El tema del contacto físico es una de aquellas cuestiones que varían mucho de autista a autista, incluso en la trayectoria vital de una misma persona.
No
recuerdo del todo bien cómo era yo de pequeña en este aspecto, pero, por
anécdotas que guardo en mi memoria y por otras que me contaron, asumo que no
era precisamente de mi agrado. Está, por ejemplo, aquella vez en primer curso
de infantil, cuando hacía pocos días que había comenzado mi aventura escolar y la
directora tuvo la brillante idea de cogerme en brazos. Entré en meltdown,
pataleando, gritando, llorando… Tuvo que ayudarla el padre de alguien de mi
clase y entrarme en el aula a la fuerza. Eso de que alguien me coja no es algo me guste tampoco en la actualidad y me tensa un poco, pero en un momento dado no me molesta.
También
estaba el tema de las abuelas. De mi abuela paterna recuerdo que le encantaba
darme besos de jilguero y que yo a mi madre siempre le expresaba que no me
gustaba ir a verla solo por eso. Una cosa que siempre me cuenta mi madre es que
mi abuela materna le decía a veces que sus hijos no la querían porque nunca le dábamos un par de besos cuando la visitábamos.
En
eso no he cambiado: no me gustan los besos. Ni darlos, ni que me los den.
Especialmente si se trata de personas como la amiga de mi abuela materna, que
era una señora que se echaba tres kilos –exageración, no es literal– de crema
en la cara. Crema y maquillaje en la cara son mis dos enemigos a la hora de dar
besos. Que, si es por convención social y no me queda otro remedio, los doy;
pero, si puedo evitarlo, se lo agradezco muchísimo a la vida. La única que
tiene permiso para darme besos es mi madre; a veces, también mi padre. Si me
tienes que saludar, casi prefiero que me des la mano. Este verano, por ejemplo,
me tocó asistir al bautizo de mi sobrina, con la cantidad de besos a familiares
y desconocidos que eso significa. El tío de mi cuñada me saludó ofreciéndome la
mano y me sentí reconfortada y agradecidísima después de tanto ósculo
indeseado.
En
cuanto a tocarme propiamente he tenido mis épocas de esquivarlo como pueda y otras
en las que no me ha importado lo más mínimo. Creo que podría resumirlo mucho en
que depende del tipo de contacto, de la persona que lo hace y de cómo lo hace.
Por ejemplo, hay un tipo de contacto que de verdad no soporto y este es el típico
manotazo repetido intermitentemente que te da una persona mientras te está
contando algo. Me pone nerviosísima. Por educación, me retiro disimuladamente
para no violentar a la persona y que entienda que no es de mi agrado, aunque
sea de manera inconsciente. Con mi madre tuve que optar por darle manotazos
cada vez que lo hacía para quitarle esa costumbre; mi padre, directamente, se
enfada si se da cuenta de que me estoy apartando. Pues ese gesto y el de tener un contacto mantenido, como podría darse en el caso de sentarse al lado de una persona y que nuestras piernas se toquen, son contactos que no soporto.
Tengo hipersensibilidad táctil, así que, si me tocas con cariño, lo noto enseguida y me dejo. Es más: hay épocas en las que siento que lo necesito mucho porque me relaja y me siento acompañada, entonces puede ser que hasta lo busque. Sobre todo, noto que me pasa esto porque he crecido con unos padres que no son demasiado cariñosos en ese sentido, debido a que ellos tampoco recibieron ese tipo de contacto humano y no saben cómo ofrecérselo a los demás. Mi madre lo intenta e, incluso, si se lo pido, me da ese contacto o deja que yo se lo dé.
Hay personas que tienen unas manos muy amables, que te acarician el brazo o te frotan la espalda o el hombro y sientes algo precioso en tu interior cuando lo hacen, algo mágico que te hace desear que esa persona no se separe nunca de ti. Cómo saber si eres de esas personas para mí es fácil: si te devuelvo el gesto, lo eres. Pero hay gente que no se da cuenta de que tiene un tacto agresivo, aunque sea sin intención de hacer daño. Recuerdo, por ejemplo, a mi tutora del grado superior. Un día me agarró del brazo con sus dos manos a la vez, con fuerza e ímpetu. Instintivamente, el brazo que me quedó libre se levantó en posición de ir a darle un bofetón. Tuve capacidad de reacción y lo frené, pero, ¿Os imagináis las consecuencias nefastas de que le hubiera pegado a una profesora? No soy nada violenta, así que, me asusté de mí misma. Fue la vez que peor he reaccionado: normalmente, me angustio sin más.
Si
hablamos de abrazos, es mi opción preferida: los abrazos son muy importantes para mí. A veces, en los saludos sociales, logro
sustituir los dos besos por un abrazo, aunque no me guste abrazar por abrazar
porque para mí es una de mis máximas expresiones de cariño. Creo que esto os da
una idea de cuánto odio los besos, pese a que pueda estar acostumbrada a darlos.
Pero, si me gusta una persona –en general, no hablo de un sentido romántico–,
darle un abrazo me llena muchísimo y me encanta. Lo dije no hace mucho en otra
entrada: si me cohíbo en dárselo a alguien a quien aprecio es porque no estoy
segura de si a la otra persona le gustan o no. A veces, incluso, tengo que
frenar mi impulso, porque a mí me sale ser cariñosa de forma natural si te quiero… y, si
dices o haces algo que me toca el alma, me activas ese instinto, seguro.
Pero, para que veáis que esto puede ir perfectamente según la época, os devuelvo a mi etapa del grado superior. Hubo una profesora que luchó mucho por acercarse a mí y que, al principio, no podía ni rozarme: si me ponía la mano encima, se la apartaba mientras yo me alejaba con todo mi cuerpo. Poco a poco fui dejando que me pusiera la mano encima, que me frotara la espalda... hasta le había dejado que me diera alguno de esos manotazos conversacionales que tanto os he dicho que odio. Entonces, un día, la abracé fuerte en medio de toda la clase, sin venir muy a cuento. Se quedó de piedra y yo tuve que ir al lavabo porque sentí tanta intensidad que no podía parar de llorar de la emoción. Sé que pongo muchos ejemplos de absolutamente todo tipo de temas que trato en el blog refiriéndome a esa época, pero es que aquellos dos cursos dieron para mucho y fueron de los más intensos de mi vida.
En la actualidad, no creo que llegara a tal extremo. También uno va creciendo, se va entendiendo más y va aprendiendo de sí mismo. Yo, por ejemplo, lucho mucho por mi propia integración sensorial, así que acepto cosas a nivel físico que antiguamente no podía. Pero esta es una ardua tarea y a veces es casi como una terapia de choque en un país como el nuestro, tan acostumbrado a las muestras de afecto a través del contacto físico.
Estas sencillas indicaciones os pueden ayudar a saber cómo tratar conmigo pero, como ya he dicho, cada autista es un mundo aparte. Entre autistas lo que solemos hacer es preguntarnos: «Oye, cuando nos veamos, ¿Cómo nos saludamos?» y llegar a un acuerdo, siempre dejando margen a la improvisación que la propia emoción del encuentro nos otorgue. Por ejemplo, con mi amiga Cris dijimos de darnos un abrazo solo si nos salía por la ilusión de vernos y, si no, nos saludaríamos en la distancia. Nos acabamos dando un buen achuchón, porque somos del tipo de persona que da achuchones a alguien que nos hace muchísima ilusión tener delante. En cambio, con mi amigo Kevin, acordamos que haríamos lo que nos saliera, con esa pequeña preferencia hacia el abrazo, él con más incomodidad que yo, por lo que nos acabamos saludando con un abrazo muy cortito para que él se sintiera bien con ello. Y de eso se trata, básicamente: al final, todos somos distintos y es importante respetar las vivencias de cada persona. La comunicación, la conversación y el pacto son claves para alcanzar un buen estado relacional también en el aspecto del contacto físico.
«el manotazo repetido intermitente» aaaaah no lo soporto. Lo demás aunke hago lo posible por evitarlo si alguien me cae mal o no me apetece tampoco es algo ke me cause mucho problema. Pero sí ke soy también más de abrazos ke de besos y ke esos abrazos son una manifestación de cariño importante para mí, no me gustan así porke sí, como obligación social.
ResponderEliminarKé ilusión cuando subes algo nuevo.