Mi paso por el sistema educativo empezó en la educación infantil. Al ser de diciembre, entré en el colegio teniendo dos años. Era un centro concertado y religioso, con lo cual, la educación era muy rígida y estricta.
Durante el primer año de infantil, yo me sentía en un territorio hostil. No quería ir a clase y alguna vez, como cuando esa anécdota que he explicado un par de veces sobre la directora que me tomó en brazos, pude haber montado un buen número. Me aislaba de mis compañeros, no sabía cómo acercarme a ellos, ni tampoco tenía claro que quisiera hacerlo. Además, cuando llevaba algún juguete a clase, siempre me lo robaban.
Yo en aquella época no tenía apenas capacidad de respuesta verbal. Sí que sabía hablar, no tenía ningún retraso en el lenguaje. Sencillamente, no me salía demasiado comunicar oralmente, a menos que estuviera en confianza. Así que, lo de defenderme o buscar ayuda quedaba descartado.
Mi tutora le contó a mi madre que estaba preocupada por si aún no hablaba, pero que se dio cuenta de que no tenía ningún problema porque, mientras pintaba, siempre cantaba. Dejaba de hablar a la que alguien se dirigía a mí.
Llamaba mucho la atención porque en aquella época era muy rubia y llevaba el pelo largo, entonces tenía compañeros, en masculino, que me tiraban del pelo. Un día me harté y, como nadie me defendía porque yo tampoco expresaba que necesitaba ayuda, le clavé un punzón en la cabeza a un niño que vino a molestarme. ¿Sabéis el punzón ese que se utiliza para agujerear delineando una figura en un papel? Pues ese. Tuvieron que ponerle puntos al niño y mi madre se sintió muy mal, pero mi tutora le dijo que mi reacción era normal, porque siempre me estaban molestando.
Por otro lado, ella misma creía que estaba ante un genio: la tenía fascinada por mis conocimientos, tal vez prematuros para mi edad, en materia de colores y conteo. Mis padres en ese entonces tenían una empresa textil y yo tenía una gran hiperfijación por la carta de colores, así que podía salirme de los colores primarios y hablar de algunos no tan corrientes como el granate, el blanco crudo o el gris marengo. Supongo que para una niña de tres años no era algo muy habitual. En lo que se refiere al conteo, vivía en el último piso de un edificio sin ascensor, por lo que, sí, sabía contar hasta casi cien, pero porque, para subir, mi madre contaba conmigo los escalones.
Al mismo tiempo que mi tutora me entendía por ese lado, había otros aspectos en los que no. A nivel motriz presentaba algunas dificultades, con lo cual, no era capaz de abrocharme bien la bata. Una vez, mi tutora se hartó, me echó la bronca y me dijo que no me dejaría sentarme hasta que no me pusiera la bata yo sola, como un intento de que ganara autonomía por tener que buscarme la vida. ¿Le hice caso? No. Me quedé durante muchísimo rato de pie, frente al colgador, mirando mi bata sin saber qué hacer. Afortunadamente, mi prima mayor llegó a mi rescate y me ayudó, desoyendo las palabras de mi tutora que le prohibían hacerlo.
Mi entrada en el sistema educativo, como veis, no empezó con buen pie. Es más: me generaba tanta angustia, que por la noche tuve mi periodo largo de pesadillas nocturnas, algunas de ellas relacionadas con el centro.
En el segundo año de infantil la situación no mejoró demasiado. Mis compañeros seguían tirándome del pelo y, además, añadieron la absurda burla de reírse de mí porque en esos años tenía muchísimos mocos y me trataban de niña pequeña.
Sí que empecé a juntarme con un niño, aunque unimos más fuera del colegio que dentro. Ese niño, en realidad, tomó un rol de cuidador conmigo: me llevaba la mochila y, cuando se metían conmigo, me defendía. Pero en el recreo solía estar sola y me gustaba mucho estarlo: no sentía que necesitara a nadie. Corría para obtener mi neumático y pasarme aquel rato en el patio dándole vueltas sin parar.
Con mi nueva tutora creo que gané, aunque hubo un incidente que provocó que mi madre y ella dejaran de hablarse durante años: por cometer un error escribiendo una letra, me pegó un bofetón. Como algunos adivinaréis, no se lo conté a mi madre: ella lo supo porque ese mismo día una compañera se lo chivó. Sin embargo, cuando me preguntaba a mí, yo se lo negaba. Mi tutora pidió la baja poco después, probablemente porque tendría algún problema de origen emocional, y con la sustituta sí que estaba bien tranquila. Mi madre siempre cuenta que, desde el incidente con mi tutora, empecé a contar los días que me quedaban de colegio; con la sustituta, dejé de hacerlo. Solo cuando pasó bastante tiempo y ya estaba tranquila con aquella nueva chica, fue que le conté a mi madre lo que había pasado con mi tutora, pero también le remarqué que, aun así, yo la seguía queriendo mucho porque era buena.
Hace algunos años hablé con ella por un trabajo de la universidad y me contaba que yo siempre mostraba una gran curiosidad y unas enormes ganas de aprender, aun si no lo expresaba oralmente: lo demostraba con mi comunicación no verbal.
Seguía con mis problemas motrices. Por ejemplo, en educación física una vez nos hicieron caminar por el gimnasio y mi profesora se enfadó conmigo porque, después de varios intentos en los que ella puso toda la buena intención del mundo, era incapaz de caminar sin arrastrar los pies porque no estaba entendiendo que lo que me pedía era que levantara los pies del suelo para aprender a caminar correctamente. Es más: hasta recuerdo que le pidió a una compañera que me diera la mano, supongo que creyendo que me daba miedo levantarlos por si me caía. A mí aquella profesora me gustaba mucho, pero ese día me hizo sentir mal, porque no se enfadó a los gritos: su respuesta fue desistir, darme por un caso perdido en ese aspecto que estábamos trabajando. Y yo me daba cuenta de todas esas pequeñas cosas cuando ocurrían, porque siempre he sido muy consciente de mí misma y de mi entorno, así que me dolió.
En el tercer y último año de infantil empecé a abrirme un poco más, a no estar tan abstraída, con lo cual, mi comunicación oral y mi intención comunicativa aumentaron. Me relacionaba un poco más con mis compañeros y compañeras, pero no unía suficiente con nadie y seguía estando sola en el recreo con mi neumático, si es que alcanzaba a conseguir uno, que no siempre era así. Mi compañera de al lado, de hecho, me pegaba, me destrozaba los dibujos y me rompió las gafas una vez. Ella acabó expulsada del centro por problemas de conducta, pero en mí aquello sentó un precedente: al poco tiempo, unas niñas de primero de primaria me tomaban en brazos y me daban vueltas como si fuera un muñeco. Aunque empezaba a hablar y a relacionarme con la sociedad, seguía siendo incapaz de quejarme y pedir ayuda, así que me dejaba hacer, aunque me molestaran mucho. Hasta que llegó el día en el que las pillaron y las castigaron porque las descubrieron tirándome por las escaleras del patio.
En ese curso ya empecé mi eterna característica escolar: relacionarme mejor con mi profesorado que con mis coetáneos. Me encantaba hablar con un chico de prácticas que estuvo viniendo un tiempo y que, años más tarde, se convertiría en mi profesor de inglés en la primaria –mis disculpas por el spoiler–. Hablaba con él y con la sustituta del año anterior, que ahora era la ayudante de mi tutora. En el recreo dejé de sentirme tan sola porque me encontraba con un profesor de primaria haciendo guardia y me sentaba con él. Ahí os va otro spoiler: ese profesor se convertiría con el tiempo en uno de los más importantes de mi paso por la educación obligatoria.
Con el incremento de mi intención comunicativa, mi participación en clase también dio sus primeros pasos. El problema era que, a veces, mi tutora no me correspondía como yo necesitaba: si tardaba unos segundos más de la cuenta en dar una respuesta cuando decía mi nombre después de levantar la mano, pasaba al siguiente compañero: no me dejaba intentarlo y, para colmo, me ponía mala cara. Y, a veces, cuando sí conseguía emitir mi respuesta, solía entenderla mal porque hablaba muy bajito, lo cual no quería decir necesariamente que me dijera que me equivocaba, sino que, tal vez, mi respuesta también era válida aun sin ser la que yo había dicho en primera instancia.
Pero mi tutora también tuvo sus momentos buenos. A mí se me daba bien todo aquello que no requiriera de hablar, no porque tuviera dificultades en ese ámbito –al contrario: incluso destacaba en todo lo lingüístico, por ejemplo, la lectura–, sino porque el tema de comunicarme no era de mi agrado. Entonces, disfrutaba mejor de todo aquello que no requería de relacionarme con nadie, ni para alzar la mano. Esto quiere decir que se me daba bien hacer las actividades que me pedían si eran por escrito, fueran de la asignatura que fueran, y que también dibujaba y pintaba bien. De hecho, algo que recuerdo muy claramente fue que, en dos ocasiones, resaltó el nivel de detalle de mis dibujos, porque se ve que los dibujé teniendo en cuenta muchas cosas: por ejemplo, no dibujé y pinté una manzana completamente roja, sino que la pinté roja con huecos amarillos, o incluso con dicho amarillo sobrepuesto al rojo, y la hoja del núcleo la pinté con ramificaciones.
Pero esa tendencia no comunicativa desde la parte más oral y esa capacidad de pasar desapercibida por ello, que siempre provocaba que los adultos dijeran que parecía que no estuviera, un día me pasó factura. Era por la tarde y, antes de entrar en el aula, fui al lavabo. Cuando acabé, fui incapaz de abrir la puerta, así que me quedé encerrada a oscuras, porque en aquella época los lavabos del patio no tenían luz. En lugar de golpear la puerta y pedir ayuda, lo que hice fue resignarme, tumbarme en el frío suelo con la mirada perdida en el horizonte a esperar que alguien se acordara de mí y viniera al rescate. Ese fue el chico de prácticas que os contaba antes. Estuve allí las dos horas de clase de la tarde, porque nadie me había echado en falta.
Así que, como veis, mis primeros años en el colegio no fueron los más bonitos de mi vida. Hice más vida interior que vida social y aprendí muchas cosas del currículum académico, claro. Pero se empezaba a atisbar que tendría unos escollos que superar a lo largo de mi paso por el sistema educativo, escollos de los que os hablaré en otro momento.
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