Ir al contenido principal

Los juegos de mi infancia

Las personas autistas tenemos fama de que, en nuestra infancia, todo juego que realizamos es repetitivo y estructurado. También se dice que no realizamos juego simbólico y que no tenemos imaginación. No sé hasta qué punto esto será cierto, si hay estudios que lo demuestren o desmientan, o si realmente sí que existe un tipo de juego más típicamente autista pero que no pasa por esos detalles que describo. Lo que sí sé es lo que yo viví en mi niñez.

Hoy quiero hacer un repaso por mi infancia para contar a qué jugaba yo, para que podáis juzgar por vuestra cuenta una experiencia autista entre tantas otras que serán distintas a la mía. Quizás esto también os ayude, de alguna manera, a obtener pistas sobre cómo entendemos el juego. Intentaré reunirlo todo, pero es más que probable que me deje muchos juegos y juguetes por mencionar.

Uno de mis juegos favoritos de la infancia eran los Stick&Stack. Para el que no lo sepa, eran unos libritos temáticos que venían con pegatinas de personajes y objetos y cuyas páginas eran escenarios. Por ejemplo, si te comprabas el Stick&Stack de Aladdín, las páginas eran el Bazar, el Palacio de Agrabah, la Cueva de las Maravillas… Y tenías las pegatinas de los personajes, de la lámpara, de alguna falcata… Me podía pasar horas pegando y despegando pegatinas y colocándolas donde me pareciera. Sin duda era un juego repetitivo, sí; pero al mismo tiempo requería de imaginación para contar una historia, al menos, tal como yo lo planteaba.


Si queréis unos juegos repetitivos que disfrutaba mucho, os los contaré en un pack de tres: cromos o estampitas, tazos y Gogo’s. A pesar de ser juegos repetitivos, estos eran muy famosos en los noventa, que es donde se sitúa mi infancia. La mayoría de infantes en los patios de recreo tenían su buen montón de cromos o cromets (estampitas) o de tazos. Los Gogo’s marcaron una época de forma tan intensa, que en los años 10 del nuevo siglo sacaron una nueva versión. Eran juegos repetitivos porque los cromos o estampitas los agarrabas de un costado o de una punta y los lanzabas al aire esperando que salieran de cara; chocabas un tazo contra otro para tratar de darle la vuelta y quedarte con él; los Gogo’s se ponían en fila y lanzabas tu Gogo favorito con la mano contra el resto para ver si los tirabas y te los quedabas. El aliciente que tenían es que podías hacer la colección. Yo hice muchas colecciones de este tipo: varias colecciones de cromos de Dragon Ball o de fútbol, tazos de Pokémon o de Rugrats o temáticas variadas de Matutano, los monstruitos variopintos de los Gogo’s…

Eran juegos sociales –ojo, autistas socializando… qué terror– que te ayudaban a integrarte en las dinámicas lúdicas del patio y que eran un apoyo para no quedarte al margen ya desde tan peque. Es más, fuera del contexto escolar os puedo contar que hubo una época en la que me dediqué a crear mazos con mis cartas Pokémon e iba a un videoclub que había en mi ciudad, donde se hacían liguillas y torneos en los que socializabas con todo aquel que se presentase, quisiera  combatir contra ti o intercambiar cartas contigo. Pero os puedo decir que todos estos juegos también tenían un componente de imaginación cuando jugaba sola: con los cromos de fútbol, por ejemplo, me inventaba partidos de fútbol sala y entrenamientos en los que lanzaba al aire los cromos de los jugadores y el que se quedaba boca abajo se iba al banquillo, en ocasiones mosqueado por su orgullo de estrella herida, a veces porque se lesionaba. Si le pasaba a alguno de mis favoritos, me volvía un entrenador indulgente y le daba otra oportunidad dedicándole unas palabras de aliento y hablándole con cariño.

Y hablando de jugar sola… Sí, gran parte de mi infancia fue juego en solitario, así que una tenía que buscarse la vida de alguna manera inventándose juegos como el de los cromos, o adaptándose a la realidad en los juegos de mesa. A mí me encantaban los juegos de mesa, pero en mi casa no han gustado mucho, por lo cual, siempre que quería jugar a alguno, yo misma era todos los jugadores. No hace mucho se lo contaba a una amiga neurotípica y me hizo el comentario de que le parecía muy triste. No sé si lo es o no, pero no tenía otra alternativa: no tenía a nadie y me encantaba jugar, así que algo tenía que hacer. Me inventaba personajes que se enfrentaban entre sí y así pasaba el tiempo. Incluso os puedo contar que tenía un tablero de ajedrez, pero que yo no sabía jugar, así que me inventé una especie de Chat Noir, pero con piezas de ajedrez. Y no, ni siquiera sabía que existía eso del Chat Noir o similares. Cuando me cansaba, le daba la vuelta: el tablero por detrás tenía un fondo naranja y unas letras blancas. Con un dado controlaba los movimientos de mi ficha de ajedrez escogida. Se tenía que mover entre las letras, pero se moría si caía en la zona naranja: era lava de un volcán.


 

Disfrutaba jugando con mi familia a las cartas, pero cuando jugaba sola, lo que hacía era inventar una historia de guerra entre reyes, caballeros, sotas y demás. Hasta les ponía nombres. Aquí la prueba con la baraja que aún conservo:

Si tomamos en cuenta algunos juguetes y juegos infantiles más específicos, me encantaba jugar con la Gallina Catalina o los Patitos Cua-Cua, por los que tenía una gran devoción, seguramente por lo que me recordaban a los patitos de la feria. Además, en este caso, sí que mis padres se implicaban más, quizás porque no se trataba de un juego complicado en el que tuvieran que hacer mucha cosa. Aun así, también tenía mi versión para cuando jugaba sola que, incluso, era algo más difícil aunque se tratara de hacer lo mismo.


También pasaba muchas horas jugando al Guaca-Mole, al punto de que, cuando crecí, me dedicaba muchas veces a jugar a la máquina de su versión para adultos en las recreativas que durante algunos años hubo en el centro comercial de la ciudad. Además, es que jugaba sola a pesar de ser un juego que requería de, al menos, dos personas. Lo mismo me pasaba con el Mr. Bucket, juego de ir recogiendo bolas para jugar con un grupo de amistades, pero al que yo normalmente jugaba sola.


Pero, sobre todo, si hubo un juguete concreto al que le di mucha paliza fue un maletín interactivo que llevo años buscando en internet, no con ánimo de comprarlo, sino por tener una referencia fotográfica o un nombre real al que referirme, puesto que para mí siempre fue «la maleta que habla». Y es que sí: hablaba, de ella salía una voz de hombre después de que sonara un tono monofónico. Y, mientras sonaban el tono y la voz, parpadeaba una luz roja, pequeñita y redonda que tenía en su interior. El exterior era azul claro y el interior era amarillo, completamente plano. En la parte baja se colocaban unas láminas de papel de ese parecido al plástico. Cada lámina era un juego educativo distinto y tenías que seguir las instrucciones que te dictaba la voz: sitúate en la casilla de salida, muévete dos casillas hacia adelante, colócate en la casilla del círculo con rayas... Eso se hacía apretando con el dedo, por lo que, presumo, era táctil. Me encantaba y me duró muchos años en los que jugaba casi a diario. El problema fue que tuve una pesadilla con ella y eso me llevó a tomarle miedo. Desde aquel día estuve un tiempo sin jugar, pasado ese tiempo lo retomé pero se estropeó y mi madre acabó tirando el maletín, quizás más bien maleta, porque era de gran tamaño. No recuerdo si era de Educa o de Diset. Versiones actuales de maletines educativos me dicen que debía ser de Diset, pero en mi cabeza estoy casi convencida de que era de Educa. Sea como fuere, quizás porque se trataba de ir repitiendo secuencias o algo parecido es que me encantó durante tantos años.

Después, me gustaba también jugar a ser maestra. Colocaba mis peluches en fila y los evaluaba. A veces, para las tareas, usaba los nombres de mis compañeros de clase y la nota solía depender de cómo yo los intuía en los estudios: si eran buenos estudiantes, si no, si se portaban bien o mal...

Y hablando de peluches, estos me servían para todo. Bien podía inventarme que aquel peluche de pantera rosa falsa echaba mocos de fresa porque tenía la nariz roja y esos mocos eran muy famosos por lo sabrosos que eran, como podía agarrar cualquier peluche y lanzarlo al aire repetidas veces para agarrarlo al caer. Era algo que me gustaba mucho hacer. Esto último, de hecho, es algo que he seguido reproduciendo de mayor, pero tal vez con un estuche, con un librito o con lo que tenga en las manos.

No solo los peluches fueron importantes en mi vida, sino también los muñequitos. Recuerdo con orgullo tener una bolsa enorme de figuritas de todo tipo: algunas de series y películas de animación, otras de diferentes temáticas. Con los muñequitos lo que hacía era sentarme con las piernas cruzadas dejando mucho hueco en el medio. Entonces, los hacía luchar porque estaban en un torneo de lucha –mucho Dragon Ball y mucho videojuego de lucha, me parece a mí–. Perdía el que salía fuera de las piernas. Este juego lo reproducía en la bañera también. Hablando de figuras, durante algunos años me encantaron los Action Man –aún conservo un par de ellos– y me los llevaba de misión por las paredes de las casas que visitaba o en la calle. El mundo de las figuritas, en general, siempre me ha gustado mucho. Si hasta jugaba con las figuras del belén cuando terminaba la Navidad y en mi casa se dejó de poner porque rompí unas cuantas a pesar de que eran de plástico... Cuando crecí, coleccioné durante un tiempo figuras de anime y videojuegos y aún me compro alguna muy, muy de vez en cuando. Así que parece que son objetos con los que siempre he sentido cierta afinidad.

El de la derecha es el Pedro Sánchez karateka.

 

Si seguimos con juego simbólico, hay uno que mi madre recuerda perfectamente: camino a casa nos encontramos con un edificio con verja que tenía una tablilla de madera en la parte baja. Podías meterte dentro porque estaba encima de un escalón, así que entre la tablilla y la verja había suelo. Yo siempre corría y me metía, porque así cuando llegara mi madre podría jugar a que ella entraba en un bar y yo le servía lo que me pidiera: la tablilla era la barra.

Pero no era el único. Otra cosa que disfrutaba mucho hacer era crear con plastilina y jugar con mis creaciones. Tengo una foto, por ejemplo, en la que se ve claramente que creé porterías y jugadores de fútbol de plastilina y jugaba con ello –sé que no habéis notado en absoluto que el fútbol fue un interés profundo que tuve en la infancia–.

Aunque si hablamos de estos juegos, a mí lo que más me caracterizaba era representar aquello que veía en televisión o en los videojuegos. Recuerdo jugar con mi primo a Salvados por la campana, Los vigilantes de la playa o Final Fantasy VIII; o con mi amigo de la infancia a la muerte de Mufasa agarrándonos al sofá. Recuerdo haber usado juegos de construcción para construir iglús y jugar a Esquimales en el Caribe o haber tenido unos pantalones cortos de pijama de color blanco, remangármelos para simular un pañal y escalar por la cocina en búsqueda de dulces, solo por jugar a ser Tommy Pickles de Rugrats. Y es que la animación y los videojuegos son esos intereses profundos que, como Argentina y las cárceles, perduran en mí.

Hasta ahora, quizá estos juegos sean un poco peculiares, pero no se salen demasiado de la norma, ¿verdad? Os diré también que jugaba a videojuegos, que jugaba con mi hermano a lucha encima del sofá, que salía a jugar con un balón ya fuera sola o acompañada, que con los chicos del barrio jugaba al escondite y otros juegos tradicionales, que en casa de mis amigos de la infancia montábamos cabañas con sábanas y un puñado de pinzas y que, alguna vez, aunque muy poco, había jugado a papás y a mamás con alguna niña (siempre me junté más con niños). Sobre todo, también disfrutaba mucho dibujando, coloreando, leyendo cuentos o inventándomelos según las ilustraciones cuando aún no sabía leer, balanceándome en los columpios, girando neumáticos en el colegio o dándole vueltas a un muelle de colorines o a una peonza. Quizá no era lo que algunas personas esperaban de una autista, pero eso es lo que yo viví. Sí, vale, también era el estereotipo con patas de autista que en lugar de jugar con coches haciéndolos correr, les daba la vuelta y giraba sus ruedas y que alineaba juguetes. Pero no me vais a fastidiar la entrada solo por eso, ¿verdad? Sé que sois buena gente.


 

Comentarios

  1. Buenas y gracias por compartir tu experiencia.

    Mi experiencia en los juegos empezó intercambiando cromos con otras personas en el colegio para acabar mi colección. También las canicas estaban de moda y a veces jugaba solo e inventaba circuitos y juegos, otras veces jugaba con mis hermana en el parque. Soy el mayor de 5 hermanos y con la segunda me llevo sol dos años.
    En relación a los juegos de mesa, jugaba a las cartas con mi padre, mi tío y mi abuelo. Me costó entender algunas dinámicas al principio, pero luego fue muy bien. Disfrute a medias de los juegos porque muchas veces sufría ataques epilépticos cuando menos lo esperaba (ausencias).
    Respecto a los juegos de rol, mi hermano con el que me llevo 8 años, empezamos a jugar mucho al Heroquest y dos veces implicamos a nuestros hermanos. Fue algo muy especial porque me permitía poder ser el personaje que quería.
    También la irrupción del ordenador personal en casa por primera vez y los primeros juegos en 3D que entre mis hermanos jugamos, cada uno una parte de la misión.
    Además, he jugado a juegos tradicionales en el patio del colegio o por la calle como "zombie", la "araña" y era frustrante en los deportes de equipo que me eligieran el último.
    Disfruta mucho leyendo, era algo que me ayudaba a desconectar y alejarme de situaciones duras que estaba viviendo.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario