Ir al contenido principal

El colapso externalizante del meltdown

Una de las cuestiones que noto que más angustia genera a las personas neurotípicas por falta de comprensión es aquello que en el mundo del autismo llamamos meltdown, también conocido como crisis, colapso o estallido.

Sé que no soy el mejor referente para hablar de este tema, debido a que mí tampoco es que me hayan dado muchos meltdown en mi vida, pero voy a intentar arrojar un poquito de luz, sobre todo explicando algunos ejemplos, por si sirviera para tranquilizar.

Un meltdown se puede originar por varias razones, entre las cuales destacan: sobrecarga sensorial, sobrecarga emocional o disfunción ejecutiva. Por ejemplo, muchas de las veces que a mí me han dado, han sido por un cambio de planes que se ha dado prácticamente en el último momento. Nunca me cansaré de repetir la misma anécdota, porque de verdad que es muy ilustrativa:

Hace algunos años, mi amigo Juan me organizó un cumpleaños cargado de sorpresas. En aquel entonces, yo no podía quedar los fines de semana por la mañana y mi grupo de amistades lo sabía, con lo cual, yo había asumido que mi cumpleaños sería el sábado por la tarde. No solo eso: también que, si no se celebraba en mi ciudad, por lo menos se haría en un lugar más cercano que la capital porque tendrían el detalle de no hacerme ir hasta allí –esto lo asumí porque anteriormente lo habíamos comentado–. Pero no fue así. La noche del viernes anterior, Juan me abrió conversación de WhatsApp para decirme que quedábamos a las once de la mañana y en un lugar de la capital en el que, para colmo, yo tenía que tomar dos trenes. Malpensé pronto porque era justo la zona donde vivía una amiga que llevaba muchísimo tiempo manifestando que no quería venir a verme a mi ciudad. En esta situación, no solo hubo un cambio de planes, sino que se mezcló con un sentimiento de injusticia: no me parecía justo que tuviera que adaptarme yo cuando era mi cumpleaños. Me crucé. Lo primero que le dije es que no iba a ir al cumpleaños. Estallé contra él y, de paso, también se comieron tremendo meltdown mis amigos Marina y Albert, a los que fui a despotricar en el grupo que tenemos. La consecuencia de aquello fue que Juan me suplicaba que no le hiciera eso, que se había esforzado mucho, mientras yo le decía que no me había tenido en cuenta, que sabía perfectamente de mis necesidades y que no podía cambiar mi vida de la noche a la mañana; por otro lado, Marina y Albert me decían que confiara en Juan y que me quedara tranquila, que seguro que habría algo guay, mientras yo arremetía contra él y el resto de personas de mi grupo por ese malpensar. La cosa no llegó a mayores: me tranquilicé, me fui a dormir y al día siguiente por la mañana estaba donde habíamos quedado a la hora acordada. El dato vergonzoso de eso es que Marina y Albert vinieron como parte de la sorpresa –eran dos núcleos amistosos distintos y no se conocían entre sí– y me sentí mal porque, al arremeter contra la organización de todo aquello y llegar, incluso, a despreciarlo en algún punto con ambos, fue también una manera de atacarlos a ellos. Obviamente, no me lo tuvieron en cuenta y me dijeron que me quedara tranquila porque no les iban a contar a los demás. Pero sí, una consecuencia de un meltdown en adultos puede ser la consiguiente vergüenza por lo que hayas podido hacer o decir, la sensación de ridículo, el sentir que has podido herir a la gente aun si no era tu intención. Es horrible.

Recuerdo mucho ese meltdown porque ha sido uno de los más fuertes que he sufrido nunca, si no el que más. Luego he tenido otros que han sido más memorables para el resto que para mí. Uno de ellos lo comenté en la entrada anterior: cuando empecé el colegio cuando tenía dos, camino de tres años, un día, la directora, como me conocía porque vivíamos en el mismo barrio, decidió que sería buena idea tomarme en brazos. El resultado de aquello fue que empecé a gritar, llorar y patalear, así que recibió un montón de golpes, sus gafas volaron por los aires y nadie más que un padre de alguien de mi clase pudo sacarle el problema de encima: me agarró él y me llevó a la fuerza dentro del aula. A todo esto, mi madre había decidido marcharse entre la vergüenza y la creencia de que, si se quedaba, a lo mejor complicaba las cosas. Después de esto, solo tengo un recordatorio amistoso: los infantes no son peluches, son personas y merecen que también respetemos su espacio. No sé por qué le parecería a esa señora que era una brillante idea que una desconocida me levantara los pies del suelo y me tocara con sus manos apretujándome contra su cuerpo.

Otro meltdown que me dio, sucedió el día que me fui a hacer el reportaje fotográfico para mi álbum de comunión. Había podido gestionar anteriormente lo de probarme el vestido para comprarlo, pero la que se me vino ese día no me la olí. Yo tengo muchos problemas con la ropa, así que lo de llevar vestido no me hacía ninguna gracia, pero como era algo que tenía asumido, pues más o menos lo pude gestionar bien… hasta que llegó el momento de ponerme las joyas. De verdad, no sabéis cuantísimo odio tocar joyas y bisutería. Quizá sea uno de los tactos que más odie en la vida, si no el que más. Pues pendientes nuevos, colgante, pulsera y anillo: toma pack completo. Encima, ya había tenido un rebote con mi madre unas horas antes por los adornos del peinado: yo no quería los que me había puesto y estaba dispuesta a volverme a poner aquellos de Pikachu que había aceptado ponerme para la comunión de mi prima coetánea solamente porque eran de Pokémon y fue la única excusa que encontraron para convencerme. Obviamente, mi madre se había negado. La cuestión es que fuimos al fotógrafo y, nada más llegar, me senté y arrinconé, me agarré a un mueble y empecé a llorar y a gritar. Íbamos también con mi tía y se acabaron yendo las dos a petición del propio fotógrafo. De verdad que no sé su nombre ni recuerdo su cara, porque, una de las cosas que nos pasan –más allá de mi clara prosopagnosia digo– es que, después de un meltdown, reconstruir los hechos es difícil porque no recuerdas parte de lo que ha pasado, o incluso puede ser que no recuerdes nada. El caso es que aquel fotógrafo no sé lo que hizo, pero yo entré tranquila en el estudio y hasta acabé riéndome mucho y haciendo bromas con él. Admirable, de verdad, porque además yo soy muy reservada e introvertida: por supuesto que no iba a dirigirle la palabra a cualquiera y, muchísimo menos, mostrar mi sentido del humor.

En general, muchos de mis meltdown de cuando era pequeña venían marcados por el tema de la ropa. En mi colegio llevábamos uniforme y yo no lo soportaba, así que me despertaba berreando, pegándome como un burdo intento de sacármelo y dando patadas al aire, mientras mi pobre madre recibía los golpes y me vestía forzadamente. Solo estaba tranquila los días que tocaba educación física porque íbamos en chándal… Y únicamente dejé de armar jaleo por ese tema cuando mi madre, ya harta, un día me sentó y me explicó que me lo ponía por normativa escolar, no porque ella quisiera. Dejé de sufrir desde entonces, aunque el uniforme no me gustase. Aquí tenéis una muestra de que el diálogo es más efectivo que dar cachetadas en el culo.

Relacionado con esto, recuerdo otro meltdown de cuando tenía alrededor de cuatro años. Era carnaval y mi madre y mi tía habían decidido que mi primo coetáneo y yo nos disfrazaríamos de árabes. Yo no hacía más que mirar el traje tan chulo que tenía mi primo, mientras tenía que aguantar que a mí me pusieran aquel intento feo de chilaba rosa con un pañuelo blanco en la cabeza, pañuelo que encima se agarraba con un adorno en el pelo –no, no soporto llevar cosas en el pelo–. Mi madre se acabó enfadando conmigo porque no entendía que no me gustara y que le estuviera armando semejante alboroto.

El último meltdown fuerte que recuerdo, pasó hará algunos años atrás, aunque ya tenía los veintitantos largos. Hay un tema con mis padres que me escuece bastante y es que son incapaces de dejarme sola en casa, no por mí, sino por ellos, porque no se quedarían tranquilos. A mí me duele saber que se han perdido muchos planes con gente por esa razón: aunque no sea mi decisión, me hacen sentir culpable. Unos días atrás, mi madre me contó que mi tía planeaba hacer una salida y que habían quedado en que mi tía la llamaría para ver si al final iba o no. Intenté instarla a que aceptara, pero me convenció con el argumento de que, en realidad, no tenía ganas de ir y que eso era lo que le iba a decir a mi tía cuando esta la llamara. Yo no vi cuándo mi madre habló con mi tía, pero la cosa quedó así. El viernes por la noche de aquella semana salimos en cena de primas y la hija de esa tía mía me contó que mi madre había llamado a su hermana para decirle que no iba por mí. Yo no daba crédito, ni siquiera creía a mi madre capaz de eso, encima mintiéndome. Además, no podía hablarlo con ella porque mi prima me hizo prometerle que no diría nada o me dejaría de hablar. A la mañana siguiente, le pregunté a mi madre sobre la conversación con mi tía, que quién llamó a quién y cómo se dio. Ella mantuvo su versión, así que, la única forma de averiguar si me estaba mintiendo era mirar el registro de llamadas de su móvil: en ellas se registra siempre si te han llamado o si fuiste tú quien lo hizo. Estuvo mal mirarle el móvil, pero fue la única salida que encontré y estaba al borde del colapso, así que necesitaba urgentemente algo que pudiera ayudar a calmarme. La pena es que no lo conseguí: fue mi madre la que había llamado a mi tía. Tras descubrir la mentira, empecé a gritar, a llorar, estaba llena de rabia por dentro, no entendía nada. Recuerdo poco de lo que pasó, pero sé que mi padre miraba muy sorprendido porque nunca me había visto así. Se asustó tanto que cometió un error gravísimo: me agarró de las muñecas. Cuando una persona está en meltdown, mi consejo es que no la toquéis en la medida de lo posible, a menos que se haya pactado hacerlo antes de que sucediera. Le empecé a gritar que me soltara, me movía con todo el cuerpo, daba patadas –estaba sentada en el sofá– y, aunque lo tengo muy difuso en mi memoria, estoy casi convencida de que en ese intento de zafarme de sus manos agarrando mis muñecas, al menos un bofetón le cayó, porque llegó un momento en el que se quedó paralizado.

Estos serían los meltdown más reseñables de mi vida. Quizá haya más y no los recuerde, no lo sé. Al final, el hecho de recibir el diagnóstico en la adultez, también te hace darte cuenta tarde de por qué te pasan ciertas cosas y en el camino hay muchas que la memoria desecha porque no le echa cuentas.

Lo que sí que es importante, una vez ejemplificado todo esto, es que se entienda que un meltdown no es un capricho, no es una reacción infantil, no es una rabieta y, además, ni siquiera tenemos control sobre lo que hacemos o decimos en esos momentos. No se trata de que no podamos controlar nuestras emociones porque seamos inmaduros, sino que nuestro cerebro hay ciertas cuestiones que no las concibe bien. Hay personas neurotípicas que entran en cólera por muchas razones y nadie les dice nada, además, en sus casos, sí teniendo cierto margen de control, así que no entiendo por qué las personas autistas tenemos que estar siempre en tela de juicio.

Hace unos meses atrás se hizo viral un fragmento de la serie The Good Doctor en el que Shaun, el cirujano protagonista, sufría un meltdown. Esta es la escena en cuestión. Es un cambio de planes, es indeseado y le parece injusto: se lo comunican después de haber hecho efectiva la reubicación, no le da tiempo a prepararse y, para colmo, ni siquiera se le ha tenido en cuenta para esa decisión ni ha habido pasos previos para advertirle de la posibilidad de ese cambio si seguía habiendo problemas. No solo eso: es un médico que no está entendiendo a su trabajador autista, es decir, alguien que se supone que tendría que saber de autismo, no ve venir la crisis y encima lo tacha de inmaduro y de estar perdiendo su dignidad. Shaun no lo concibe, así que entra en bucle, no lo puede evitar, y el propio bucle lo conduce al meltdown, porque esto es algo muy común en estos casos. Y sí, es importante que sepáis que, a veces, un meltdown puede verse así por muy adulto que seas. Porque, repito, esto no tiene nada que ver con la edad: nuestro cerebro procesa todo de manera diferente y forzarnos a vivir situaciones que solo son indiferentes para los cerebros neurotípicos tiene una serie de consecuencias, entre las cuales se encuentra el meltdown. Esta escena, cuando se hizo viral, trajo consigo muchísimos comentarios capacitistas que le daban la razón al doctor Han, personas autistas incluidas, pero también muchísima burla: se hicieron muchos memes sobre esto. Y no es justo que tengamos que aguantar algo así. Un meltdown no es divertido, un meltdown duele mucho. Y no solo a nivel emocional durante el proceso y después del mismo, sino también a nivel físico. Al igual que en el shutdown, yo me quedo destrozadísima después de un meltdown.

No sabéis de verdad lo muchísimo que se sufre cuando estás en medio de un meltdown. Pierdes el control de todo, la mente se te nubla, todo es confuso a tu alrededor y encima tienes que lidiar con las personas que no te entienden, aunque carguen con muy buenas intenciones. Como docente he vivido muchos meltdown autistas, pero os voy a contar dos que me marcaron especialmente:

El primero de ellos sucedió el primer día y único que tendría a una clase de sexto de primaria. La tutora del grupo me avisó de que había un chico autista que a veces llegaba tarde. Me advirtió que tenía cierta tendencia a entrar en bucle, sin más detalle. Ese día fue de los que llegó tarde, por lo que nadie le pudo anticipar que no tendría a su profesora de inglés de siempre, sino que estaría yo. A menudo describo mi entrada en un meltdown porque noto un chispazo en el cerebro, como un cortocircuito, como si alguna conexión sináptica, de pronto, hubiera fallado. Yo no sé si él sentía la misma sensación, pero lo que tengo claro es que, en el momento en el que mi mirada se cruzó con la del chaval, yo le vi ese chispazo y ese meltdown se inició, por más que le expliqué toda la situación, por más que al verlo entrar en bucle cuando se sentó lo intentara calmar: el daño ya estaba hecho de antes. Se levantó y se dirigió hacia un armario. Yo estaba dispuesta a dejarlo si eso le iba a ayudar a sentirse mejor, pero, de pronto, sus compañeros empezaron a gritarme: «¡Ve a por la llave, corre! ¡Está en el primer cajón de la mesa de profe! ¡Corre, que se va a cortar!». La tendencia de ese chico cuando entraba en meltdown era dirigirse al armario donde se guardaban las tijeras para cortarse. Y ese armario estaba abierto en aquel momento, así que os podéis imaginar el susto que me llevé. Lo cerré a tiempo y el chico se me puso agresivo, plantándome cara, exigiéndome que le diera la llave. Me planté e intenté calmarlo, pero estaba en una fase en la que ya no me podía escuchar, así que se fue al fondo y sus compañeros me advirtieron: «Va a por las palas de ping pong para pegarse en la cabeza». Con mucha urgencia fui a frenarlo como buenamente pude. Al final, un compañero se ofreció a ir a llamar a su tutora y ella lo vino a buscar. No sabéis lo mal que lo pasé, lo frustrante que fue que, siendo autista, no fui capaz de ayudar a alguien como yo, mientras lo veía sufriendo cada vez más intensamente y sabía perfectamente lo que estaba sintiendo. Porque sí, a veces esas conductas autolíticas de las personas autistas surgen a través de un meltdown, con lo cual, la atención se complica un poco si no conoces a la persona en cuestión.

El otro caso fue un niño de cinco años que sufrió un meltdown mientras yo estaba de apoyo en su clase. El tutor me dijo que me lo llevara al aula de enfrente porque estaríamos más tranquilos y yo, al pronto, me negué porque, estando así, no quería tocarlo para no hacerle daño: en esos momentos, nuestros sentidos se disparan y, si de normal podemos ser hipersensibles, en medio de un meltdown todo se multiplica. En un momento en el que le di la espalda al niño, agarró un cubo de madera y me lo estampó en la cabeza. Me giré para que el tutor no le pegara el grito y le dije manteniendo el temple: «P., basta». Se relajó un poco, pero aún estaba en meltdown, así que el tutor me insistió en que lo sacara de allí. Él se estaba alterando y eso iba a complicar las cosas, así que le hice caso: me lo llevé prácticamente a rastras, sintiéndome la peor persona del mundo porque sabía el daño que le estaba causando. Me encerré con él en el aula de enfrente. Comenzó a llorar y gritar que lo habían metido en la cárcel, que lo habían secuestrado, que estaba encerrado, mientras daba golpes en la puerta. Yo procuré mantener la calma, porque en esos momentos, mi sufrimiento a ese niño no le aportaba nada: me senté e intenté explicarle que lo hacía por su bien y que así podría relajarse y estar tranquilo, salir de aquella aula con tantísimo ruido que tanto daño le había estado provocando. En esos momentos a veces es un poco inútil decir según qué, pero se intenta, porque a veces funciona. El meltdown llegó a su fin cuando, de pronto, cayó al suelo y se echó a llorar, relajándose. Aquello pasó, pero, ¿sabéis lo que me costó a mí? Para que dimensionéis bien las consecuencias de vuestros actos en un caso así: me odió por el resto del curso. Cada vez que entraba a dar clase de inglés, me costaba muchísimo conseguir que se sentara porque se oponía por completo: «No, no, no, no. P. no hace inglés», me decía siempre. Y, cuando lograba que se sentara, empezaba un stimming vocal con balanceo que duraba por varios minutos. Y, además, a diario había el riesgo de que tuviera otro meltdown. Me sentí una persona horrible durante todos aquellos meses, porque tampoco quería mi ayuda y ni siquiera quería que estuviera cerca. En su cuaderno de pictogramas, sustituía el pictograma de inglés por una X. Muy duro.

El último día del curso hicimos juegos de agua. Se empapó de arriba abajo. Mandamos a todos los niños a cambiarse de ropa. Él, de repente:

―Oye, Marta.
―Dime, P.
―¿Me ayudas?
―¡Pues claro!

Llevaba dos mudas: un conjunto verde y la equipación del Barça. Le fui secuenciando: «Ahora te pongo la camiseta. ¿Cuál quieres?» y eligió la del Barça; «Ahora te pongo los calzoncillos. ¿Te parece bien si te pongo estos?», asintió; «Ahora te voy a poner los pantalones. Tienes dos: estos del Barça y estos verdes. ¿Cuáles prefieres?» y eligió los verdes. Entonces, cuando fui a ponerle los calcetines:

―Oye, Marta.
―Dime, P. ―sí, iniciábamos siempre las conversaciones así porque a él le daba seguridad.
―¿Puedo ir descalzo?
―¿Te molestan los calcetines con los pies mojados? ― asintió. ― Vale. Pero solo un ratito, que no quiero que te resfríes, ¿vale?
―Vale.

Aquella mañana pasó volando. Mi alumnado sabía que, muy probablemente, no volvería a verme. Sin embargo, ya sabéis: los niños se reponen pronto de estas cosas y nos despedíamos como si nos fuéramos a ver al día siguiente. De repente, P. se levantó impulsivamente de la silla y me abrazó. Él era un niño que odiaba el contacto físico, así que aquello tomó un significado muy relevante. Sentí que acabábamos de hacer las paces porque él había comprendido que estaba de su lado y que le entendía. Me había perdonado por fin y me pude ir tranquila a casa.

¿Por qué os explico estos casos? Porque también sé que a los docentes les queda mucho por aprender sobre el meltdown, porque no saben entenderlo y cómo gestionarlo. Y no pasa nada por reconocerlo, pero hay que tener voluntad para ponerle remedio.

La otra cuestión son las familias. No son pocas las que he visto que tratan un meltdown gritando más y castigando a posteriori. Esto da cuenta de la desinformación que hay, del estigma que todavía el meltdown arrastra como para que los cuidadores de menores autistas decidan tomar esas medidas. Obviamente, no lo hacen creyendo que le están haciendo daño a sus hijos: lo hacen porque se lo toman como un desafío, una falta de respeto y demás. No lo juzgo, pero sí que noto que es necesaria la visibilidad de esta situación, porque de ahí surgen muchísimos conflictos en la convivencia. Voy a contar un caso que viví en las prácticas:

Una chica autista de trece años que no se sentía aceptada en el grupo y que creía que no encajaba, que empezaba a pensar que jamás tendría amistades y que se iba a quedar muy sola. Llegaba a casa y con la madre todo eran malentendidos. La chica estallaba, entraba en meltdown cada dos por tres y la madre, lo que hacía, era grabarla en vídeo para ir mostrando «lo que le hacía su hija», supongo que como un intento desesperado de buscar la comprensión de las demás personas, sentirse apoyada. Además de grabarla, le gritaba y la castigaba. Se trataba de una chica que está yendo a diferentes servicios, entre los cuales, se supone, hay especialistas en autismo de la asociación de la comarca. La resolución de este grupo de especialistas era que la madre era tóxica para su hija –esto era cierto, pero por otras causas– y veían a la chica también desde una perspectiva muy biomédica, una perspectiva bastante desagradable. Nadie le dijo a esa madre qué podía hacer para prevenir que su hija se pusiera así y que su forma de actuar tampoco estaba ayudando a que su hija se sintiera mejor. Con lo cual, al final la víctima de todo aquello era la chica, que un día, a punto de shutdown, le envió un audio de WhatsApp a su madre diciéndole: «No te enfades, por favor. Pero es que ya no puedo más. Creía que en el instituto por lo menos iba a estar bien y no ha sido así. En casa también lo paso mal y ya no puedo más, así que, si tú no le pones remedio, lo voy a tener que hacer yo… a mi manera. Y no te lo tomes como una amenaza, no lo estoy diciendo para hacerte daño… es solo que estoy muy cansada…». Me costó horrores aguantarme las ganas de llorar. Intervine en el instituto desde el ámbito social y, gracias a eso, a la chica le volvieron las ganas de vivir. Esto se podría haber evitado si a la madre le hubieran dado las herramientas adecuadas y le hubieran explicado bien el tema de los meltdown, porque es cierto que la chica en el instituto no estaba bien por otras cosas, pero al no encontrar tampoco refugio y consuelo en casa, entonces la situación llegó a escalar a estos niveles, hasta el punto de pensar en quitarse la vida.

Dicho esto, solo me resta hablar de la prevención. ¿Cómo podemos prevenir un meltdown? La mayoría de las veces, con algo muy necesario para personas en el espectro: ANTICIPACIÓN. Si anticipas todo lo que va a pasar, reduces por mucho las probabilidades de que la persona sufra un meltdown:

Si Juan me hubiera avisado con más tiempo, yo podría haberme hecho a la idea y podría haberlo asimilado bien. Si la directora del colegio hubiera respetado mi espacio o me hubiera avisado de lo que estaba a punto de hacer, nada de aquello habría ocurrido. Si en casa me hubieran preguntado si quería ponerme las joyas o no, o si me hubieran avisado de que aquello iba a ocurrir, tal vez el fotógrafo no hubiera tenido que intervenir con tanta urgencia. Si todo el tema de la ropa a mí me lo hubieran comunicado con antelación, probablemente no habría experimentado ningún meltdown, aun yendo a disgusto. Y si mi madre me hubiera avisado de que quería usarme de excusa, no lo hubiera recibido tan mal ni como una mentira a su propia hija.

Si al chaval de sexto le hubieran explicado el día anterior que al día siguiente vendría una profesora nueva a darle inglés, quizá su angustia no hubiera desaparecido, pero sí se habría rebajado bastante. Si a P. le hubieran avisado de que iba a haber una actividad en clase cargada de mucho ruido o ya le hubieran previsto el ir al aula de enfrente para evitar exponerlo a esa sobrecarga, aquel episodio no habría ocurrido. Si a la chica de las prácticas le anticiparan las cosas y no la machacaran por sufrir meltdown continuos, primero que no tendría tantos episodios de estos y, segundo, se sentiría más segura en su propia casa: en el instituto jamás le dio un meltdown porque siempre, sin excepción, se le ha anticipado absolutamente todo y, si no se le ha podido anticipar, se ha luchado por evitar el cambio a toda costa.

Por eso es tan importante visibilizar y concienciar sobre este asunto. Ante todo esto, también ayuda muchísimo que, cuando estás a punto de sufrir un meltdown, si sabes detectarlo como es mi caso, tengas a alguien al lado que te contenga, como tengo yo a mi amiga Cris, que cuando siento que me va a pasar, solo tengo que abrirle por WhatsApp y ella me saca rápido de ese estado. Un último ejemplo y con esto ya acabo:

En Semana Santa iba a ir unos días a casa de Albert y Marina. El día anterior a mi supuesta ida, quedé con mi amiga Ari. Mientras estaba con ella, Marina me pidió si podíamos aplazar el viaje un día más, es decir, en lugar de hacerlo al día siguiente, sería al otro. Me desencajé. Ari lo notó enseguida, porque se me pone cara de póquer, mirada al vacío y se me nota que internamente comienzo una lucha por no perder el control. Me empezó a distraer, hablándome, pero al mismo tiempo intentando ayudarme a relativizar lo que estaba pasando: al fin y al cabo, iba a hacer lo mismo a la misma hora, solo que un día después del previsto. Pues no llegué a sufrir el meltdown: gracias a su intervención, pude calmarme a tiempo.

Finalizo esta entrada siendo consciente de que, ahora mismo, es la más larga de todo el blog. Pero me parece un tema muy importante. Repito: anticipación y acompañamiento. Con ello, resolveremos muchas de estas situaciones, la mayoría antes de que ocurran. Y formación, mucha formación a personas que tratan a diario con autistas. Por sufrir meltdown no estamos mal de la cabeza, ni somos inmaduros: sencillamente, no llevamos bien el cambio de planes, no concebimos las injusticias, nos saturamos emocional y sensorialmente porque procesamos el mundo de manera muy intensa y el mundo neurotípico es demasiado estimulante en ambos niveles. Si llegamos al punto en el que la sociedad no nos juzgue por ello, nos escuche y trate de entendernos, podremos ser capaces de convivir sin sentir que somos una carga o un problema para nadie, porque esa es otra: muchas veces nos ven así, incluso si la situación es comprendida: se entiende y se actúa adecuadamente en consecuencia, pero se afronta desde la pena o el fastidio, dando a entender que el problema está en nosotros, responsabilizándonos, culpándonos, interpretándonos como problemáticos. enfermos o trastornados, como una carga. Y es muy duro y cruel vivir en un mundo en el que gran parte de las personas que lo comparten contigo te perciben de esa manera.

Comentarios