Ir al contenido principal

Sentires autistas: Dos años de mi diagnóstico

Hoy se cumplen dos años de mi diagnóstico. Tal como hice el año pasado en esta misma fecha, quiero reflexionar un poco sobre mi proceso.

Para empezar, estoy más tranquila conmigo misma: incluso con aquellas personas que no saben que soy autista, cada vez me cuesta más mantener la máscara, aunque quisiera dejármela puesta con estas. Esto me hace más libre y hace que pueda ser quien soy en una relación más sana con el mundo. Todavía queda muchísimo camino que recorrer en este aspecto, pero me permito mucho más que el año pasado.

Además, vivo mi autismo más abiertamente con el mundo: menciono que soy autista con mayor facilidad y frecuencia. Esto no es en exclusiva un logro mío, puesto que en territorios hostiles sigo siendo cauta y ocultando esa información. Si puedo expresarme más relajada en estos términos, con menos preocupaciones, es también porque me muevo en entornos que me lo permiten y, si en estos mismos entornos hay personas que no suponen un espacio seguro, soy capaz de defenderme y no callarme la boca.

Así fue como durante el máster hablaba tranquilamente sobre mí como autista y había gente de mi clase que trataba el tema con muchísimo respeto, pero también hubo personas a las que tuve que frenar los pies debido a su escepticismo por su perspectiva biomédica. Lo típico que ya conocemos: la visión del autismo como trastorno y, en consecuencia, como algo que debe notarse, por lo que, si no se te nota, no pareces y no puedes ser autista. Me da pena que profesionales de la psicología de las promociones más recientes tengan ese tipo de mentalidad. Cuando criticaba algún tipo de prejuicio sobre el autismo, había personas que sacaban a relucir aquello de: «Hay otros tipos de autismo. Que a ti no te pase, no significa que al resto tampoco». Neurotípicos creyéndose con mayor potestad para hablar de tu realidad es algo que no sorprende a nadie a estas alturas. Pero debo decir que eran los mínimos: la mayoría solo buscaban aprender y me trataban con cariño. Pasaba exactamente igual con el profesorado: ya sabéis quienes me conocéis de hace tiempo que cada dos por tres me tocaba algún roce con alguien y que, incluso, acabé enemistándome con una profesora que me tomó manía porque no le bailaba el agua con los disparates que soltaba sobre autismo y CDAH; o que tuve que ocultarle información a mi ausente tutor de TFM para poder tratar el tema desde la perspectiva que yo necesitaba. Entre otras varias situaciones tensas que viví. Al final, cuando te expones, puede pasar eso y debes ser consciente.

Ahora mismo sí que estoy en una pequeña cruzada personal. Algunas personas que me leen ya lo saben porque me conocen: mi diagnóstico, aunque sirva y sea oficial, da información insuficiente. Si bien es cierto que el síndrome del impostor va desapareciendo, de vez en cuando sigue asomando. Una idea que tengo clara es que, cuando consiga ahorrar suficiente, quiero realizarme las pruebas diagnósticas completas con un buen especialista: quizás así logre que el síndrome del impostor desaparezca del todo. A Daniel Millán le dije que sería él, porque confío muchísimo en su criterio. Este es un gesto valiente por mi parte, pero también me despierta ciertos miedos:

Después de muchos años de lucha, di con el autismo como respuesta. Llevo viviendo trece años como autista, dos de ellos de manera oficial. Si un especialista me hiciera un diagnóstico a fondo y su conclusión fuera que no soy autista, para mí sería demoledor. Ser autista ya forma parte de mí, de mi identidad, le da sentido a mi vida. No serlo sería como haber vivido casi la mitad de mi vida en un engaño y reiniciar mi autoconocimiento, con el agotamiento que supone eso: a los veinte es algo lógico, pero ya pasados los treinta empieza a costar más energía, si bien una persona nunca deja de conocerse a sí misma.

Y no solo eso. Socialmente he construido una identidad en torno a mi autismo: en mi Trabajo Final de Máster menciono varias veces que soy autista; todas mis amistades actuales saben que soy autista; en mi trabajo soy autista abiertamente con mis compañeras; en Twitter también. Incluso tengo este blog donde no paro de hablar de autismo desde mi perspectiva. Sería un choque emocional que me dijeran que, en realidad, no lo soy. Cris y Kevin se burlan de mí con cariño porque para ellos está claro que sí lo soy; Cris, a veces, por darme la razón y que me calle, ya me dice: «Aunque no fueras autista, neurodivergente eres seguro. Si quieres, otra cosa, pero neurotípica sí que no». Kevin, en cambio, va más allá: «No solo eres autista. No me sorprendería que fueras también CDAH o AACC, o ambas: me encajan contigo». Confieso que, cada vez más, la idea de Kevin resuena en mi interior y no voy a negar que ando indagando sobre el tema.

No lo sé. Cualquiera que sea el caso, es una posibilidad que está ahí y, con esa tendencia que tengo a pensar en negativo cuando algo me angustia, por ese mecanismo de defensa de intentar sufrir menos si no sale como espero, me da por pensar en que esto podría pasar. Y sí, imagino que aquí interviene la parte del síndrome del impostor, ese que te hace sentir que nunca se es lo suficientemente autista como para reconocerte sin titubeos en la etiqueta. Lo que me consuela de mi situación diagnóstica actual es que me hicieron exactamente lo mismo que hacen en las asociaciones, lo cual no significa que sea bueno, pero al menos le da algo más de propiedad.

Ahora mismo esa es la excusa que me pongo por no haberles dicho aún a mis padres que soy autista: necesito esperar por un diagnóstico que tenga mucho más peso argumental, mucho más fundamento. Quizás, llegado el momento, aun así, podría costar o directamente podría no contarlo, pero por lo pronto tengo este motivo autoimpuesto que me hace estar con la conciencia tranquila.

Con ellos también estoy aprendiendo a normalizar el hablar de estos temas, aunque sea de modo impersonal. Me preocupaba que no estuvieran preparados para cuando les diera la noticia por su desconocimiento a pesar de que habíamos hablado varias veces sobre autismo. Hemos empezado a hacer muchas bromas sobre este tema, por supuesto, no como burla a la neurodivergencia, sino como un modo de integrar conocimientos sobre la misma mientras le restamos importancia. Creo que esto es necesario, por ejemplo, en el caso de mi madre, quien siempre ha pensado que descubrir a estas alturas que alguien de su entorno fuera neurodivergente le provocaría una angustia enorme. A veces hacemos bromas con que ella da el perfil de TDAH –aunque en serio lo da– y, cuando hace algo que podría atribuirse al TDAH, siempre le hago algún comentario del estilo: «Che, controla ese TDAH». Con el autismo también lo hago a través de mi padre, de quien sospecho que también es autista y ya mi madre, por iniciativa propia, es quien suelta alguna broma sobre ello de vez en cuando. Es una manera de ir haciéndole entender qué caracteriza cada neurodivergencia sin necesidad de meterle teoría tediosa y haciéndole comprender de una forma distendida. De hecho, de manera intuitiva integró las AACC dentro de las neurodivergencias en un comentario que me dijo cuando le solté que, si ella fuera TDAH, mi hermano y yo podríamos ser neurodivergentes también: «Pues no me extrañaría, porque los dos sois muy inteligentes», me dijo.

Más allá de todo este asunto, este ha sido un año de normalizar más si cabe mi situación. Por ejemplo, en mi trabajo. Tanto mis compañeras como mi jefa saben que soy autista y no me importa. A mí jefa, que ya la conocía de antes, le había dejado caer alguna indirecta sobre el tema hasta que por fin se lo confirmé enviándole mi Trabajo Final de Máster. En lugar de tener una mala reacción, lo vio como una oportunidad: «Tengo muchas ganas de que empieces a trabajar con nosotras», fue lo primero que me expresó. Me hizo emocionar.

Es más: creo que es la primera vez que estoy en un entorno favorable para personas neurodivergentes. Cuando se suponía que tenía que empezar a trabajar, aún estaba de vacaciones, así que mi jefa preparó una reunión online e invitó a mis dos compañeras para que les pusiera cara antes de encontrarnos en el primer día de trabajo. Parecerá una nimiedad, pero es algo que yo agradecí muchísimo. Y, cuando llegó el día que empezaría a trabajar, tuvimos primero mi reunión de acogida. Me abrumé cuando lo primero que me dijo mi jefa fue: «Lo que yo quiero saber antes que nada es qué puedo hacer por ti, por tu bienestar en el trabajo. No te lo digo porque seas autista, te lo digo porque todos tenemos necesidades, yo incluida». Al pronto no supe ni qué contestar: no me lo esperaba, nunca me lo habían preguntado. De hecho, tuve que reconocerle que no sabía qué decirle y me dijo de hablarlo en diciembre. Pero tampoco ha hecho falta esperar tanto: mi jefa me va conociendo y sabe qué necesito. Me adelanta todo lo que puede, me ayuda a tomar decisiones y cada dos por tres está diciéndome que, si necesito ayuda, que la pida y no intente solucionarlo todo yo sola, puesto que sabe que a mí me cuesta pedirla, aunque, si es a ella, no me cueste tanto. Ojalá llegue pronto el día en el que no tenga que estar preocupada por mí en este aspecto. Poco a poco.

Una cosa que noto y que echaba muchísimo de menos de la Marta adolescente es que vuelvo a expresar alto y claro cuando algo no me gusta porque me parece una injusticia. Eso me devuelve a aquella impulsividad por enfado que tenía en aquella época y que tanto me gustaba, con la diferencia de que ahora soy adulta y tengo el autocontrol necesario en situaciones que lo requieren. No es que en la actualidad no luchara contra las injusticias o no me indignara con las cosas que no me parecían bien; pero a veces era puro fuego en el momento y, una vez soltado todo, ya me calmaba. Además, para actuar con contundencia y seguridad, a menudo necesitaba alguna persona de apoyo, ni que fuera solo una, porque de lo contrario, me lo guardaba para mí y me comía la ansiedad y la impotencia sentida bajo la falsa creencia de que no podía hacer nada. Tal vez no pueda hacer nada, pero no por eso me voy a callar o voy a dejar de movilizarme. Y eso, desde que me diagnosticaran, lo he ido recuperando, pero especialmente a lo largo de este segundo año de diagnóstico es que está obteniendo los mejores resultados.

Hay algo que sí me ha llamado poderosamente la atención en este año: el hecho de vivir más libremente mi autismo en los diferentes ámbitos de mi vida, me ha permitido ganar mucho en salud mental, pero mi disfunción ejecutiva ha quedado más al descubierto. Tal es así, que ni yo misma era consciente de la cantidad de dificultades que tengo: siempre habían destacado mi excelente memoria y mi gran capacidad de organización. Y sí, tengo una memoria buenísima, pese a que siga tocada por culpa del confinamiento; pero de lo que me he percatado es que mi capacidad para planificar, estructurar y organizar ha sido buena porque tenía activado el modo de supervivencia. Para estas cosas siempre había sido un desastre de niña y de adolescente, pero creía haber cambiado con el tiempo. Mi gozo en un pozo. Por supuesto que tengo mayor capacidad para todo esto que la que tenía en esas épocas, pero el estrés de pensar en fallar era lo que me movía a tener esa especie de talento. La realidad es que el estrés era tan elevado, que centraba toda mi energía en organizarme y planificarlo todo. Entonces, a la que he dispersado ese estrés hacia diferentes áreas, mi nivel de funciones ejecutivas ha quedado expuesto. Con lo cual, sí, he ganado en salud mental, pero ahora me toca reaprender estrategias, porque las antiguas ya no me funcionan: lo he podido experimentar varias veces en el trabajo y no me gusta. Pero si algo tengo claro es que le voy a echar paciencia, que todas estas cosas requieren de un proceso, que las prisas no son buenas consejeras y que no me voy a castigar por absolutamente nada. Me aporta mucha tranquilidad saber que, además, esa calma es comprendida, aceptada y alentada por otras personas a mi alrededor.

Así que, en resumen, este año me siento más libre y más yo. Eso me ha conducido a vivir momentos difíciles, pero también me está ayudando a conocer mi parte más autística y a mejorar en muchos aspectos de mi vida sin camuflarlos. He ganado en salud mental porque, ya de por sí, por personalidad, yo siempre he sido un poquito pasota y no suelo dar importancia al qué dirán, pero hoy, más que nunca si cabe, soy un poquito más Rhett Butler cuando decía aquello de: «Francamente, querida, eso no me importa». Y eso siempre aporta el mayor de los descansos mentales y sociales.

Comentarios

  1. Hola! Felicidades por tu aniversario y muchas gracias por compartir tu reflexion al respecto! Yo tambien he hecho hace poco mi primer aniversario y me encuentro en proceso de repensarlo todo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Muchas gracias! Me alegra que tú también hayas podido cumplir tu primer aniversario.

      Eliminar

Publicar un comentario