Estudiar en una universidad es muy distinto a cuando lo haces en el instituto. La diferencia era más notable antes del Plan Bolonia, pero el sistema actual tampoco se libra. He vivido ambos casos y hoy quiero relataros mi experiencia porque sé que muchas personas autistas pasan por situaciones similares.
La
primera vez que pisé la universidad fue cuando tenía diecinueve años para
estudiar la Licenciatura en Psicología. Aún ni me olía que podía ser autista y
acababa de superar el bachillerato en un instituto en el que pasé dos años más
sanando de traumas y heridas profundas que propiamente estudiando. Entre otras
cosas, además, porque no tenía técnicas ni hábitos de estudio. Si aprobé el
bachillerato, definitivamente, fue gracias a la evaluación continua y a
docentes que se preocupaban de darme ánimos y de infundirme autoconfianza.
Eso
cambió, obviamente, cuando entré en la universidad. Antes del Plan Bolonia no
existía la evaluación continua en la facultad: el profesor de turno te daba una
clase magistral, tú tomabas apuntes como en una película de Vin Diesel –con las
dificultades a nivel motriz que puede tener una persona autista– y al final del
cuatrimestre o del semestre tenías tu evaluación en un examen. Así pues,
teníamos a una estudiante sin constancia, sin estrategias para solucionarlo,
con unos apuntes que daban pena –a menudo terminaba descargándome los de
Patatabrava porque los míos no había ni por dónde agarrarlos– y, además, con
unas asignaturas con muchísimo enfoque científico, con lo cual, corría con una
enorme desventaja. Los exámenes no eran inclusivos en absoluto: todos eran tipo
test para agilizar las correcciones y eso no era lo peor –a mí los exámenes de
tipo test suelen gustarme, pero sé que hay compis autistas que los detestan–:
lo peor era encontrar preguntas que para ti no tenían sentido, por lo que
podías intuir que había trampa, pero no sabías dónde estaba y no era por falta
de estudio, sino de comprensión del planteamiento de la pregunta, de las
respuestas o de ambas. Caía en todas esas preguntas, así que, como
comprenderéis, suspendía todo. A los profesores universitarios tengo algo que
deciros en este tema: si queréis preparar exámenes de tipo test, se pueden
plantear con cierto grado de dificultad y sin necesidad de poner preguntas
trampa. Así estaríamos todos contentos.
Hablando
de profesorado, no había nada más alejado del instituto. Solo tuve una
profesora para la que no fui un mero número, que se sabía mi nombre y mi cara y
que, cuando vio que había suspendido el parcial –con ella hacíamos dos
exámenes– vino alarmada a preguntarme qué me había pasado, preocupada por mí y
dándome ánimos para el trimestral. Creo que explica muy bien la importancia que
esto tuvo para mí si os cuento que tuve diez asignaturas, solo aprobé cuatro y
una de ellas era la suya, Análisis de Datos, que era estadística pura y yo soy
de letras al extremo, negada para casi cualquier ámbito científico. El resto
vivían para destrozarnos. Y lo digo así, a lo bestia, consciente de lo que
estas palabras suponen. Es más: puedo recordar muy vívidamente cómo una de mis
profesoras nos dijo alto y claro que su deber era conseguir que la mitad de la
clase abandonara los estudios, la misma profesora que nos dijo que haría un
examen tipo test y el día del examen nos encontramos que era de desarrollar,
por lo que suspendimos una amplia mayoría.
Otro
cambio descomunal fueron los compañeros. Pasas de estar en un aula con treinta
personas como mucho a tener a más de cien. La cantidad de voces y de volúmenes
que se mezclan entre clases o, incluso, durante el transcurso de las mismas, es
terrible. Los problemas de socialización, no entender a los demás, que no te
entiendan a ti… Todo eso a gran escala. A eso se le suma la prosopagnosia: tuve
compañeros que dejaron de hablarme y saludarme porque, aunque yo les seguía el
rollo, mi cara denotaba claramente que no sabía quiénes eran porque no
reconocía sus caras. Si ya me cuesta una clase de treinta, imaginad de ciento
sesenta como éramos allí.
El
compañerismo brillaba por su ausencia. Pedir ayuda traía la incomodidad como
consecuencia. Recuerdo que la semana antes de empezar el curso hicieron la
acogida que incluía, entre otras cosas, una visita guiada por la facultad. Yo
no pude asistir, así que no sabía dónde estaba absolutamente nada. Me aferré al
primer grupo que encontré y con ellos estuve juntándome durante todo el curso.
Llegado un punto en el que tuve que empezar a moverme para solicitar la beca,
necesité que alguien me explicara cómo ir a Gestión Académica. No conseguí que
nadie me lo dijera: cada vez que preguntaba, se hacía el silencio y a mí me
comía la ansiedad porque algo que no gestionamos nada bien muchas personas
autistas es la incertidumbre. Solicitar la beca, para mí, era indispensable: de
ello dependía que pudiera estudiar. Después de unos días, conseguí encontrar
dónde estaba Gestión Académica. No es que la facultad sea muy grande, pero sí
que es cierto que yo siempre he tenido un pésimo sentido de la orientación y me
pierdo con una facilidad pasmosa –ya no tanto como antes–. Cuando la encontré,
aún tuve que tardar unos días para que me atendieran porque las colas eran tan
grandes que perdía días enteros de clase para, al final, no ser atendida porque
se acababa el horario de atención de la mañana. Así, llegué al último día en el
que podía solicitar la beca. Llamé a mi padre y le dije que me iba a quedar
plantada allí hasta la noche si era necesario, como así hice. Cuando logré que
me atendieran, resulta que el formulario, que entonces se rellenaba y entregaba
todo a mano, no era el correcto. Es decir, que me lo echaron para atrás a pesar
de tener todos los datos y las firmas, solo porque el recuadro de la firma era
ligeramente distinto: según me dijo la mujer que me atendió, si lo enviaba así,
no me concederían la beca. Como decía, era el último día, por la tarde-noche, necesitaba
la firma de mis padres, no tenía otro formulario y de ello dependía que yo
pudiera seguir estudiando. Se me vino el mundo encima y colapsé viendo que nadie
me iba a ayudar. Al verme tratando de aguantar las ganas de llorar a la
desesperada, la mujer se sintió mal, me dio otro formulario y me dijo: «Este
es el correcto. No te preocupes: tienes tiempo todavía porque se ve que ha
habido un fallo informático y han decidido alargar el plazo una semana más. Por
eso tenías mal el formulario». Gracias a eso pude presentar la beca
y me la concedieron. ¿Era necesario esperar a que colapsara para recibir esa información
y esa ayuda? La burocracia es algo que genera ansiedad a muchísimas personas y
esto es especialmente notorio en personas autistas.
Más
allá de todo eso, sí que tenía un grupo con el que me juntaba. Es más: era
bastante grande, si no recuerdo mal, de diez personas. Guardo un especial
cariño por Susana y por Jordi, por ejemplo. A Susana la conocí durante el
semestre y fue mi mayor descubrimiento porque al fin dejé de sentirme tan sola:
disfrutábamos de la compañía mutua y, si le pedía ayuda, no dudaba en
brindármela, así como también lo hacía yo. Ella era mi espacio seguro. Para el
resto de la clase sé que yo era un bicho raro, apreciado por algunas personas,
pero para quien trataba conmigo era una pesada. Me costaba muchísimo
relacionarme con los demás y comunicarme, así que, o estaba casi siempre callada o me forzaba a hablar y eso
traía resultados nefastos porque mi torpeza quedaba expuesta. Por eso y por mis
problemas de ansiedad.
Sobre
todo, me daba paz saludar a la señora de la limpieza cuando llegaba a la
facultad por las mañanas y comerme una chocolatina Krunch en el descanso de
clases, especialmente si había examen. Pueden parecer detalles nimios, pero
eran pequeñas certezas para un día a día tan angustiante por incierto.
Porque
sí, la universidad está cargada de incertidumbre. Y no solamente la facultad
propiamente, sino todo lo que cada persona relaciona con ella. Por ejemplo, yo
viajaba en autocar y los vehículos estaban tan viejos que, como mínimo una vez
al mes, nos quedábamos tirados en medio de la carretera y llegaba a mi casa por
la tarde –esto es literal, no es una exageración–. Era un peligro diario al que
estaba expuesta y no me facilitaba lo más mínimo lo de ir a la facultad
relajada.
Así
que llegó julio y lo dejé. No podía más con el cambio de sistema educativo, con las aglomeraciones de gente en
clase –a veces ni siquiera teníamos asiento–, con mi necesidad de huir a la
cafetería porque no soportaba estar en el aula por el ruido, con la ansiedad de
tener dudas y que al llamar por teléfono a algún compañero siempre me colgara, con
un profesorado que te alejaba en lugar de tenderte la mano, con unos
administrativos a los que poco les importabas, con unos horarios que me
destrozaban físicamente por culpa también de mi insomnio, con unas pesadillas
recurrentes y constantes sobre la facultad… Acabé tan harta que aborrecí la
psicología. Durante años no quise volver a leer absolutamente nada relacionado
con la materia.
Aquella
experiencia me dejó una huella traumática. Tal es así que, cuando regresé, ya
con veinticuatro, casi veinticinco años, lo primero que hice después de que me
sellaran la matrícula fue caerme al suelo y llorar, sentir que me acababa de
condenar durante cuatro años. Iba por propia voluntad y me moría de ganas por
empezar, pero no pude evitar recordar todo lo traumático de la vez anterior y
sufrir mucha ansiedad por ello. Os digo más: aún recuerdo el sonido del sello
en mi matrícula.
Cuando
volví, las cosas habían cambiado: con la llegada del Plan Bolonia, también lo
hizo la evaluación continua. A mí ya no me hacía falta del todo porque al
crecer y madurar también pude conocerme mejor y obtener mis propias estrategias
y hábitos de estudio, pero este tipo de evaluación me favorecía en cierto modo.
Esto no significa que mi segunda experiencia en la universidad fuera más
amable.
A
esas alturas de mi vida, seguía sin diagnóstico, pero ya sabía que era autista,
con lo cual, era más consciente de mi realidad.
Voy
a empezar hablando de la parte que más me afectó: la parte social. Os la voy a
describir detalladamente, porque creo que, de esa manera, se comprenderá mejor
cómo vivimos estas situaciones.
La
primera semana del curso no había clases porque era la acogida. En esta ocasión
sí que pude ir, por lo que ya empecé a conocer a gente de clase. Es más, el
primer día coincidí con una compañera de mi misma ciudad a la que había visto
bajarse del autocar y me estuve juntando con ella toda la semana. Cuando volví
a mi casa aquel primer día, la noticia fue recibida con tal alegría que
recuerdo perfectamente cómo mi padre me abrazó levantándome del suelo. Él no es
de hacer esas cosas. Pero pasada aquella semana, todo cambió: al parecer, una
amiga de esta chica iba a ser compañera nuestra también y eran amigas desde la
guardería, por lo que empecé a notar que convertirnos en un trío no iba a ser
posible, porque hablaban entre ellas como si no hubiera nadie más. No solo por eso: también porque empezaron a bajarse una parada antes en el autocar con tal de no coincidir conmigo, para evitarme.
En
clase éramos ochenta personas para las magistrales y luego nos dividían en tres
grupos para hacer los seminarios. En mi seminario había un grupo ya formado e
intenté que me acogieran, pero no fue así: solo me llevaba bien con la que
parecía tener una actitud más de líder y con otra chica. Supe ver que no era
bien recibida, así que me busqué a otra persona: una chica que parecía estar
sola también. Su compañía me estresaba un poco porque improvisaba sobre la
marcha y tampoco me tenía en cuenta, pero me aportaba cierta seguridad tener a
alguien con quien hacer los trabajos en pareja. Aquello también salió mal
porque esa chica empezó a tener actitudes que la pusieron en contra de todo el
seminario, razón por la cual acabó abandonando la carrera y volví a quedarme sola
cuando ya era diciembre. Desde octubre estaba yendo en coche con las dos
compañeras de mi ciudad y otras dos que también lo eran, así que, aunque de una
forma un poquito forzada, intenté integrarme en ese grupo, que estaba compuesto
por ellas y por parte del grupo que comentaba anteriormente que se había
formado casi desde el principio, puesto que se acabó dividiendo en dos. Éramos
diez y, poco después, se sumó una onceava chica.
Sinceramente,
desde siempre me sentí rara en ese grupo. Era demasiado notable que éramos muy
distintas, pero a mí no me importaba: si me sentía extraña era porque, en
realidad, el grupo parecía estar tomando cierto liderazgo dentro de la clase y
yo soy de un perfil más bien bajo, siempre he sido la que, por lo que sea,
acababa enemistada con el grupo popular. Formar parte de él en ese momento se
me hacía, cuanto menos, curioso. Pero estaba a gusto, especialmente con dos de
las chicas de mi ciudad y con otras dos de la escisión del otro grupo. Al
principio todo iba bien, o eso parecía, hasta que a mediados de curso una de
las chicas de mi ciudad me tomó manía, aún no sé del todo por qué, si bien
algunas teorías tengo al respecto.
A
toro pasado, como se suele decir, me doy cuenta de muchísimas cosas. Había
señales enormes que me decían que en ese grupo no estaban mis amistades
universitarias, pero yo no sabía verlo, si bien sí detectaba estas señales. No
sabía verlo por la sencilla razón de que racionalmente entendía que ellas
fueran más amigas entre ellas que conmigo, porque yo había llegado después.
Entonces, cualquier desplante que tuvieran conmigo, a mí podía hacerme sentir
fuera de lugar o no, pero lo justificaba con argumentos de ese estilo. Aun así,
yo estaba bien con ellas, porque al menos el trato conmigo, salvo esa chica que
decía, era bueno. ¿Qué pasaba con esa chica? Su inseguridad –reconocida al
menos por ella misma– la hacía tener una actitud arrolladora, impositiva y
agresiva con el resto. Eso hizo que las demás le tomaran cierto miedo: temían
decirle cualquier cosa que la pudiera enfadar. Yo, ya sabéis, autista sin
filtro y, además, mayor que ellas, mostraba por lo menos algo más de seguridad
y descaro. Supongo que no lo soportaba, así que empezó a tomar medidas: me
atacaba por WhatsApp, me dejaba en evidencia públicamente con cosas tan sutiles
como para que las demás no las percibieran como que se estaba pasando conmigo o
me hacía comentarios por lo bajo en persona. Como mi manera de reaccionar a sus
ataques era volver al día siguiente con una sonrisa aún más grande, deduzco que
aquello la enrabietaba más. Se me hacía pesado lidiar con ella, pero aguantaba
por las demás, porque tenía clarísimo que una persona no me iba a estropear mi
relación con todo un grupo. El problema de verdad llegó en segundo, cuando había
tenido todo el verano para unir más con el resto: su relación con ellas estaba
más que asegurada, así que podía pasar al ataque frontalmente, delante de
ellas, sin ningún reparo, puesto que las demás, aunque lo vieran injusto, no se
pondrían nunca de mi lado. Y yo, que hasta entonces había aguantado
especialmente por dos de las chicas del grupo, de repente perdí el sostén de
aquella situación. ¿Cuál fue el problema de verdad? Que el segundo curso ya
había empezado y los seminarios estaban hechos. Mi seminario estaba formado por
las chicas de mi grupo, la otra parte de la escisión y un minigrupo. Mi grupo y
el resto de la escisión eran muy amigas, así que no podía contar con intentar
integrarme ahí de nuevo; el minigrupo eran cuatro chicas con las que no me
llevaba mal, pero el círculo estaba tan cerrado que era evidente que no sería
tampoco del todo bien recibida en ese sentido. Dividirnos en seminarios no era
para que todos diéramos clase a la vez: cada seminario tenía una hora distinta,
por lo que coincidir en ratos de descanso con gente de otros seminarios era
prácticamente imposible. Solo tenía dos opciones: seguir juntándome con el
grupo que cada vez me hacía más daño o quedarme sola. Siempre tuve muy claro
aquello de que más vale sola que mal acompañada, así que no tardé en tomar esa
decisión. Lo que verdaderamente me preocupó fue otra cosa también vinculada a
lo social, pero más de tipo académico, así que lo cuento más adelante. El caso
es que, a pesar de que no me importaba dejar de juntarme con ellas, sí tuve que
seguir compartiendo espacio, por ejemplo, en el coche. Tuve que decidir entre
comprometer mi salud mental durante cuarenta y cinco minutos y comprometer la
salud mental y física, pero sobre todo la segunda, tardando dos horas en
transporte público y llegando casi a las doce de la noche a casa –estudiaba en
turno de tarde y salíamos a las nueve la mayoría de las veces–. Por triste que
parezca, elegí lo primero, hasta que mi padre se plantó y me dijo que, si el
problema era el transporte, él incluso estaba dispuesto a terminar antes su
jornada laboral para venirme a buscar los días que saliera tarde de clase, pero
que no podía seguir permitiendo que me quemaran de esa manera.
Gracias
a la propuesta de mi padre fue que me pude salir de aquel grupo tan tóxico,
pero aguantaría todo segundo con ellas. En tercero ya empezaría a juntarme con
otro grupo que, irónicamente, conocí exponiendo mi salud mental y física yendo
a una discoteca a celebrar el paso de ecuador de la carrera. En ese grupo sí
que me sentí a gusto y cómoda, por lo que, en verano, antes de empezar el
tercer curso, les dije a las del grupo tóxico que ya no iba a ir más con ellas
en el coche y eso me liberaba para elegir el mismo seminario que mi nuevo
grupo. Este nuevo grupo sería ya el que me duraría para el resto de carrera. Me
acogieron muy bien y se volvieron mis amigas. Parte de este grupo aún lo
conservo.
Para
que dimensionéis bien la situación que yo estaba viviendo en segundo, os cuento
que a mí la situación me comenzó a afectar de más porque en ese entonces estaba
viviendo muchos problemas en mi familia y no estaba demasiado bien
emocionalmente. Cuando la chica aquella me confrontaba, yo alguna vez había ido
al lavabo a vomitar de ansiedad, si bien no era la norma. Ella misma se había
dado cuenta y se había enfadado conmigo porque no entendía que le tuviera miedo
y le daba rabia. Un día, yo estaba tan harta de no tener un espacio tranquilo
que, de repente, exploté y me eché a llorar. Estaba sola, pero mi compañera
Nerea me vio e intentó calmarme. La frase que le solté a continuación, ahora
que la pienso, me da escalofríos: «Es que yo ya no estaba acostumbrada a
que me trataran mal». Y, claro, es lo que me dijo ella: «Nadie
debería acostumbrarse a que le traten mal». Después de aquella charla,
entramos en clase y justo nos tocaba con nuestro tutor de curso. Me preguntó si
estaba bien y le dije que sí, que solo estaba un poco emocionada, pero que ya
se me pasaría. Cuando la clase terminó, me preguntó si ya estaba mejor, le
contesté que sí y le di las gracias por preguntar. Desde entonces, me observaba
y, en alguna ocasión, se enfrentó directa y públicamente con el grupo tóxico,
pero de tal manera que ellas entendieran que era un ataque como para sentirse
intimidadas, mientras el resto de la clase no se enteraba de este hecho. Yo no
le había contado nada porque ya nos sabemos todos la del Capitán Autista –de
verdad, ayudad a la gente autista de vuestro entorno a pedir ayuda, por favor–,
pero él no era tonto e intuyó muy bien lo que estaba pasando.
Si
me mantuve con ese grupo tóxico, no fue solo por el coche: también hubo una
razón académica, como decía. Y es que, el hecho de pertenecer a un seminario,
significaba tener que hacer todos los trabajos en grupo con gente de tu
seminario: no podías hacerlo con gente de los otros. Así pues, permanecer en el
grupo ese era lo único que me aseguraba tener un grupo de trabajo, pura
supervivencia académica. Me daba mucha ansiedad pensar en no tener grupo y
suspender por ello –sí, podías suspender por ello, porque los profesores no te
ayudaban a ser parte de ningún grupo al saberte adulta ya y entender que te
tienes que buscar la vida «porque vas a ser profe y tienes que tener suficiente
capacidad de socialización»–. Lo de los trabajos en grupo me generaba mucha angustia
y ansiedad porque era un problema serio: el 99% de los trabajos de mi carrera
eran en grupo, así que imaginad lo que me podría haber pasado si todo el mundo
me hubiera dado la espalda. Mirad si se me notaba en la cara que a un profesor
me atreví a pedirle, por favor, que me dejara hacer un trabajo en grupo con la
gente de Nerea y me dio permiso sin dudarlo, dejándome, incluso, asistir al
seminario de Nerea y las demás por si se adelantaba algo durante la clase.
Nunca me alcanzarán las palabras para agradecerle lo que hizo.
Siguiendo
con el tema académico, el primer año recuerdo que se me rifaban para ir
conmigo: una chica siete años mayor que ellas, con experiencia de haber estado
en la universidad, con buena capacidad inventiva de cara a las exposiciones
orales y, además, cuyo talento era la escritura… Tenía todos los números de
gustar. Pero la influencia de aquella chica consiguió que después de aquel
curso a nadie le importara nada que yo fuera de las que sacaba mejores notas de
clase y de las que hacía unos trabajos buenísimos: con tal de no relacionarse
conmigo, no participaría con ellas y, si lo hacía, siempre sería a disgusto y
con malas artes. Hasta que en tercero y cuarto pude estar en otro seminario,
por supuesto. Ahí ya sí que estuve bien, fui bien recibida y muy valorada. La
gente, fuera de mi grupo de amistades o no, me tenían en alta estima. Sacaba
peores notas, porque es cierto que el grupo tóxico era muy trabajador y que mi nuevo grupo solía estar algo más descolgado, pero mi
salud mental lo agradeció muchísimo.
En
clase se me hacía más difícil estar que cuando estudiaba Psicología porque
ahora todo el mundo lleva ordenador, usa el móvil y se dispersa más. Es
horrible intentar escuchar lo que te cuenta el docente de turno cuando de fondo
tienes ochenta ordenadores cuyas teclas suenan constantemente y a ritmos
distintos, mientras otras personas se distraen con el móvil y/o se van sacando
fotos –me sentaba delante para evitar esos estímulos distractores–, los
cuchicheos constantes porque la atención sostenida era imposible… Lo que al
menos agradezco es que siempre había sitio para todo el mundo, aunque fuera en
esas sillas con tablilla que eran tan incómodas.
En
cuanto a profesores… tuve de todo. Desde mi queridísimo Agustín, ahora amigo
desde que terminé primero de carrera, hasta profesores prepotentes con complejo
de superioridad, pasando por la relación tóxica que comentaba en la entrada
correspondiente. Pero, en general, estuve contenta: la mayoría me trataron bien
y, los que no, realmente es que no trataban bien a nadie, no es que a mí por
ser autista –o, bueno, ellos percibirme distinta–, me trataran mal o algo así,
tomando en cuenta que con el Plan Bolonia ahora la relación con el equipo
docente era más cercana o, como mínimo, había una mayor comunicación y contacto.
Por ese lado, sí que hallé bastante paz y, la verdad, para tiempos tan
convulsos que viví, lo agradecí bastante. Lo que sí es cierto que percibí es
que el sistema universitario es muy poco favorecedor de una salud mental
positiva. Si bien es cierto que hay servicios de atención psicológica a los que
se puede acceder, el cuerpo docente no hace más que meterte presión y más
presión, llevarte al límite tanto por los plazos como por las exigencias de
entrega, a menudo con muchísimas pejigueras sin sentido. Nunca olvidaré a la
compañera a la que le suspendieron un trabajo y tuvo que repetir una asignatura
entera por ello, porque no había puesto una imagen. Sobre todo, se generaban
muchas situaciones injustas y ya sabemos que las personas autistas aguantamos
regular en esos casos, así que no eran pocas las veces que llegaba a casa
irritada, estresada, alterada, porque no soportaba ir a la facultad cuando se
ponían de esa manera. Jamás olvidaré cuando un profesor quiso suspender a una amiga
porque se le había muerto el padre y no la creyó; o la vez que tuve que
escribir un alegato porque habían suspendido a otra amiga las tutorías de
prácticas –por tanto, el prácticum– porque a su tutora no le gustaba cómo se
sentaba y no quiso replanteárselo, aunque mi amiga le explicara que si la
suspendía no podría seguir estudiando. Aquella vez, lo único que se interpuso
entre el Decanato y yo fue propiamente mi amiga, que me pidió que lo dejara
estar –aunque sí conseguimos algo–. En muchos docentes universitarios veía a
menudo eso de que defendían la salud mental y demás, pero luego no eran comprensivos
con los problemas de salud mental de su alumnado. Es más, incluso metían más el
dedo en la llaga. Así pues, no estaba yo para decirle a nadie que era autista y
tuve que tragar con mucha falta de comprensión: por más que a menudo tratara de
explicarme, si conseguía que al menos me escucharan, no me entendían. Cuando
encontraba un profesor que me trataba bien, a la desesperada me pegaba a esa
persona como si no hubiera un mañana, para sentir un mínimo de seguridad en
aquel territorio hostil.
Las
prácticas de la carrera, en realidad, eran bastante capacitistas sin quererlo.
Resulta que existe un estereotipo de docente que, si no lo cumples, te
penaliza. Es cierto que nadie sabía que era autista, pero si ves a una persona
a la que le está costando adaptarse porque necesita ser mejor acogida, tú como
tutor también tienes que poner algo de tu parte y no cargar toda responsabilidad
en la persona, porque si en lugar de acogerme, me reprimes, lo lógico es pensar
que me voy a cohibir. Porque luego, además, las instrucciones siempre eran ambiguas,
poco claras, de difícil interpretación si se pretendía entender a la primera… Y
metía la pata muchas veces por ello. No me fueron mal realmente, pero podrían
haberme ido mucho mejor si me hubieran intentado entender.
La
Gestión Académica de mi nueva facultad –Ciencias de la Educación– tenía
personal bastante antipático, con lo cual, nuevamente la burocracia suponía un
extra de angustia y ansiedad, un extra innecesario. Por lo menos, organizativamente
era mejor: funcionaba solicitando cita previa por la página web. Eso era un
plus de seguridad.
La
mujer del servicio logístico era muy amable: alguna vez había ido a pedirle la
llave del taller de arte para avanzar algún trabajo y ella me la dejaba sin
problema porque me tenía muy vista y confiaba en mí. Parecerá una tontería,
pero eso te daba una sensación de cercanía y calidez importante. Además, recuerdo un día
que a una compañera le dio un ataque de ansiedad muy bestia, la llevé con ella
y la mujer llamó a la ambulancia mientras se quedó con nosotras a hacernos
compañía. Que exista gente así en un ambiente tan hostil se agradece muchísimo.
Para finalizar, la última experiencia universitaria que tuve fue la del máster. Quienes me leen habitualmente ya lo saben: fue mi primera vivencia universitaria siendo abiertamente autista, ya con diagnóstico. Todas las personas de mi clase me acogieron siempre muy bien y me llevé genial con cada una de ellas. A nadie le oculté nunca que era autista y me respetaron muchísimo, a veces alguna pregunta me hacían para aprender y hasta nos permitíamos ciertas bromas. Algunos compañeros me miraban con cierto escepticismo cuando hablaba de ello, pero nunca fueron descorteses, salvo en alguna ocasión que pretendían imponer su criterio sobre qué era lo que ellos llaman «TEA», defendiendo una perspectiva biomédica, bastante fervientemente en algunos casos. O como el caso de una compañera mía, psicóloga, que me decía lo mucho que había ayudado a infantes autistas con su terapia ABA y, cuando le intenté explicar las cosas con cariño, se puso a la defensiva y sacó a relucir ese modelo biomédico del autismo como trastorno que es malo mostrar. No me libré tampoco de algún momento angustioso por no saber cómo interpretar determinadas reacciones derivadas de trabajar en grupo, ni de momentos de duda, de no saber cómo era mi vínculo con algunas de las personas de mi clase, pero en general fue un año muy reconfortante.
En
clase sí que es cierto que el problema de los ordenadores tecleando persistía,
pero, al ser mucha menos gente, lo llevaba más o menos mejor. No llevaba tan
bien la incertidumbre de no saber lo que las personas que formaban parte de mis
grupos de trabajo pensaban sobre que yo fuera la única que no llevaba nunca
ordenador a clase: daba la sensación de que todo el mundo trabajaba menos yo,
cuando yo también hacía lo mío. En ese sentido me sentí incómoda, porque todo
el trabajo práctico después de la teoría se hacía a través del ordenador. En la
carrera también me pasaba bastante, pero no siempre porque a veces se
organizaban otro tipo de dinámicas.
Algunos
ya lo sabéis, pero los que me dieron más problemas fueron los profesores. Solo
salvo a una –que es para mí, en la actualidad, uno de los vínculos más
importantes que conservo, además de ser mi jefa– y, como mucho, a la
coordinadora. ¿El resto? Los sacaba a todos de allí, especialmente a dos de
ellos, cuyo capacitismo sobrepasaba el límite del desconocimiento y era ya un
escándalo. Jamás pensé que me sentiría tan violentada dentro de un aula de
enseñanza postobligatoria. Lo peor es que lo comentas con todo el respeto y
educación del mundo y algunos se enfadan porque les hieres su ego de ser
superior sabelotodo mientras que otros te dicen que ya lo saben, pero no ponen
remedio y promoción tras promoción siguen soltando disparates, enseñando ideas
horripilantes a las generaciones futuras de profesionales de la psicopedagogía.
Aun así, algunos sabiendo que era autista y otros sin saberlo, se ajustaban a
mis necesidades si pedía algo: que me dejaran salir de clase porque estaba a
punto de sufrir un shutdown, que me dejaran usar cascos para aislarme del ruido
en algún examen… Incluso, recuerdo haber entregado un examen lleno de tachones,
pedirle al profesor que me dejara pasarlo a limpio y que él me respondiera: «No
te angusties por eso, cada uno es como es y esa eres tú también. La letra se
entiende. No me importa que lo entregues así: esto también es inclusión». Qué lástima que luego ese hombre se convirtiera en mi tutor de TFM y jugara, inconscientemente, con mi no siempre tan buena gestión del cambio. La de momentos de ansiedad que me he comido porque él llegaba tarde a las tutorías o se olvidaba de ellas y me dejaba tirada es inaudito. Eso y su manera inespecífica de comunicación, que me hacía tener que ir detrás para preguntarle de todo porque no era nada claro ni concreto. Pero bueno, de eso también pecaban la mayoría. La diferencia se halló siempre en cómo cada uno se enfrentaba a esta situación. Yo a la coordinadora, que era profesora mía en una asignatura, un día la agarré y le dije:
Lo de la comunicación confusa es inherente a muchos profesores con dos tipos de perfil: el pasota y el rimbombante. Mi tutor era el pasota, pero tuve a otra profesora que era de las del segundo perfil, de aquellas que se las daba de sabionda usando un vocabulario pomposo. La angustia por no quedarme nada claro un trabajo suyo, incluso después de haberle preguntado, hizo que trabajara de más. Eso me valió rozar el 10, pero era innecesario hacerme pasar por todo eso dando vueltas a mi duda sin responder claramente.
El
personal de Gestión Académica mejoró, ya había gente más amable y podía contar
con esas personas cada vez que tenía una duda o problema. Me lo gestionaban
perfectamente, me ofrecían alternativas, me calmaban… Los trámites burocráticos
con las personas que hay en la actualidad son una maravilla y muy amistosos
para personas autistas que necesitamos un acompañamiento o una confirmación en
estas cosas. La del servicio logístico seguía allí y fue bonito descubrir que aún se acordaba de mí y que hasta me preguntó que qué tal me iba la vida.
Como veis, con pequeñas cositas yo ya era feliz. Pero tener que conformarse con ello en un lugar en el que vas a pasar tantas horas y tantos años, en los que te estás formando, se supone, en algo que te gusta, que a veces te hagan sentir que nada vale la pena, que no importas, y que te tienes que jugar la salud mental para poder llegar al final mientras aguantas comentarios y actitudes de todo tipo sobre tu realidad en silencio, no es justo.
No sé en el resto de carreras, pero en las que implica trabajar en o con centros educativos se habla muchísimo de inclusión. Una inclusión que en las aulas no se suele practicar, que es objeto de burla o de capacitismo indiscriminado, que asume que en la universidad no existe la gente neurodivergente, ya sea alumnado o docente, y se pueden permitir ciertas bromas hirientes o comentarios pasados de rosca... Me parece espeluznante e indignante. Es algo sobre lo que hablé en Twitter. Tanta inmunidad abruma. Si ni en centros donde deberíamos sentirnos los más acogidos del mundo nos aceptan del todo tal como somos, luego que no nos extrañe que la sociedad tampoco nos quiera. Pedir inclusión mientras eres capacitista, cuerdista y haces misautismia es de una hipocresía descomunal.
Las personas autistas no necesitamos eso: necesitamos que nuestras necesidades sean atendidas y que, si no pueden ser atendidas, por lo menos que se entiendan las consecuencias de ello. No pedimos más. Que esté en mi derecho de sufrir un shutdown sin que me mires mal porque interpretes que estoy pasando de ti; que no digas tonterías como que no puedes ser profesional competente de la psicopedagogía si no sabes mantener la mirada; que no tenga que emocionarme fácilmente porque me dé un ataque de ansiedad y mi profesora se ofrezca a ayudarme y a acompañarme en el proceso de recuperación. Que no nos obliguen a acostumbrarnos a soportar los estímulos externos, ni a soportar la incertidumbre por la mala organización que es casi rasgo de identidad del sistema universitario, ni a gestionar todos los cambios que todo esto supone. Que no nos tengamos que acostumbrar a que nos traten mal, como me decía aquella compañera de la carrera. Es tan simple como eso.
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