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Intereses en la infancia autista sin diagnóstico

Muchas personas autistas crecemos desarrollando determinados intereses profundos y/o recurrentes. Yo no soy una excepción: a lo largo de mi vida he tenido muchos intereses que han ido cambiando. En la actualidad también, aunque siento que no los experimento tan intensamente como entonces.

¿Qué pasa cuando en tu niñez tienes intereses de este tipo, pero no tienes diagnóstico? Al no tener diagnóstico, ni personas de mi entorno ni yo misma comprendíamos aquello que me pasaba en relación a mis intereses profundos e intensos. Como decía, tuve muchos, pero voy a hablaros de algunos en concreto:

Uno de los primeros que recuerdo fue la serie Kung Fu: La leyenda continúa, es decir, la secuela de la mítica serie del Pequeño Saltamontes que el propio David Carradine sacó en los noventa. La daban a mediodía y yo estaba enganchadísima: me encantaba Kwai Chang Caine. Mi interés por las artes marciales, no me cabe duda, empezó ahí. Hasta mi primer diente se me cayó viendo esa serie. Para mí era muy importante, al punto de que en esa época estaba experimentando muchas pesadillas y, antes de dormirme, estando en la cama, me daba seguridad repetirme varias veces: «Voy a soñar con Kwai Chang Caine, voy a soñar con Kwai Chang Caine», porque creía que me iba a proteger de mis peores sueños. A veces lo lograba. Me gustaba tanto, que cuando pienso en él, algo que me viene a la memoria es que, en segundo de primaria, yo iba al grupo de refuerzo del colegio y allí hacíamos un poco de todo. Cuando el profesor nos ponía a escribir dictados, detrás nos dejaba dibujar algo, lo que quisiéramos. Pues yo varias veces dibujé a Kwai Chang Caine.

Recuerdo un año que nos fuimos de vacaciones a Torrevieja. Al estar disfrutando, mis padres no estaban pendientes de si veíamos la serie o no, porque no sabían que para mí era tan importante. Yo nunca perdonaba el momento de encender el televisor y ver la serie… hasta que hubo un día que el horario de emisión nos agarró en la playa. No sé si lo que me pasó cuando me di cuenta de que ese día no la vería fue un meltdown, pero si no lo fue, algo parecido sucedió. Lloré desconsoladamente mientras le decía a mis padres que volviéramos a casa, que tenía que verla, y solo recuerdo a mi madre diciéndome que no entendía por qué montaba semejante escándalo por una tontería así. Si hubiera sabido entonces que soy autista, ella me podría haber comprendido, incluso podría haberme anticipado que podría pasar y tal vez a mí no me hubiera sentado tan mal. Aquel día me estresé tanto que, cuando al día siguiente sí que la vimos, agarré la cámara de fotos y saqué un par de fotografías a la televisión mientras daban la serie, como si eso fuera a aportarme algo de seguridad, por si algún día mi necesidad volvía a quedar desatendida.

Probablemente, mi género asignado al nacer influyó en que otro de mis intereses profundos del momento, la serie animada Rugrats, fuera mejor acogida y entendida que la serie de David Carradine, incluso si mis padres siempre respetaron mi forma tan masculina de expresar mi género. Rugrats me impactó muchísimo más fuerte: veía la serie, grababa en cinta de vídeo los episodios, tenía peluches, muñequitos, videojuegos, las películas, libros de colorear, cuentos, participaba en todos los concursos relacionados con la serie, repetía algunas de sus frases… Algunas de estas cosas se quedaron tan integradas en mí que, incluso de adolescente o ya adulta, se me ha escapado alguna que otra frase, he seguido considerando el videojuego Rugrats: La Búsqueda de Reptar como uno de mis favoritos, de vez en cuando he escuchado la banda sonora… Y sí, mis padres veían mi relación con esta animación como si fuera obsesiva, pero nunca hicieron ningún comentario que yo pudiera interpretar como negativo al respecto: como a ellos les gustaba y les parecía una animación muy sana, pues simplemente entendieron que me gustaba mucho, sin más. Hoy en día sigue siendo una serie muy importante, incluso tengo una camiseta de Chuckie (de hecho, es la que llevé al concierto de Bruce Springsteen porque pone «Born to rock»).

 


Si hablo de mí, un interés que yo misma no comprendí fue el que me agarró por el videojuego Final Fantasy VIII. Su protagonista, Squall, probablemente fuera el primer personaje con el que me sentía identificada. El videojuego en sí mismo me encantaba y mi vida giraba en torno a él. Esto es prácticamente literal: no solo jugaba al videojuego, sino que me pasaba todo el día pensando en él, mi juego simbólico lo basaba en él, coleccionaba figuras de sus personajes, mi prima incluso me grabó la banda sonora en cinta, provoqué que mi primo coetáneo también lo jugara, entre los años que jugué, uno de los años me disfracé de Squall para carnaval, asociaba canciones del momento con imágenes del videojuego (por ejemplo, hay canciones de Estopa que, cuando las escucho, me viene Squall a la cabeza)…


El videojuego ocupaba cuatro CDs, así que era lo suficientemente largo como para que yo tuviera muchas horas de diversión, pero nunca me lo pasé porque, en aquella época, las partidas guardadas se grababan en una tarjeta de memoria… y la mía empezó a fallar. Cada vez que llegaba al final del segundo CD, es decir, a la mitad del juego, la partida se me borraba y tenía que volver a empezar. Imaginaos la frustración cada vez que me pasaba. Recuerdo, de hecho, haberme enfadado y enfurruñado tanto, que me encerraba en mi habitación, me tumbaba en la cama y me echaba a llorar: no quería saber absolutamente nada de nadie, hasta ponía un cartel en la puerta para que no me molestaran, cosa que, por supuesto, provocaba el efecto contrario. Ahí se mezclaba el imprevisto de que no podría seguir la partida donde la dejé, el cambio de que tendría que volver a empezar, la frustración del esfuerzo baldío, la ilusión rota… Muchas cosas que, de haber sabido que era autista, la gente de mi entorno habría sabido ayudarme a gestionar mejor, o incluso yo misma podría haberlo aprendido.

¿Por qué digo que no lo comprendí? Porque creo que, en este caso, incluso superó por mucho a Rugrats, entre otras cosas, porque no solo fue un interés profundo, sino un refugio por una situación traumática que estaba atravesando. No solamente eso: mi madre, siempre que me ha dado por algo de manera muy intensa, lo ha catalogado como «obsesión». Para mí, esta palabra siempre ha tenido una connotación negativa muy fuerte, casi como arrastrando un componente enfermizo. Yo sabía que no tenía una adicción a ese videojuego, porque era más todo lo que imaginaba y todo lo que rodeaba al videojuego que el hecho de jugarlo en sí: tampoco lo jugaba tanto tiempo.

¿Qué pasó con este videojuego? Algunos tal vez lo recuerden y otros quizá no lo sepan, pero en España hubo un asesinato múltiple cometido por un chaval al que se conoció como «el asesino de la katana». Los medios asociaron mucho a este suceso que el muchacho tenía este videojuego en su casa y que su apariencia era similar a la de Squall. Con los años y un poco de investigación, descubrí que no tenía nada que ver, pero en su día sí se habló mucho de ello. Ver aquella noticia a mí me provocó el darme cuenta de que, a priori, parecía que ese chico estaba obsesionado con ese videojuego y, movido por esa obsesión, actuó de aquella manera. Entonces, yo, que solo era una niña a la que le gustaba un videojuego muy intensamente, como me habían hecho creer que estaba obsesionada con ello, me asusté. Por supuesto, nunca pensé en que podría replicar algo así, pero mi cerebro, de pronto, entendió la dimensión de todo aquello y resolvió que tenía un problema serio, cuando en realidad no era así, por lo que de forma automática dejé de jugar por bastantes meses. Lo acabé retomando y me siguió ayudando a sobrellevar mis situaciones, pero hasta hace no muchos años yo contaba a mis amistades que mi relación con este videojuego había quedado dañada y en contradicción: me encantaba volverlo a jugar, pero mientras lo jugaba sentía que «esta parte no me gusta, esta tampoco…». ¿Cómo te puede gustar un videojuego y, sin embargo, no gustarte? Era raro. Creo que jugarlo una última vez hace tres años me ayudó a reconciliarme con toda esa historia.

Os cuento todo esto porque estoy segurísima de que, de haber tenido mi diagnóstico ya en ese entonces, hubiera disfrutado de mi interés de una forma más sana, no me habría asustado con el suceso terrible de aquel chico de Murcia y no me habría sentido culpable durante tantos años, creyendo que disfrutar tanto de algo que me encantaba era algo muy malo y me había ocasionado algún problema emocional en la infancia.

Como muestra de que estos intereses no son insanos de por sí, puedo hablaros de la serie Cuéntame cómo pasó. He crecido con esa serie y es de mis favoritas. Mi interés por ella se ha prolongado tanto a lo largo de estos años que, en realidad, se ha convertido en una de mis series confort: cuando creo que voy a tener un mal día o sé de por sí que me espera un día duro y esa noche dan la serie, siempre me consuela pensar que algo bueno tendré al final de la jornada y que solo tengo que aguantar hasta entonces. Cuando la parte dura acaba, pienso que ya solo queda lo mejor: ver el episodio de aquella noche. Entonces, toda la angustia contenida en mi pecho y/o en mi garganta, desaparece de pronto. Es una lástima que estemos ante la última temporada.


Mi madre siempre dice que repito hasta la saciedad todo aquello que me gusta, que no entiende cómo puedo ver tantas veces una serie o película, por mucho que me encante o sea de mis favoritas. A ella también le pasa con un par de películas, pero es cierto que estas a lo mejor las dan una vez al año, mientras que yo veo lo que me gusta cada vez que me acuerdo y me dejo llevar por el mono.

Es el caso de la película El Bola, película que he visto casi ochenta veces a fecha de hoy desde que la viera por primera vez cuando tenía diez años. Y, aunque pueda parecer extraño por la temática de la misma, sí: es mi película confort. Nunca digo que no a verla y, si he tenido oportunidad, la he visto en algún momento que no me he sentido bien. Por ejemplo, no hace mucho tuve unas semanas difíciles y un día en el que me sentía muy al límite coincidió que la acababan de subir a Netflix, así que la vi y me relajé. Mi madre no me dice nada al respecto más allá de un «madre mía» cuando le digo que la he vuelto a ver; mi padre en este caso sí es más tajante y piensa que no estoy demasiado bien de la cabeza, no creo que sea tanto por ver la película en sí como por el hecho de que es un caso de un niño maltratado y esa violencia se llega a explicitar en alguna escena.

Pero la realidad es que me la sé de memoria. La primera vez que la vi fue en un casal de verano. Años más tarde conseguí adquirirla en DVD. Entonces me pasé dos semanas viéndola dos veces cada día: la primera para apuntar parte del guion y la segunda para disfrutarla. Es decir, veintiocho de esas casi ochenta visualizaciones son de aquellas dos semanas. El guion a saber dónde andará; desde que la tengo, al menos una vez al año necesito verla. Y he llegado a extremos que se han interpretado como extraños con tal de verla o lograr que otras personas la vean.

Un recuerdo sobre esto que cuento no es de la infancia, es del grado superior, pero dimensiona muy bien la cuestión. Teníamos una asignatura que trataba este tipo de infancias en situaciones sociales difíciles. En el libro venía la ficha técnica de El Bola y le pregunté a mi tutora, profesora de esa asignatura, si la veríamos. Me dijo que probablemente sí y ahí se activó toda mi maquinaria. El día que nos prometió que la veríamos, decidí meter mi DVD en la mochila: sabía que mi tutora a veces tenía poca palabra y se podría echar atrás, así que no se lo permitiría. Mis compañeras expresaron ese temor antes de entrar y triunfé en cuanto les enseñé el DVD. Mis sospechas eran ciertas: mi tutora comenzó a excusarse diciendo que se le había olvidado, pero entonces yo la saqué. En esa época yo no miraba mucho a los ojos, así que no tengo mucha idea de cuál fue su reacción, pero estoy segura de que no le hizo ninguna gracia. Fue a buscar los altavoces y vino con unos escacharrados, diciendo que los buenos los estaban usando en otra aula y que estos no hacían buena conexión porque los cables quedaban flojos. «Tú ponla, que ya sujeto yo los cables si hace falta», le dije. Me miró horrorizada: «¿Tan lejos estás dispuesta a llegar?». Mi respuesta afirmativa fue tan contundente que no le quedó más remedio que ceder. Y sí, me pasé la hora y media de película sujetando los cables con tres dedos haciendo la pinza. Acabé con ellos entumecidos, a veces se me iban porque me daban calambres y se silenciaba el sonido, pero entonces me giraba y les decía a mis compañeras: «Ha dicho esto» y nos reíamos. Mi tutora me decía que estaba loca. A posteriori, teníamos que hacer un trabajo y recuerdo cómo mi tutora me dijo: «Contrólate y no lo hagas largo, que nos conocemos, que a ti cuando te gusta algo, te vienes arriba y yo tengo mucho trabajo: no me des más». La convencí poniéndole ojitos y diciéndole que para mí era muy importante escribir libremente sobre el tema, que solo era un trabajo y que no le supondría mucho. Accedió resignada y así fue como le entregué un trabajo de once páginas analizando el contexto familiar del protagonista, los tipos de maltrato que recibía, las señales de estos y las razones detrás de esa situación.

Cabe decir que en el grado superior yo ya sabía que era autista, aunque aún seguía sin diagnóstico. Seguramente, en este caso, aunque hubiera tenido diagnóstico hubiera recibido una reacción parecida. Pero mi interés desde la infancia hubiera sido mejor entendido y, en aquel recuerdo, casi seguro que también, aunque todo mi profesorado ya sospechaba de mi autismo y como autista en secreto me trataban en ocasiones.

Continúo con un ejemplo, no de mi infancia, pero sí de mi adolescencia, porque también considero que ha sido uno de los intereses más importantes en mi vida y porque empiezo a estar en una edad en la que la línea entre la infancia y la adolescencia comienza a diluirse. Este interés que mencionaba es la serie juvenil argentina Rebelde Way. Esa fue otra de aquellas veces que me hicieron creer que estaba muy obsesionada, cuando en realidad solo estaba expresando de forma intensa mi interés profundo por la serie. Veía la serie siempre, hablaba todo el tiempo de ella, casi como si no tuviera otro tema de conversación, escuchaba sus canciones en bucle, me compraba todo lo que encontraba de la serie, tenía mi habitación empapelada con sus pósters, reportajes de revistas, o con imágenes que descargaba de internet e imprimía… Y os digo más: usaba las reacciones y las frases de los personajes como apoyo para mi socialización con mis coetáneos. Esto era algo que ya había hecho de pequeña, por ejemplo, con la ayuda de La banda del patio. Pero es que con Rebelde Way fue muy exagerado, casi seguro que por suceder en la etapa de la adolescencia, en la que las relaciones sociales cobran tanta importancia. La historia seguía la vida diaria de adolescentes que convivían en un internado de élite y, salvando las distancias porque mi colegio concertado no era un internado, sí que podía empatizar y sentir que estaban contando más o menos algunas cosas que me pasaban a mí, dado que en mi centro de estudios se creían la élite, aunque no lo fueran, y porque también era una persona no pija conviviendo con pijos, contraste que se da en la serie.

Sé que Rebelde Way no es una buena serie. También sé, después de haberla visto varias veces a medida que he ido creciendo, que no es lo mismo verla con trece años que con veintitantos y que, conforme te vas haciendo más adulto, puedes ver la cantidad de problemas que se desprenden de ella. Al final, viene de un contexto y de una época en la que se permitían machistadas y se televisaban relaciones amorosas tóxicas como si fueran un ideal que alcanzar. No hace tantos años que la vi la última vez y le encontré muchos problemas y vi que varias escenas eran una chorrada tan grande como para, incluso, llegar a sentir vergüenza ajena. También sé que, si la viera ahora, probablemente me sentiría peor. Aun así, no puedo evitar verla y disfrutarla y, lo siento, pero no me voy a sentir culpable por ello. Me ayudó a entender a los neurotípicos, a adaptarme más o menos socialmente y, bueno, podemos decir que a hacer masking, que eso no es tan positivo para mi salud, pero por lo menos me protegió un poco de que mi situación, que de por sí era nefasta, fuera peor. Quizá de no haber sido por Rebelde Way, hoy no estaría aquí escribiendo estas palabras. Y sí, en esto también tiene que ver el hecho de no tener el diagnóstico en aquel entonces, porque de haberlo sabido, no hubiera tenido que refugiarme y apoyarme tanto en un medio que ni siquiera es de mi país –lo digo por aquello de que la cultura y la sociedad son distintas, no por otra cosa–. Aunque también diré que es una serie avanzada a su tiempo en algunos aspectos, porque se atrevió a hablar abiertamente de clasismo, de acoso escolar, de homofobia, de gordofobia, de trastornos de conducta alimentaria, de represión sexual, de política, de precariedad laboral docente y falta de actualización en el contenido educativo, de corrupción… entre muchas otras. Argentina, años 2002 y 2003; fue valiente en muchos aspectos. Y la Marta de trece años, sensible desde pequeña a todos estos temas, supo ver ese nivel de conciencia social, estuviera mejor o peor expresado. Era una serie que, si algo no se le puede reprochar, es que sabía reflejar muy bien la adolescencia a nivel emocional y eso era algo que yo necesitaba porque mi adolescencia no fue tan externalizante, sino más emocional, más hacia adentro, con lo cual, sentirme comprendida conseguía el efecto de no creerme tan sola.

Este fue un interés del que mi padre se burlaba y que mi madre aceptaba bastante, seguramente porque era una serie juvenil que, si bien podía ver cualquiera, estaba claramente enfocada al público femenino. Era normal que una chica de mi edad se enganchara a una serie juvenil y a su banda de pop comercial. Eso tenía mucha más lógica que otras cosas. Pero queja no tengo ninguna de mis padres: independientemente de sus reacciones, siempre me respetaron. Erreway, de hecho, vino a Barcelona justo el día que cumplía los dieciséis años y es uno de los mejores cumpleaños que recuerdo. Y sí, como buena banda comercial, la verdad es que eran muy malos. Pero seguiré disfrutando de sus canciones sin culpa ninguna, con todo el orgullo del mundo, porque gracias a que me adentré en ello, yo saqué algunas fuerzas para salir adelante. Los intereses autistas también pueden funcionar así.

Creo que los intereses en el autismo son muy importantes, se tenga o no se tenga diagnóstico. Con él, socialmente se aceptan y se entienden mejor; sin él, encuentras en ellos un refugio y una compañía que no te da el mundo exterior en medio de esa soledad de cuando te sientes incomprendido sin saber por qué. Y yo, esta vez, quería sencillamente expresar cómo viví solo algunos intereses muy concretos –he tenido bastantes más– en mi infancia de persona autista que no sabía que lo era y en mi adolescencia autista, sin saber que lo era. Porque no sabiendo, cuando la gente te remarca que es extraño que te guste tan intensamente algo, el mensaje que recibes es que eres una persona rara, hecho que ya me resaltaban por otras cuestiones. Que ser la rara a mí siempre me ha gustado y lo enfrentaba como un halago, pero eso no quita que sea consciente de que, para la sociedad, serlo es algo negativo y eso siempre me ha jugado en contra. Entonces, vivir mis intereses sin tener diagnóstico no me ayudaba lo más mínimo, porque casi que te hacían sentir enferma y eso acrecentaba en mi interior la sensación y el sentimiento de que algo en mí no estaba bien, que algo me pasaba. Que una niña crezca pensando así y que de adolescente aún se lo sigan recalcando, no favorece un crecimiento emocional sano. A mí, a veces, me dolía la cabeza casi como una somatización de esa «enfermedad», cuando me dejaban públicamente en evidencia por temas así. 

Me pasó, por ejemplo y con esto ya acabo, en mi adolescencia, desde el momento en el que mi profesorado se enteró de que escuchaba canciones de Paco Ibáñez. Que una chiquilla de catorce años escuchara a un señor que musicaba poemas con el propósito de protestar contra el régimen franquista les parecía de estar viendo a un alienígena. Tuve un par de profesoras que sí celebraron ese interés mío, como algo peculiar, pero en absoluto malo. En cambio, hubo otras personas que casi en ello veían un argumento lógico que justificara el aislamiento social que yo vivía en el centro. Es en casos así en los que, al sentirme observada y juzgada, me entraba el dolor de cabeza que digo. Y sé que con diagnóstico el prejuicio hubiera existido igual, porque la gente cree saber mucho de autismo y en realidad sabe poco. Pero, como mínimo, me hubieran dejado en paz, cosa que la Marta adolescente, e incluso la Marta pequeña, siempre agradecía con creces.

Comentarios

  1. Adoro ese final Me hubieran dejao en paz. Ké importante ese derecho a expresarte de forma intensa si te da la gana con tus gustos... y ke no te analicen y saken sus conclusiones ke nada tienen ke ver. Como siempre, un gustazo leerte, transmites mucho con tus artículos, pones tantas cosas en su lugar y aunke sean largos a veces siempre me resultan amenos, me he reído un montón imaginándote sujetando los cables, y mira gracias a ti tus compañeras pudieron ver la peli también, así ke no se kejen tanto de los intereses profundos.
    salud!
    carmen la granaína

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  2. Hola. Me gustaría leer todos tus artículos o publicaciones. Quiero ir conociendo tu mundo para poder ayudar a mi nieto de 4 años.a visualizar cómo será el mundo que tendrá que enfrentar. Cómo se llama tu página para suscribirme. Gracias y bendiciones

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    1. Hola, Jesús María. Ante todo, muchas gracias por escribir. Me alegra que te esté resultando útil toda esta lectura. Mira, la página del blog es esta:

      https://lacallenumeroocho.blogspot.com/

      Espero que leer mis experiencias os ayuden a tu nieto y a ti. Para cualquier cosa, estoy por aquí, puedes escribirme si lo necesitas.

      Y, de nuevo, muchas gracias.

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