Una de las cuestiones que noto que más angustia genera a las personas neurotípicas por falta de comprensión es aquello que en el mundo del autismo llamamos meltdown, también conocido como crisis, colapso o estallido.
Sé
que no soy el mejor referente para hablar de este tema, debido a que mí tampoco
es que me hayan dado muchos meltdown en mi vida, pero voy a intentar arrojar un
poquito de luz, sobre todo explicando algunos ejemplos, por si sirviera para
tranquilizar.
Un
meltdown se puede originar por varias razones, entre las cuales destacan:
sobrecarga sensorial, sobrecarga emocional o disfunción ejecutiva. Por ejemplo,
muchas de las veces que a mí me han dado, han sido por un cambio de planes que
se ha dado prácticamente en el último momento. Nunca me cansaré de repetir la
misma anécdota, porque de verdad que es muy ilustrativa:
Hace
algunos años, mi amigo Juan me organizó un cumpleaños cargado de sorpresas. En
aquel entonces, yo no podía quedar los fines de semana por la mañana y mi grupo
de amistades lo sabía, con lo cual, yo había asumido que mi cumpleaños sería el
sábado por la tarde. No solo eso: también que, si no se celebraba en mi ciudad,
por lo menos se haría en un lugar más cercano que la capital porque tendrían el
detalle de no hacerme ir hasta allí –esto lo asumí porque anteriormente lo
habíamos comentado–. Pero no fue así. La noche del viernes anterior, Juan me
abrió conversación de WhatsApp para decirme que quedábamos a las once de la
mañana y en un lugar de la capital en el que, para colmo, yo tenía que tomar
dos trenes. Malpensé pronto porque era justo la zona donde vivía una amiga que
llevaba muchísimo tiempo manifestando que no quería venir a verme a mi ciudad.
En esta situación, no solo hubo un cambio de planes, sino que se mezcló con un
sentimiento de injusticia: no me parecía justo que tuviera que adaptarme yo
cuando era mi cumpleaños. Me crucé. Lo primero que le dije es que no iba a ir
al cumpleaños. Estallé contra él y, de paso, también se comieron tremendo
meltdown mis amigos Marina y Albert, a los que fui a despotricar en el grupo
que tenemos. La consecuencia de aquello fue que Juan me suplicaba que no le
hiciera eso, que se había esforzado mucho, mientras yo le decía que no me había
tenido en cuenta, que sabía perfectamente de mis necesidades y que no podía
cambiar mi vida de la noche a la mañana; por otro lado, Marina y Albert me
decían que confiara en Juan y que me quedara tranquila, que seguro que habría
algo guay, mientras yo arremetía contra él y el resto de personas de mi grupo
por ese malpensar. La cosa no llegó a mayores: me tranquilicé, me fui a dormir
y al día siguiente por la mañana estaba donde habíamos quedado a la hora
acordada. El dato vergonzoso de eso es que Marina y Albert vinieron como parte
de la sorpresa –eran dos núcleos amistosos distintos y no se conocían entre sí–
y me sentí mal porque, al arremeter contra la organización de todo aquello y
llegar, incluso, a despreciarlo en algún punto con ambos, fue también una
manera de atacarlos a ellos. Obviamente, no me lo tuvieron en cuenta y me
dijeron que me quedara tranquila porque no les iban a contar a los demás. Pero
sí, una consecuencia de un meltdown en adultos puede ser la consiguiente
vergüenza por lo que hayas podido hacer o decir, la sensación de ridículo, el
sentir que has podido herir a la gente aun si no era tu intención. Es horrible.
Recuerdo
mucho ese meltdown porque ha sido uno de los más fuertes que he sufrido nunca,
si no el que más. Luego he tenido otros que han sido más memorables para el
resto que para mí. Uno de ellos lo comenté en la entrada anterior: cuando
empecé el colegio cuando tenía dos, camino de tres años, un día, la directora,
como me conocía porque vivíamos en el mismo barrio, decidió que sería buena
idea tomarme en brazos. El resultado de aquello fue que empecé a gritar, llorar
y patalear, así que recibió un montón de golpes, sus gafas volaron por los
aires y nadie más que un padre de alguien de mi clase pudo sacarle el problema
de encima: me agarró él y me llevó a la fuerza dentro del aula. A todo esto, mi
madre había decidido marcharse entre la vergüenza y la creencia de que, si se
quedaba, a lo mejor complicaba las cosas. Después de esto, solo tengo un
recordatorio amistoso: los infantes no son peluches, son personas y merecen que
también respetemos su espacio. No sé por qué le parecería a esa señora que era
una brillante idea que una desconocida me levantara los pies del suelo y me
tocara con sus manos apretujándome contra su cuerpo.
Otro
meltdown que me dio, sucedió el día que me fui a hacer el reportaje fotográfico
para mi álbum de comunión. Había podido gestionar anteriormente lo de probarme
el vestido para comprarlo, pero la que se me vino ese día no me la olí. Yo
tengo muchos problemas con la ropa, así que lo de llevar vestido no me hacía
ninguna gracia, pero como era algo que tenía asumido, pues más o menos lo pude
gestionar bien… hasta que llegó el momento de ponerme las joyas. De verdad, no
sabéis cuantísimo odio tocar joyas y bisutería. Quizá sea uno de los tactos que
más odie en la vida, si no el que más. Pues pendientes nuevos, colgante,
pulsera y anillo: toma pack completo. Encima, ya había tenido un rebote con mi
madre unas horas antes por los adornos del peinado: yo no quería los que me
había puesto y estaba dispuesta a volverme a poner aquellos de Pikachu que
había aceptado ponerme para la comunión de mi prima coetánea solamente porque
eran de Pokémon y fue la única excusa que encontraron para convencerme.
Obviamente, mi madre se había negado. La cuestión es que fuimos al fotógrafo y,
nada más llegar, me senté y arrinconé, me agarré a un mueble y empecé a llorar
y a gritar. Íbamos también con mi tía y se acabaron yendo las dos a petición
del propio fotógrafo. De verdad que no sé su nombre ni recuerdo su cara,
porque, una de las cosas que nos pasan –más allá de mi clara prosopagnosia
digo– es que, después de un meltdown, reconstruir los hechos es difícil porque
no recuerdas parte de lo que ha pasado, o incluso puede ser que no recuerdes
nada. El caso es que aquel fotógrafo no sé lo que hizo, pero yo entré tranquila
en el estudio y hasta acabé riéndome mucho y haciendo bromas con él. Admirable,
de verdad, porque además yo soy muy reservada e introvertida: por supuesto que
no iba a dirigirle la palabra a cualquiera y, muchísimo menos, mostrar mi
sentido del humor.
En
general, muchos de mis meltdown de cuando era pequeña venían marcados por el
tema de la ropa. En mi colegio llevábamos uniforme y yo no lo soportaba, así
que me despertaba berreando, pegándome como un burdo intento de sacármelo y
dando patadas al aire, mientras mi pobre madre recibía los golpes y me vestía
forzadamente. Solo estaba tranquila los días que tocaba educación física porque
íbamos en chándal… Y únicamente dejé de armar jaleo por ese tema cuando mi
madre, ya harta, un día me sentó y me explicó que me lo ponía por normativa
escolar, no porque ella quisiera. Dejé de sufrir desde entonces, aunque el
uniforme no me gustase. Aquí tenéis una muestra de que el diálogo es más
efectivo que dar cachetadas en el culo.
Relacionado
con esto, recuerdo otro meltdown de cuando tenía alrededor de cuatro años. Era
carnaval y mi madre y mi tía habían decidido que mi primo coetáneo y yo nos
disfrazaríamos de árabes. Yo no hacía más que mirar el traje tan chulo que
tenía mi primo, mientras tenía que aguantar que a mí me pusieran aquel intento
feo de chilaba rosa con un pañuelo blanco en la cabeza, pañuelo que encima se
agarraba con un adorno en el pelo –no, no soporto llevar cosas en el pelo–. Mi
madre se acabó enfadando conmigo porque no entendía que no me gustara y que le
estuviera armando semejante alboroto.
El
último meltdown fuerte que recuerdo, pasó hará algunos años atrás, aunque ya
tenía los veintitantos largos. Hay un tema con mis padres que me escuece
bastante y es que son incapaces de dejarme sola en casa, no por mí, sino por
ellos, porque no se quedarían tranquilos. A mí me duele saber que se han
perdido muchos planes con gente por esa razón: aunque no sea mi decisión, me
hacen sentir culpable. Unos días atrás, mi madre me contó que mi tía planeaba
hacer una salida y que habían quedado en que mi tía la llamaría para ver si al
final iba o no. Intenté instarla a que aceptara, pero me convenció con el
argumento de que, en realidad, no tenía ganas de ir y que eso era lo que le iba
a decir a mi tía cuando esta la llamara. Yo no vi cuándo mi madre habló con mi
tía, pero la cosa quedó así. El viernes por la noche de aquella semana salimos
en cena de primas y la hija de esa tía mía me contó que mi madre había llamado
a su hermana para decirle que no iba por mí. Yo no daba crédito, ni siquiera
creía a mi madre capaz de eso, encima mintiéndome. Además, no podía hablarlo
con ella porque mi prima me hizo prometerle que no diría nada o me dejaría de
hablar. A la mañana siguiente, le pregunté a mi madre sobre la conversación con
mi tía, que quién llamó a quién y cómo se dio. Ella mantuvo su versión, así
que, la única forma de averiguar si me estaba mintiendo era mirar el registro
de llamadas de su móvil: en ellas se registra siempre si te han llamado o si
fuiste tú quien lo hizo. Estuvo mal mirarle el móvil, pero fue la única salida
que encontré y estaba al borde del colapso, así que necesitaba urgentemente algo que pudiera
ayudar a calmarme. La pena es que no lo conseguí: fue mi madre la que había
llamado a mi tía. Tras descubrir la mentira, empecé a gritar, a llorar, estaba
llena de rabia por dentro, no entendía nada. Recuerdo poco de lo que pasó, pero
sé que mi padre miraba muy sorprendido porque nunca me había visto así. Se
asustó tanto que cometió un error gravísimo: me agarró de las muñecas. Cuando
una persona está en meltdown, mi consejo es que no la toquéis en la medida de
lo posible, a menos que se haya pactado hacerlo antes de que sucediera. Le
empecé a gritar que me soltara, me movía con todo el cuerpo, daba patadas
–estaba sentada en el sofá– y, aunque lo tengo muy difuso en mi memoria, estoy
casi convencida de que en ese intento de zafarme de sus manos agarrando mis
muñecas, al menos un bofetón le cayó, porque llegó un momento en el que se
quedó paralizado.
Estos
serían los meltdown más reseñables de mi vida. Quizá haya más y no los
recuerde, no lo sé. Al final, el hecho de recibir el diagnóstico en la adultez,
también te hace darte cuenta tarde de por qué te pasan ciertas cosas y en el
camino hay muchas que la memoria desecha porque no le echa cuentas.
Lo
que sí que es importante, una vez ejemplificado todo esto, es que se entienda
que un meltdown no es un capricho, no es una reacción infantil, no es una rabieta
y, además, ni siquiera tenemos control sobre lo que hacemos o decimos en esos
momentos. No se trata de que no podamos controlar nuestras emociones porque
seamos inmaduros, sino que nuestro cerebro hay ciertas cuestiones que no las
concibe bien. Hay personas neurotípicas que entran en cólera por muchas razones
y nadie les dice nada, además, en sus casos, sí teniendo cierto margen de control, así que no entiendo por qué las personas autistas
tenemos que estar siempre en tela de juicio.
Hace
unos meses atrás se hizo viral un fragmento de la serie The Good Doctor
en el que Shaun, el cirujano protagonista, sufría un meltdown. Esta es la escena en cuestión. Es un cambio de planes, es indeseado y le parece injusto:
se lo comunican después de haber hecho efectiva la reubicación, no le da tiempo
a prepararse y, para colmo, ni siquiera se le ha tenido en cuenta para esa
decisión ni ha habido pasos previos para advertirle de la posibilidad de ese
cambio si seguía habiendo problemas. No solo eso: es un médico que no está
entendiendo a su trabajador autista, es decir, alguien que se supone que
tendría que saber de autismo, no ve venir la crisis y encima lo tacha de
inmaduro y de estar perdiendo su dignidad. Shaun no lo concibe, así que entra en bucle, no lo puede evitar, y el
propio bucle lo conduce al meltdown, porque esto es algo muy común en estos casos. Y sí, es importante que sepáis que, a veces,
un meltdown puede verse así por muy adulto que seas. Porque, repito, esto no
tiene nada que ver con la edad: nuestro cerebro procesa todo de manera
diferente y forzarnos a vivir situaciones que solo son indiferentes para los
cerebros neurotípicos tiene una serie de consecuencias, entre las cuales se
encuentra el meltdown. Esta escena, cuando se hizo viral, trajo consigo muchísimos comentarios capacitistas que le daban la razón al doctor Han, personas autistas incluidas, pero también muchísima burla: se hicieron muchos memes sobre esto. Y no es justo que tengamos que aguantar algo así. Un meltdown no es divertido, un meltdown duele mucho. Y no solo a nivel emocional durante el proceso y después del mismo, sino también a nivel físico. Al igual que en el shutdown, yo me quedo destrozadísima después de un meltdown.
No
sabéis de verdad lo muchísimo que se sufre cuando estás en medio de un
meltdown. Pierdes el control de todo, la mente se te nubla, todo es confuso a
tu alrededor y encima tienes que lidiar con las personas que no te entienden,
aunque carguen con muy buenas intenciones. Como docente he vivido muchos
meltdown autistas, pero os voy a contar dos que me marcaron especialmente:
El
primero de ellos sucedió el primer día y único que tendría a una clase de sexto
de primaria. La tutora del grupo me avisó de que había un chico autista que a
veces llegaba tarde. Me advirtió que tenía cierta tendencia a entrar en bucle,
sin más detalle. Ese día fue de los que llegó tarde, por lo que nadie le pudo
anticipar que no tendría a su profesora de inglés de siempre, sino que estaría
yo. A menudo describo mi entrada en un meltdown porque noto un chispazo en el
cerebro, como un cortocircuito, como si alguna conexión sináptica, de pronto,
hubiera fallado. Yo no sé si él sentía la misma sensación, pero lo que tengo
claro es que, en el momento en el que mi mirada se cruzó con la del chaval, yo
le vi ese chispazo y ese meltdown se inició, por más que le expliqué toda la
situación, por más que al verlo entrar en bucle cuando se sentó lo intentara
calmar: el daño ya estaba hecho de antes. Se levantó y se dirigió hacia un
armario. Yo estaba dispuesta a dejarlo si eso le iba a ayudar a sentirse mejor,
pero, de pronto, sus compañeros empezaron a gritarme: «¡Ve a por la llave, corre!
¡Está en el primer cajón de la mesa de profe! ¡Corre, que se va a cortar!».
La tendencia de ese chico cuando entraba en meltdown era dirigirse al armario
donde se guardaban las tijeras para cortarse. Y ese armario estaba abierto en
aquel momento, así que os podéis imaginar el susto que me llevé. Lo cerré a
tiempo y el chico se me puso agresivo, plantándome cara, exigiéndome que le
diera la llave. Me planté e intenté calmarlo, pero estaba en una fase en la que
ya no me podía escuchar, así que se fue al fondo y sus compañeros me
advirtieron: «Va a por las palas de ping pong para pegarse en la cabeza».
Con mucha urgencia fui a frenarlo como buenamente pude. Al final, un compañero
se ofreció a ir a llamar a su tutora y ella lo vino a buscar. No sabéis lo mal
que lo pasé, lo frustrante que fue que, siendo autista, no fui capaz de ayudar
a alguien como yo, mientras lo veía sufriendo cada vez más intensamente y sabía
perfectamente lo que estaba sintiendo. Porque sí, a veces esas conductas
autolíticas de las personas autistas surgen a través de un meltdown, con lo
cual, la atención se complica un poco si no conoces a la persona en cuestión.
El
otro caso fue un niño de cinco años que sufrió un meltdown mientras yo estaba
de apoyo en su clase. El tutor me dijo que me lo llevara al aula de enfrente
porque estaríamos más tranquilos y yo, al pronto, me negué porque, estando así,
no quería tocarlo para no hacerle daño: en esos momentos, nuestros sentidos se
disparan y, si de normal podemos ser hipersensibles, en medio de un meltdown
todo se multiplica. En un momento en el que le di la espalda al niño, agarró un
cubo de madera y me lo estampó en la cabeza. Me giré para que el tutor no le
pegara el grito y le dije manteniendo el temple: «P., basta». Se
relajó un poco, pero aún estaba en meltdown, así que el tutor me insistió en
que lo sacara de allí. Él se estaba alterando y eso iba a complicar las cosas,
así que le hice caso: me lo llevé prácticamente a rastras, sintiéndome la peor
persona del mundo porque sabía el daño que le estaba causando. Me encerré con
él en el aula de enfrente. Comenzó a llorar y gritar que lo habían metido en la
cárcel, que lo habían secuestrado, que estaba encerrado, mientras daba golpes
en la puerta. Yo procuré mantener la calma, porque en esos momentos, mi
sufrimiento a ese niño no le aportaba nada: me senté e intenté explicarle que
lo hacía por su bien y que así podría relajarse y estar tranquilo, salir de
aquella aula con tantísimo ruido que tanto daño le había estado provocando. En
esos momentos a veces es un poco inútil decir según qué, pero se intenta,
porque a veces funciona. El meltdown llegó a su fin cuando, de pronto, cayó al
suelo y se echó a llorar, relajándose. Aquello pasó, pero, ¿sabéis lo que me
costó a mí? Para que dimensionéis bien las consecuencias de vuestros actos en
un caso así: me odió por el resto del curso. Cada vez que entraba a dar clase
de inglés, me costaba muchísimo conseguir que se sentara porque se oponía por
completo: «No, no, no, no. P. no hace inglés», me decía siempre. Y, cuando
lograba que se sentara, empezaba un stimming vocal con balanceo que duraba por
varios minutos. Y, además, a diario había el riesgo de que tuviera otro
meltdown. Me sentí una persona horrible durante todos aquellos meses, porque
tampoco quería mi ayuda y ni siquiera quería que estuviera cerca. En su
cuaderno de pictogramas, sustituía el pictograma de inglés por una X. Muy duro.
El último
día del curso hicimos juegos de agua. Se empapó de arriba abajo. Mandamos a
todos los niños a cambiarse de ropa. Él, de repente:
―Oye, Marta.
―Dime, P.
―¿Me ayudas?
―¡Pues claro!
Llevaba
dos mudas: un conjunto verde y la equipación del Barça. Le fui secuenciando:
«Ahora te pongo la camiseta. ¿Cuál quieres?» y eligió la del Barça; «Ahora te
pongo los calzoncillos. ¿Te parece bien si te pongo estos?», asintió; «Ahora te
voy a poner los pantalones. Tienes dos: estos del Barça y estos verdes. ¿Cuáles
prefieres?» y eligió los verdes. Entonces, cuando fui a ponerle los calcetines:
―Oye, Marta.
―Dime, P. ―sí, iniciábamos siempre las conversaciones así porque a él le daba
seguridad.
―¿Puedo ir descalzo?
―¿Te molestan los calcetines con los pies mojados? ― asintió. ― Vale. Pero solo
un ratito, que no quiero que te resfríes, ¿vale?
―Vale.
Aquella
mañana pasó volando. Mi alumnado sabía que, muy probablemente, no volvería a
verme. Sin embargo, ya sabéis: los niños se reponen pronto de estas cosas y nos
despedíamos como si nos fuéramos a ver al día siguiente. De repente, P. se
levantó impulsivamente de la silla y me abrazó. Él era un niño que odiaba el
contacto físico, así que aquello tomó un significado muy relevante. Sentí que
acabábamos de hacer las paces porque él había comprendido que estaba de su lado
y que le entendía. Me había perdonado por fin y me pude ir tranquila a casa.
¿Por
qué os explico estos casos? Porque también sé que a los docentes les queda
mucho por aprender sobre el meltdown, porque no saben entenderlo y cómo
gestionarlo. Y no pasa nada por reconocerlo, pero hay que tener voluntad para ponerle remedio.
La
otra cuestión son las familias. No son pocas las que he visto que tratan un
meltdown gritando más y castigando a posteriori. Esto da cuenta de la
desinformación que hay, del estigma que todavía el meltdown arrastra como para
que los cuidadores de menores autistas decidan tomar esas medidas. Obviamente,
no lo hacen creyendo que le están haciendo daño a sus hijos: lo hacen porque se
lo toman como un desafío, una falta de respeto y demás. No lo juzgo, pero sí
que noto que es necesaria la visibilidad de esta situación, porque de ahí
surgen muchísimos conflictos en la convivencia. Voy a contar un caso que viví
en las prácticas:
Una
chica autista de trece años que no se sentía aceptada en el grupo y que creía
que no encajaba, que empezaba a pensar que jamás tendría amistades y que se iba
a quedar muy sola. Llegaba a casa y con la madre todo eran malentendidos. La
chica estallaba, entraba en meltdown cada dos por tres y la madre, lo que hacía,
era grabarla en vídeo para ir mostrando «lo que le hacía su hija»,
supongo que como un intento desesperado de buscar la comprensión de las demás
personas, sentirse apoyada. Además de grabarla, le gritaba y la castigaba. Se
trataba de una chica que está yendo a diferentes servicios, entre los cuales,
se supone, hay especialistas en autismo de la asociación de la comarca. La
resolución de este grupo de especialistas era que la madre era tóxica para su
hija –esto era cierto, pero por otras causas– y veían a la chica también desde
una perspectiva muy biomédica, una perspectiva bastante desagradable. Nadie le
dijo a esa madre qué podía hacer para prevenir que su hija se pusiera así y que
su forma de actuar tampoco estaba ayudando a que su hija se sintiera mejor. Con
lo cual, al final la víctima de todo aquello era la chica, que un día, a punto
de shutdown, le envió un audio de WhatsApp a su madre diciéndole: «No te
enfades, por favor. Pero es que ya no puedo más. Creía que en el instituto por
lo menos iba a estar bien y no ha sido así. En casa también lo paso mal y ya no
puedo más, así que, si tú no le pones remedio, lo voy a tener que hacer yo… a
mi manera. Y no te lo tomes como una amenaza, no lo estoy diciendo para hacerte
daño… es solo que estoy muy cansada…». Me costó horrores aguantarme las ganas
de llorar. Intervine en el instituto desde el ámbito social y, gracias a eso, a
la chica le volvieron las ganas de vivir. Esto se podría haber evitado si a la
madre le hubieran dado las herramientas adecuadas y le hubieran explicado bien
el tema de los meltdown, porque es cierto que la chica en el instituto no
estaba bien por otras cosas, pero al no encontrar tampoco refugio y consuelo en
casa, entonces la situación llegó a escalar a estos niveles, hasta el punto de
pensar en quitarse la vida.
Dicho
esto, solo me resta hablar de la prevención. ¿Cómo podemos prevenir un
meltdown? La mayoría de las veces, con algo muy necesario para personas en el
espectro: ANTICIPACIÓN. Si anticipas todo lo que va a pasar, reduces por mucho
las probabilidades de que la persona sufra un meltdown:
Si
Juan me hubiera avisado con más tiempo, yo podría haberme hecho a la idea y
podría haberlo asimilado bien. Si la directora del colegio hubiera respetado mi
espacio o me hubiera avisado de lo que estaba a punto de hacer, nada de aquello
habría ocurrido. Si en casa me hubieran preguntado si quería ponerme las joyas
o no, o si me hubieran avisado de que aquello iba a ocurrir, tal vez el
fotógrafo no hubiera tenido que intervenir con tanta urgencia. Si todo el tema
de la ropa a mí me lo hubieran comunicado con antelación, probablemente no
habría experimentado ningún meltdown, aun yendo a disgusto. Y si mi madre me
hubiera avisado de que quería usarme de excusa, no lo hubiera recibido tan mal
ni como una mentira a su propia hija.
Si
al chaval de sexto le hubieran explicado el día anterior que al día siguiente
vendría una profesora nueva a darle inglés, quizá su angustia no hubiera
desaparecido, pero sí se habría rebajado bastante. Si a P. le hubieran avisado
de que iba a haber una actividad en clase cargada de mucho ruido o ya le
hubieran previsto el ir al aula de enfrente para evitar exponerlo a esa
sobrecarga, aquel episodio no habría ocurrido. Si a la chica de las prácticas
le anticiparan las cosas y no la machacaran por sufrir meltdown continuos,
primero que no tendría tantos episodios de estos y, segundo, se sentiría más
segura en su propia casa: en el instituto jamás le dio un meltdown porque
siempre, sin excepción, se le ha anticipado absolutamente todo y, si no se le
ha podido anticipar, se ha luchado por evitar el cambio a toda costa.
Por
eso es tan importante visibilizar y concienciar sobre este asunto. Ante todo
esto, también ayuda muchísimo que, cuando estás a punto de sufrir un meltdown,
si sabes detectarlo como es mi caso, tengas a alguien al lado que te contenga,
como tengo yo a mi amiga Cris, que cuando siento que me va a pasar, solo tengo
que abrirle por WhatsApp y ella me saca rápido de ese estado. Un último ejemplo
y con esto ya acabo:
En
Semana Santa iba a ir unos días a casa de Albert y Marina. El día anterior a mi
supuesta ida, quedé con mi amiga Ari. Mientras estaba con ella, Marina me pidió
si podíamos aplazar el viaje un día más, es decir, en lugar de hacerlo al día
siguiente, sería al otro. Me desencajé. Ari lo notó enseguida, porque se me
pone cara de póquer, mirada al vacío y se me nota que internamente comienzo una
lucha por no perder el control. Me empezó a distraer, hablándome, pero al mismo
tiempo intentando ayudarme a relativizar lo que estaba pasando: al fin y al
cabo, iba a hacer lo mismo a la misma hora, solo que un día después del
previsto. Pues no llegué a sufrir el meltdown: gracias a su intervención, pude
calmarme a tiempo.
Finalizo
esta entrada siendo consciente de que, ahora mismo, es la más larga de todo el
blog. Pero me parece un tema muy importante. Repito: anticipación y
acompañamiento. Con ello, resolveremos muchas de estas situaciones, la mayoría
antes de que ocurran. Y formación, mucha formación a personas que tratan a
diario con autistas. Por sufrir meltdown no estamos mal de la cabeza, ni somos
inmaduros: sencillamente, no llevamos bien el cambio de planes, no concebimos
las injusticias, nos saturamos emocional y sensorialmente porque procesamos el
mundo de manera muy intensa y el mundo neurotípico es demasiado estimulante en
ambos niveles. Si llegamos al punto en el que la sociedad no nos juzgue por
ello, nos escuche y trate de entendernos, podremos ser capaces de convivir sin
sentir que somos una carga o un problema para nadie, porque esa es otra: muchas
veces nos ven así, incluso si la situación es comprendida: se entiende y se actúa adecuadamente en consecuencia, pero se afronta desde la pena o el fastidio, dando a entender que el problema está en nosotros, responsabilizándonos, culpándonos, interpretándonos como problemáticos. enfermos o trastornados, como una carga. Y es muy duro y cruel vivir en un mundo en el que gran parte de las personas que lo comparten contigo te perciben de esa manera.
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