro cambio. Me entraron ganas de llorar, pero traté de relativizarlo, me animé pensando que iba a ir a pasármelo bien y que la ropa era lo de menos. Entonces me llamó Dídac y bajé para que pasara a por mí. Estaba preparada para conocer a su hija y a su hermana porque ya me había avisado con antelación que iríamos con ellas, que primero iríamos con la hija y luego pasaríamos a buscar a su hermana. No era una situación social agradable, pero podría soportarla al haberme podido mentalizar gracias a su anticipación.

Durante el trayecto, Dídac llevaba música de Bruce Springsteen, pero no me molestó: lo entendí como una manera de ir calentando motores para el espectáculo. La hija parecía agradable y, cuando pasamos a por la hermana, ella más de lo mismo. Pero yo no hablaba demasiado, si no era porque Dídac me diera tema de conversación o alguna de ellas me preguntara algo. Dídac en un momento dado me habló de que tenía las entradas de otras personas que también iban al concierto y que estaban ya desde hacía rato haciendo cola para que nos uniéramos a ellos. Eso ya me empezó a preocupar: no porque tuviera nada en contra de esta decisión, sino porque no se establecía dentro del plan que me habían contado en un primer momento. Se puso peor la cuestión cuando supe que una amiga de la familia también estaba por allí con otra amiga de ella. De partida éramos cuatro y nos íbamos a terminar juntando el doble. Podría haberme descompuesto, pero decidí que nada iba a estropearme el concierto y me autoconvencí de que no era tan grave, especialmente porque Dídac me puso en contexto a todas las personas con las que nos íbamos a encontrar y eso me facilitó la tranquilidad. En una de las conversaciones, se les ocurrió hablar sobre qué camiseta de Bruce Springsteen llevaban puesta. Los tres llevaban a Bruce en su ropa, menos yo. Por unos segundos me sentí fuera de lugar. Les expliqué que me había planteado en algún momento comprarme una camiseta del tour por internet, pero que las vi muy caras y con el tiempo muy justo como para arriesgarme a que el paquete no llegara para el concierto. Me dijeron que debía comprármela en el mismo recinto cuando entráramos. Les sonreí y les dije que sí, pero en el fondo no estaba convencida de ello: tenía claro que, si me la compraba o no, dependería exclusivamente del impulso que sintiera en ese momento. Por un lado, me hacía ilusión tener un recuerdo; por el otro, el precio por una camiseta de manga corta me parecía excesivo. Me lo podía permitir, pero yo siempre he sido reticente a pagar una cantidad injusta.

Llegamos al lugar para hacer cola allá sobre las 17:30h; abrían puertas a las 18h. Encontramos a la pareja que había estado haciendo cola por todos nosotros y al rato llegaron las dos amigas. Justo cuando logramos juntarnos los ocho que íbamos a entrar, empezó a chispear. Estuvimos rezando en nuestro interior para que no lloviera: después de meses sin llover, sería mucha casualidad que lo hiciera justo en ese momento, sobre todo teniendo en cuenta que llevábamos todo el día a unos 30º y hacía un calor terrible.

Pero el tiempo no nos hizo caso: llovió. Llovió mucho. Allí nos juntamos un montón de personas en manga corta o en tirantes aguantando un diluvio sin poder hacer nada. Algunos llevaban chubasquero, otros se tapaban la cabeza al menos con bolsas de plástico… Y otros no teníamos absolutamente nada. Yo llevaba un jersey en la mochila, pero cayó tanta agua que, cuando fui a echar mano para calentarme un poco, estaba empapado. Y así estaba yo también en poco tiempo: empapada, tiritando muchísimo de frío porque soy sensible a los cambios de temperatura, y sin soluciones. La amiga de la amiga de la familia llevaba una chaqueta tejana que se había puesto por encima para cubrirse un poco y me acogió a su lado para protegerme, ni que fuera un poquito. No me hacía ninguna gracia arrimarme a una desconocida, como bien podréis deducir, pero tuve que elegir entre el dolor por el contacto físico desconocido o dejar que el frío me provocara un serio problema de salud: llevaba rato con el cuerpo pálido y las manos moradas, echándome vaho caliente a la desesperada en los brazos y frotándome las manos, saltando sobre mis pies encharcados para darle calor a mi cuerpo. Todos estaban sufriendo viéndome pasarlo mal y me ofrecían sus ropas mojadas y otro tipo de ayudas que eran poco funcionales para el momento, pero que cargaban con muy buena intención y yo, ya sabéis, Capitán Autista hasta la médula, no acepté ninguna ayuda que no fuera la de la chica aquella tapándome y les iba repitiendo constantemente que estaba bien, aunque fuera mentira. Las soluciones que me daban también se escapaban de toda lógica, especialmente porque en muchas salían ellos mismos perjudicados: en algún punto, estaba tan afectada que hasta sentía una molestia emocional interna cada vez que me proponían algo sin sentido. La espera se estaba haciendo larguísima y no por la propia espera en sí, sino por la lluvia y porque las puertas no las abrieron a la hora prevista y eso, como adivinaréis, tampoco me sentó nada bien. Sentía que el tiempo se había detenido y que nos habíamos quedado estancados con él. Solo me sacaban de ese estado de trance un par de situaciones:

Una de ellas fue que, en la fila, a ratos, nos poníamos todos los fans a cantar el estribillo de Waitin’ on a sunny day en un intento desesperado de hermanarnos para ver si la lluvia nos escuchaba y nos daba tregua. Eso me conectaba con la vivencia y me hacía sentir calor en mi interior. El dato gracioso es que a veces la lluvia cesaba, aunque fuera solo por unos segundos.

La otra fue un grupo de extranjeros que se dedicaba a pasearse cola arriba y abajo coreando un «lololo» constante al ritmo del bajo del tema Badlands. Era divertido verlos tan motivados, sin el ánimo quebrado y tratando de que todos los demás no nos viniéramos abajo. Otro se paseó en patinete eléctrico con música de Bruce Springsteen a todo volumen para que cantáramos con él.

Y por fin abrieron las puertas, a una hora más cercana a las siete que a las seis. No tardamos demasiado en entrar al recinto, aunque sí tardamos un poco más en llegar al estadio, porque a pesar de la lluvia nos hicieron dar toda la vuelta y hubo muchas revisiones de entrada, más el control de quitar los tapones de las botellas. Pero ya estábamos dentro, algo más animados y teniendo al lado a los de los coros haciéndonos reír y contagiándonos: acabamos coreando también. Entramos al estadio y lo primero que hice fue mirar al cielo: no estábamos a cubierto y podría seguir lloviendo. Me empecé a preocupar, pero no tuve mucho tiempo para pensarlo porque vimos el puesto de camisetas y todos tuvimos la misma idea: vamos a comprarnos una para poder cambiarnos, al menos, la parte de arriba de nuestra ropa. Nos aguardaban tres horas de concierto por delante más el tiempo de espera, por lo que tantas horas con toda la ropa mojada podría acarrear problemas de salud. Yo me vi comprando la camiseta que finalmente no había comprado por internet. Estaba claro que esa camiseta tenía que tenerla de una forma u otra.

Con Dídac y su familia habíamos acordado quedarnos un poco atrás porque no se vería tan mal y la gente se amontona mucho en las primeras filas, cosa que no es agradable. Yo, como buena autista, estuve de acuerdo. Sin embargo, cuando fuimos a buscar sitio, las dos amigas de nuestro grupo se metieron en el montón de gente cerca del escenario. Fuimos a buscarlas para decirles que nos colocáramos más atrás y hubo dos personas que se empezaron a poner muy nerviosas: una mujer y un hombre. A la mujer le intenté explicar que solamente íbamos a buscar a gente de nuestro grupo para sacarlos de allí, que no pretendíamos colarnos y que nos dejara pasar más porque veníamos juntos, pero ya nos íbamos. No quiso entenderlo y se puso muy desagradable, diciéndome cosas como que, si íbamos en grupo y no acabábamos todos juntos, que nos jodiéramos, porque ella había decidido que yo sería la última persona a la que dejaría pasar. Con el hombre habló Dídac, que no sé cómo fue capaz de mantener la calma porque ambos nos estaban hablando bastante mal, hasta el punto de provocar que terceras personas que no sabían de qué iba el tema nos dijeran que teníamos mucho rostro. Salimos de ese embrollo en cuanto pudimos, pero a mí aquello me dejó tensa entre esas situaciones violentas y que, mientras sucedían, estaba atrapada y apretujada entre dos personas sin capacidad para moverme: un tranchete en un bocadillo mixto tenía más posibilidad de movimiento que yo. Total, para nada, porque las chicas se quedaron allí. A Dídac se le pasó rápido y no le dio importancia, pero yo tuve a la mujer diciéndome cosas en bucle en mi cabeza y no conseguía que se fuera por más que lo intentara.

Cuando logramos ubicarnos donde queríamos, la hija y la hermana de Dídac fueron al lavabo a cambiarse. A los pocos segundos, Dídac pensó que yo podría haber ido con ellas y me instó a hacerlo. En ese momento tuve que tomar una decisión: seguía lloviendo y cambiarme de camiseta me solucionaba la situación al momento, pero puede que acabara con las dos camisetas mojadas y que comprarla, entonces, no hubiera servido para nada; por otro lado, llevaba un rato amainando y, quizá, con un poco de suerte, podía esperarme unos minutos y quedarme seca todo el concierto o, al menos, parte de él. Lo que para mí estaba claro era que, si no paraba de llover, no tenía sentido ir a cambiarse. Además de eso, me puse a pensar que eran casi las ocho y que a las nueve empezaba el concierto: aún teníamos que cenar y las colas para ir a los baños se presumían muy largas por lo que estaban tardando aquellas dos. No solo eso: a Dídac no se lo conté, pero si iba yo para allá, estaría yendo sola y me daba un poco de apuro por si me perdía, cuestión bastante probable por mi falta de orientación. Os juro que estaba incluso dispuesta a no ir a cambiarme la camiseta y quedarme mojada durante todo el concierto, a pesar de habérmela comprado para evitar esa situación. Me ofusqué en que no iba a ir si no paraba de llover, se lo repetía a Dídac casi por inercia, sistemáticamente y sin pensar, entrando en bucle. Me empecé a bloquear. A los pocos minutos, la lluvia cesó. Dídac me instó a ir al lavabo apoyándose en mi argumento de que lo haría solamente si dejaba de llover. En realidad, él tenía razón y yo también me moría de ganas por sacarme esa sensación desagradable e incómoda de camiseta mojada pegada a mi cuerpo. Con cierta inseguridad y sin mediar palabra con Dídac porque repentinamente perdí la capacidad de hablar, me empecé a fijar en referencias visuales para no perderme y fui con paso decidido a buscar la primera cola que encontrase para ir al baño.

Por el camino, escuché de repente a un grupo de hombres que decían: «¡Mirad ese chaval! Va empapado como un pollo» mientras se reían. El chaval era yo, que tengo un aspecto lo suficientemente andrógino como para que haya personas que me traten de chico. Miré y les sonreí como pude: ciertamente era cómico verme empapada de la cabeza a los pies, con los brazos extendidos porque llevaba en la mano la camiseta de Bruce y no quería que me rozara ni un mínimo para que no se mojara. Parecía Jesucristo pidiendo la paz entre hermanos, la verdad. Aunque si yo viera a una persona pálida, tiritando, al borde del colapso y con los labios y las manos moradas, no me reiría: más bien me asustaría, tal como estaban mis acompañantes. En el trayecto también me encontré a Tom Hanks, que se quedó mirando fija y seriamente a este pollito mojado. No lo conocí, porque una, además de prosopagnósica, sigue anclada en la imagen de Forrest Gump sin pensar que el tiempo también pasa para ese señor, ya canoso y hasta con gafas. Supe que era él días después del concierto cuando lo vi en las noticias.

Cuando llegué a la cola, esta daba la vuelta a todo el estadio –es una afirmación literal, no una exageración–. Más o menos por el medio vi un hueco y ahí me coloqué pensando al pronto que era el final, pero me equivocaba: «Es que estábamos echándonos una foto», me dijeron tres señoras. Yo, que estaba ya con mi shutdown a medio camino, fui incapaz de reaccionar a sus palabras y no me moví. Una de ellas me espetó: «Ya te puedes ir. Ponte a la cola, que nosotras llevamos mucho tiempo esperando. No te aproveches». Si hubiera tenido fuerzas para hablar, les hubiera dicho que nadie se estaba aprovechando, solo que pensaba realmente que la cola se terminaba ahí, y que, si no querían que se les pusieran delante, una cola para ir al baño no era el mejor sitio para hacerse un selfi. Además, ellas estaban bien secas y yo solo era una persona llamando la atención de todo el mundo que me veía por mi aspecto a punto de desfallecer. La gente se dejó la empatía en su casa ese día.

Afortunadamente, aunque la cola era larguísima, iba muy rápido porque habían instalado un buen montón de lavabos portátiles. Cuando me tocó el turno, la de seguridad me dio paso, pero había tantísimos que no sabía dónde tenía que ir. Ella me insistió y me señaló la dirección. Como quien entra por primera vez en un Ikea, fui en la dirección que me dijo más perdida que un pulpo en un garaje, no sabía en cuál tenía que entrar, hasta que por fin encontré a otra de seguridad que me estuvo señalando el que me tocaba. Una vez dentro, pude respirar, recuperarme un poco y cambiarme la camiseta. De cintura para abajo seguiría mojada, pero, al menos, de cintura para arriba tendría la posibilidad de calentarme y de recuperar un poco el equilibrio de la temperatura. Estaba despertando del shutdown cuando decidí que ya era hora de salir de aquel cubículo, teniendo en cuenta que eran casi las ocho y cuarto y aún tenía que comerme el bocadillo. Otro desafío antes de salir fue el de tirar de la cadena: tenía que pisar una especie de botón enorme que estaba justo al lado del váter, a su misma altura. Lo empujé con el pie, le pegué una patada, lo intenté con las manos… Lo siento por la pobre persona que se encontró con el percal de que no tiré de la cadena, pero no supe hacerlo.

Volví con la esperanza de encontrar pronto al grupo. Me situé más o menos por donde había tomado las referencias visuales, pero para entonces ya se había amontonado mucha más gente y no era capaz de encontrar a nadie. Había quedado con Dídac que, si no los encontraba, lo llamaría. Así lo hice, pero no había mucha cobertura y no nos conseguíamos entender: él me decía que buscara un paraguas de flores que habían conseguido para que los encontrara fácilmente; yo le decía que no veía ningún paraguas de esas características. Yo ya estaba de los nervios y me veía pasando sola todo el concierto, cosa que, como sabréis, no me estaba haciendo sentir bien solo de imaginármela. Decidimos escribirnos por WhatsApp, me mandó una foto del paraguas y todo, pero no había manera: tened en cuenta que mido poco más de metro y medio, así que no me resultaba nada fácil cuando todo el mundo allí parecía más alto que yo. Nunca antes había odiado tanto ser bajita. Después de un rato, conseguí visualizarlo en la lejanía: estaba un poco más adelante de donde yo había calculado que debíamos estar. Todos pudimos respirar tranquilos una vez nos reagrupamos por fin.

Mientras me comía el bocadillo a toda prisa con un dolor de mandíbula enorme de la misma tensión que llevaba encima, Dídac me preguntó si el paraguas que habían usado no me parecía horrible. Me lo quedé mirando y dije que sí con contundencia y cara de espanto. Al acto me enteré de que la propietaria de dicho paraguas, una señora desconocida que se lo había prestado a Dídac para ayudar a que nos encontráramos, estaba justo allí escuchando. Menos mal que la propia señora compartía mi opinión. Según nos contó, había sido un regalo de una amiga y se lo había traído al concierto porque, si se lo confiscaban, al menos que no fuera uno bonito.

Y llegó la hora. Las luces se apagaron de repente y todos nos pusimos expectantes. Una emoción intensa e indescriptible me recorrió todo el cuerpo. Cuando después de la E Street Band apareció Bruce y todos gritamos, me entraron ganas de llorar. Pero, así como hice al inicio del musical de El Rey León, me aguanté las ganas porque creía que empañarme los ojos con lágrimas no me permitiría disfrutar del espectáculo. Estaba previsto que empezara con el tema No Surrender, con el cual había empezado, si no todos, la mayoría de los conciertos de aquella gira. Pero de repente no sonó ese tema, sino que sonaba My love will not let you down. Me cortocircuité por unos segundos: Bruce acababa de cambiar uno de mis temas favoritos por una canción que ni siquiera conocía. Me disgustó bastante al pronto ese cambio, pero confieso que no me costó demasiado recuperarme del golpe y entrar en la dinámica de coros, bailes y saltos: me la aprendí al momento. Además, lo arregló después, cuando, al término de ese tema, entró con la canción esperada.

El resto del concierto transcurrió bien: emocionante, divertido, apasionante, triste por momentos debido a las cosas que nos contaba, con bromas de por medio… En algunos segundos fue molesto a nivel auditivo porque, aunque se oía todo perfectamente, a veces era demasiado alto y sentía cómo se quebraba el sonido en los micrófonos, seguramente más por mi hipersensibilidad auditiva que por un problema real de sonido. Solo hubo otra anécdota destacable más para la temática del blog y es que, entrados en los bises ya, me volví a cortocircuitar por otra de las decisiones de Bruce:

Cantó Born in the USA, tema por el cual lo conocí y que, a pesar de no ser de mis favoritos, sí es uno de los más especiales para mí. El estadio iba a venirse abajo por tan emblemática decisión. Mi cortocircuito vino porque al entrar a cantar el estribillo, no se le ocurrió otra cosa que cambiarle un poco el ritmo. El que me conoce sabe que me da mucha rabia cuando un cantante no es fiel al ritmo que sigue en la versión de estudio de su canción. Me descolocó, por un momento dije en voz alta, pero para mí: «¿Qué haces, Bruce?». Pero me recompuse pasados unos segundos porque me sentí incapaz de enfadarme con él y la canción seguía siendo un temazo que quería disfrutar al máximo.

Llegó el final del concierto. Yo aún seguía mojada de cintura para abajo porque los pantalones que me tuve que poner, cuando se mojan, es difícil que se sequen y además pesan muchísimo. Dijeron de ir al baño antes de volver. Acompañé al grupo, pero yo no iba a ir porque no sentía ganas de orinar: hacía solamente cuatro horas que había ido, que eso es poco para mí. Por el camino volvimos a encontrarnos al grupo del coro de Badlands, que ahí seguían con el mismo coro. De nuevo nos reímos con ellos. Cuando entramos en los lavabos, esta vez no en los cubículos sino en los baños del propio estadio, decidí que yo también entraría. Ahí me di cuenta de que sí que tenía ganas de orinar. Tengo un sistema interoceptivo maravilloso (ironía).

Salimos y estuvimos caminando largo rato hasta llegar al coche mientras hablábamos del concierto, yo con un sabor agridulce, porque tenía la sensación de que me había quedado vacía por dentro y de que no disfruté tanto como esperaba: lo había hecho, pero no me había parecido nada especial. Ni bien me senté en el asiento trasero, me di cuenta de que estaba cansada: hasta ese entonces no lo había notado. Salir del aparcamiento nos llevó mucho rato y, mientras, Dídac tenía puesto a Bruce en la radio todavía. A mí eso me distorsionaba y molestaba bastante, pero no me sentía capaz de pedirle que lo quitara y que pusiera otra cosa. Intenté concentrarme en no perder el sonido del concierto, pues acababa de salir del mismo con la sensación de no recordar qué había vivido durante todo ese tiempo y tenía miedo que por culpa del sonido de la radio no pudiera recuperar el sonido en directo nuevamente. Eché mano de un par de barritas energéticas que llevaba en la mochila, con la esperanza de que hicieran algo por mí, pero no sentía hambre y ni siquiera sentía el alimento en mi boca aunque lo estuviera masticando y me lo estuviera tragando. Mientras Dídac, su hermana y su hija hablaban, yo me mantenía en silencio. Tenía una sensación interior complicada que se debatía entre la angustia y la apatía. No sabía cómo gestionarlo porque mi cabeza no paraba de darle vueltas a la idea de que no había disfrutado del concierto todo lo que me hubiera gustado, me sentía vacía y decepcionada de mí misma al mismo tiempo que luchaba por no reconocerlo y, mediante la palabra en voz alta cuando entraba a conversar con mis acompañantes, trataba de autoconvencerme y autosugestionarme una emoción y una intensidad vivida que en ese momento no era capaz de creerme. «Ha sido una experiencia espectacular e inolvidable. Qué suerte que la he podido disfrutar, porque al menos una vez en la vida hay que hacerlo. El concierto ha sido maravilloso. ¿Habéis visto el momento ese en el que…?». Yo hablaba así, pero en mi interior tenía una sensación amarga de culpabilidad por estar construyendo mi discurso con base en una mentira. El sentimiento de culpa crecía cuando pensaba en una alegría, pensada pero incapaz de sentirla, de que no me había dado un shutdown –me había dado, pero antes del concierto: yo pensaba que el propio concierto me lo provocaría– y aun así no podía estar exultante. También me hacía sentir culpable el haberme gastado una cantidad de dinero considerable: nunca me doy un capricho porque no me lo puedo permitir normalmente y, para una vez que lo hacía, me pareció bonito, pero en ese momento solo podía pensar que había malgastado el dinero porque no lo había disfrutado. Mi parte emocional estaba tan saturada, que mi parte lógica y racional no dudó en aprovecharse de ello.

Cuando después de varias horas logramos llegar a mi casa, decidí que, antes de irme a dormir, me iba a duchar. Era cierto que habían pasado varias horas desde el chaparrón y que el daño ya estaría hecho. Además, ya no sentía frío desde que me había cambiado de camiseta. Pero lo vi necesario para prevenir. No fue hasta que noté el agua caliente que me pude percatar de lo realmente helado que estaba mi cuerpo de cintura para abajo. Es más: las rodillas congeladas, al contacto con el agua caliente, me empezaron a doler una barbaridad. Y yo no había notado nada hasta ese instante. Tras salir de la ducha, me preparé y me acosté, nuevamente con una sensación de vacío a la que no quise darle más vueltas porque sabía que, si lo hacía, no conseguiría dormir a pesar del agotamiento.

Al día siguiente, hablando con mis padres, volví a fingir que el concierto había sido espectacular. Hasta hacía el mono bailando y cantando. Pero en la soledad de mi habitación, me sentía vacía todavía y hasta con ganas de llorar por la frustración que me producía todo aquello. Empezaba a descubrir que sí que había disfrutado más de lo que creí el día anterior, pero aún lamentaba que no me hubieran quedado las canciones en la memoria como un recuerdo inolvidable. Echaba en falta esa emoción de ir recordando escenas, sonidos y demás. Me senté en el ordenador y la inercia me hizo volver a la lista de canciones que había creado del concierto para actualizarla con los temas que habían sonado definitivamente aquella noche. Y le di a reproducir No Surrender. Sentí un escalofrío desagradable. De repente, la canción ya no me gustaba y la razón no fue otra que el hecho de que no sonaba igual que en el concierto. Tal vez, entonces, sí que me había quedado algún recuerdo del concierto, aunque no fuera capaz de llevarlo a la conciencia.

El día pasó y llegó la hora de acostarme. Ni bien me tumbé en la cama, en mi mente empezó a haber muchísimo ruido. Concretamente, el sonido de los bafles, de los micrófonos, de los instrumentos… De las canciones de Bruce Springsteen y la E Street Band, lo que hablaban, la reacción de la gente. Todo sonaba a un volumen muy alto, igual que en el concierto. Y, de repente, se sucedieron una tras otra y a una velocidad de vértigo un montón de imágenes de lo vivido en el concierto: gestos de Bruce y los miembros de la banda, momentos mágicos, emocionales, graciosos, la broma que nos hizo al reírse cuando en Letter to you habla de la lluvia, la gente coreando, mis vistas hacia el público, hacia las pantallas, hacia el escenario… No podía frenar todo aquello por más que lo intentara. De pronto me invadieron también un montón de emociones diversas: ilusión, tristeza –algunas canciones que cantó eran tristes–, emoción, agradecimiento, euforia, entusiasmo, subidón… Me sentí tan saturada y desbordada en tan pocos segundos que no pude evitar echarme a llorar. No solo por aquellas emociones en sí mismas, sino también por la alegría y el alivio que sentí al descubrir que, en realidad, el concierto me había encantado y lo había vivido como una experiencia inolvidable… solo que no lo había procesado porque había demasiado que procesar. Viva el mundo en diferido.

Después de aquello, me pasé semanas escuchando únicamente la lista de Spotify del concierto y el álbum de aquel día que sacaron a posteriori y que Dídac tuvo a bien compartir conmigo. Hasta hace apenas un par de semanas no he sido capaz de escuchar otras canciones que no fueran esas.

Esto es el autismo también. Intenso y estoico al mismo tiempo, lento y tardío a veces, pero gratificante y apasionado al final del camino. A todo esto, solo me queda añadir: LONG LIVE THE BOSS!

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