A lo largo de mi vida estoy convencida de haber tenido varios stimmings que me ayudaban a regularme emocional y sensorialmente. Empecé a reparar en ello después de los veinte, cuando ya sospechaba que era autista, aun sin tener el diagnóstico. Entonces, identifiqué algunos balanceos y movimientos repetitivos que hacía y les pude dar un nombre y una razón. Pero hoy no quiero hablar de ellos. Hoy quiero hablar de cómo el diagnóstico en la adultez me ha hecho darme cuenta de que algunos stimmings eran una señal de que no estaba bien en mi niñez.
Cuando tenía cinco años estuve un añito practicando taekwondo. Lo más memorable de aquella experiencia, tanto para mi familia, como para mi maestro, como, de rebote, para mí, fue que dejaba el cinturón hecho un desastre, porque me llevaba la punta a la boca y pasaba el rato mordisqueándolo. Yo recuerdo esa sensación de apretar en las encías que, en el fondo, no era demasiado agradable. La gente lo atribuía a un posible aburrimiento o a saber a qué, pero desde mi diagnóstico sé que aquella era una conducta de autorregulación.
Y lo sé, porque en el colegio estuve haciéndolo también por varios años, solo que con las tiras que colgaban de las asas de la mochila. Era una cuestión tan identitaria para mí, que todo el mundo me reconocía por ello y mis compañeros me hacían burla. Siempre sentí el colegio como un territorio hostil, así que probablemente fuera una manera que encontré para autorregular mi ansiedad por estar allí. No tengo tan mal recuerdo de mis clases de taekwondo, pero estoy segura de que sucedía lo mismo, porque lo que sí conservo en la memoria son las peripecias que hacía para que mis padres no me llevaran al gimnasio. Eso debía ser señal de falta de comodidad como mínimo. De pequeña sentía miedo de la gente que gritaba y que mostraba cierta agresividad y, mi maestro, aunque buena persona, sí que tenía ese mal carácter: probablemente, el stimming viniera de ahí, incluso si lo quería mucho y hasta le dedicaba dibujos.
Aquel stimming fue desapareciendo, pero antes de hacerlo sufrió una transformación: en casa me dio por meterme servilletas en la boca y masticarlas. El otro día lo recordaba con mi madre en una conversación y me contaba cuán desagradable le parecía: le daba mucho asco. Haciendo un poco de memoria, si esta no me traiciona, creo que fue en una época en la que había problemas familiares en casa, así que tiene sentido para mí. Hay un matiz distinto con respecto a lo demás y es que, mientras que, cuando mordía el cinturón o la tira de la mochila no sentía nada de placer, sí recuerdo que masticar servilletas me producía una sensación de alivio que hasta hacía que la experiencia fuera divertida. Solo masticaba: cuando me cansaba, la escupía. Fue un stimming que, tal como vino, se fue.
Otra conducta de autorregulación que tuve en mi infancia fue una costumbre que tomé de tirarme al suelo boca arriba y extender brazos y piernas a la espera de que mi madre se sacara la zapatilla y, con el pie descalzo, me removiera la barriga. El problema de esto fue que no era un comportamiento que hiciera única y repentinamente en el pasillo de casa, sino que lo hacía también en lugares públicos. Lo recuerdo especialmente en la panadería, pero estoy casi segura de que lo hice en muchos más sitios. Y un momento muy específico en el que sé que lo hice fue la primera vez que fui al cine. Tengo muy clavada en la memoria la imagen en contrapicado de un primer plano de Mufasa al que estaba viendo desde el suelo de la sala de cine. La razón detrás de este comportamiento no la sé del todo al darse en contextos aparentemente distintos, pero sentir el suelo en mi espalda era bastante relajante y era casi un juego cuando mi madre se permitía el removerme la barriga con el pie, que, por supuesto, no hacía siempre según dónde estuviéramos.
Un último comportamiento de autorregulación que recuerdo de la infancia es el de dar vueltas sobre mí misma. Recuerdo que lo hacía muchísimo y que yo lo interpreté siempre como una especie de juego. Es posible que, a veces, lo hiciera por estimulación vestibular o por aburrimiento. A veces, los stimmings no tienen por qué ir más allá de eso. Pero también sé que, si daba vueltas hasta caer de culo al suelo, mareada, era porque a menudo eso me distraía de algún pensamiento que me ponía triste.
En la adolescencia tuve algunos stimmings que, creo, eran más dañinos. Al menos, esa sensación es la que tengo:
En
entornos en los que estaba mal visto que me echara a llorar por según qué
motivos, intentaba no hacerlo. La manera que encontré para desviar la atención
fue gestionar las emociones sentidas pellizcándome las manos por debajo de la
mesa, dándome puñetazos en las rodillas, o llevándome el dedo gordo a la boca y
mordiéndomelo. Todo para que el llanto no pudiera conmigo y lo frenara a tiempo
de que la otra persona no se diera cuenta. Para mí, esto siempre había sido un mecanismo para controlar las emociones, pero con el tiempo he aprendido que, a pesar de que algo de verdad había en esa sospecha, también había una parte de tratar que la emoción no me desbordara por su enorme intensidad.
Un stimming que hacía en la soledad de mi habitación se daba con una lamparita que tenía entonces en la mesa de mi escritorio. Ponerme a hacer deberes o a estudiar para mí era un momento angustioso y estresante, por lo que algo que hacía cuando encendía la lamparita por la noche y ese momento llegaba, era separar un pelo y ponerlo tocando la bombilla. El pelo en cuestión se quemaba, a mí me relajaba el sonido que se producía y luego lo apartaba porque salía humo y no quería provocar ningún accidente. Estresada, pero cautelosa.
Otra
variante con el pelo en general era ir arrancándome pelos individualmente o
agarrarme mechones y darme tirones. El que me conoce sabe bien que me duele más
un tirón de pelo que un puñetazo, así que estoy segura de que aquello buscaba
algún tipo de regulación. Probablemente fuera una huida de los pensamientos intrusivos.
El stimming más sano que he tenido –y que aún tengo– con el pelo es el de meter los dedos entre los mechones y acariciarlo, sobre todo si es por la parte del flequillo y apoyando el brazo en la mesa. Hasta que no supe de mi diagnóstico, no me di cuenta de que esto era un comportamiento de stimming. Es muy característico en mí, porque sigo haciéndolo y no le da a nadie esa sensación, a menos que mi cara diga lo contrario por estar muerta de ansiedad o a punto de llorar.
Un recuerdo que tengo de cuando tenía quince años sucedió en el pueblo de mi padre, durante unas vacaciones de verano. Es una anécdota muy específica, pero que me devuelve un poco a la niñez, a cuando daba vueltas sobre mí misma. Y es que, aquella noche en el pueblo, los adultos estaban sentados en la mesa conversando. Yo me había peleado con mi primo, el que era más cercano a mí en edad, así que él salió y yo me quedé en casa de mi tía, tumbada en el sofá, sin hacer nada y escuchando cuatro voces de fondo hablando alto y resonando en eco en mi cabeza. Entre el aburrimiento, la poca luz que había en aquel momento en el comedor y todas aquellas voces mezclándose, me saturé. Así que, me levanté y empecé a dar vueltas alrededor de la mesa. No paré hasta que mi madre me gritó que dejara de hacerlo y me dijo que me buscara algún entretenimiento y que dejara de intentar llamar la atención. Aquella vez me sentí mal porque me di cuenta de que me había malinterpretado, pero al no tener diagnóstico y no conocer en profundidad el autismo, tampoco supe darle una explicación.
Todo
esto me hace reflexionar y darme cuenta de que, aunque aparentemente para la gente yo tuve
una infancia sana y feliz, no era verdad. Bueno, de hecho, tengo más recuerdos
malos que buenos, pero nadie se daba cuenta de que no estaba bien y yo tampoco
sabía gestionarlo y expresarlo adecuadamente al ser tan pequeña, incluso de adolescente. Definitivamente,
creo que, de haber nacido en esta época, es posible que estos comportamientos
no hubieran pasado desapercibidos para alguien y podría haber sanado muchos
temas. Si no en la infancia, como mínimo en la adolescencia. la cual también siento que fue dura y de la cual conservo pocos recuerdos felices.
Por eso hoy, tras hablar de esto, quiero resaltar la importancia de la conciencia y de la divulgación. Es muy necesario dar a conocer para que se puedan identificar estas señales de alerta que advierten que el estado emocional de los infantes y adolescentes no está en su mejor momento cuando los stimmings se dan en negativo.
Sin embargo, también viví stimming positivo, puesto que también existe. Me pasé mi infancia correteando de arriba abajo por toda la casa cuando sucedía lo que fuera que me hacía feliz, incluso si solo era un episodio de una serie animada que daban en televisión y que me gustaba. También corría y saltaba para alcanzar a golpear con la palma de mi mano el marco horizontal de la puerta del comedor que da al pasillo. Yo no lo asociaba a un comportamiento para regular mis emociones, ni mucho menos. Sí que veía que estaba excesivamente emocionada, pero como siempre he vivido con ello, nunca me ha llamado la atención hasta el diagnóstico.
Aun así, yo creo que en el fondo sabía que estos comportamientos no eran demasiado normativos, porque solían ser muchísimo más notorios cuando estaba sola: con gente delante solía suavizarlos casi por completo, incluso si esas personas eran de mi total confianza.
Lo sé por esa razón y porque se me quedó muy marcada una anécdota del bachillerato y durante muchos años no entendí por qué la recordaba tanto:
En primero de bachillerato tuvimos a un profesor de lengua que estaba sustituyendo a nuestra profesora titular durante el primer trimestre. Fue muy buen profesor, todo aquel que lo trató le tomó cierto cariño. El día de la despedida nos confabulamos toda la clase para organizarle una sorpresa. Como conmigo hablaba bastante porque teníamos intereses en común, yo me encargaría de atraerlo hacia nuestra aula con algún engaño y allí lo estarían esperando el resto con un picoteo en las mesas y unos regalos por abrir. Cuando conduje al profesor al aula, la fiesta empezó. Yo estaba muy feliz captando sus reacciones, viendo que estaba disfrutando del momento; también tomaba fotos, porque la amante de la fotografía era yo. De repente, mi amigo del bachillerato se puso a mi lado y, riéndose a carcajadas, me dijo: «¿Qué te pasa? Llevas un montón de rato dando saltitos y palmaditas». Mi reacción a su burla inocente fue volverme muy consciente de mi propio cuerpo y tratar de moverme lo menos posible. Hasta que mi amigo no me lo dijo, yo no sabía que estaba dando saltos ni palmadas de la emoción que sentía. No me había dado cuenta. Pero entendí enseguida que eso se estaba viendo como algo raro y que debía parar porque estaba llamando la atención y yo odio ser el centro de atención.
Ahora sé que aquella anécdota fue importante porque fue una muestra más de sentirse diferente. Y, en la actualidad, cobra importancia porque me ayuda a reconocer un momento que para mí fue muy emotivo y que disfruté muchísimo, pero que, por sobrecarga emocional, en su momento ni siquiera pude percatarme de ello.
Así pues, no tener diagnóstico durante etapas como la infancia o la adolescencia ha dificultado mucho la gestión emocional y la identificación de problemas de dicha naturaleza que podrían haberse resuelto y no haberse quedado enquistados o transformados en secuelas de determinados traumas. Pero, al mismo tiempo, obtener el diagnóstico tardío me permite analizar y comprender a fondo la persona que una vez fui. Ser consciente de mis stimmings de cuando no tenía diagnóstico me hace vislumbrar cómo vivía mi vida, cómo la experimentaba. Y me hace abrazar mi pasado y hacer las paces con la niña y la adolescente que una vez fui y que, a veces con plena libertad y a veces con mucha coartación, sentía y hacía suyo el mundo que la rodeaba.
Un abrazo grande. Leí tu entrada con mucha ternura e identificación.
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