Desde mi infancia atribuyo el inicio del mes de junio a la llegada de la feria, si bien a veces cae enteramente en mayo porque depende de la fecha de la Segunda Pascua.
Cuando era pequeña disfrutaba muchísimo de ese parque de atracciones ambulante que nos visita una vez al año. Viéndolo un poco en retrospectiva, entiendo por qué, si bien no son espacios que sean demasiado amigables para las personas autistas. Creo que lo he comentado más de una vez, pero yo en mi infancia no era tan consciente de mi procesamiento sensorial, así que solía exponerme a estímulos dañinos para mí sin darme cuenta, a veces creo que, incluso, como una manera inconsciente de gestionar temas de ansiedad. Además, una hiperfijación que tuve de pequeña fue el tema de los colores, así que ir a un lugar lleno de luces de colores podía llegar a ser fascinante. Si, además, ya lo tenía previsto, estaba preparada para ello, por lo que podía, de alguna manera incluso inconsciente, buscar recursos para soportar esa exposición. Con el volumen alto me pasaba más de lo mismo: siempre me ha gustado mucho la música, así que, suplía las inconscientes molestias de los pitidos intermitentes y otros por la música que ponían en las atracciones y que me servían de distracción. No habré cantado veces y en bucle aquello de: «En una tribu sioux, jau jau jau, llena de mucho sioux…» a pleno pulmón…
Me generaban curiosidad las personas que, con el micrófono, llamaban la atención de la gente. Como era algo relativamente nuevo para mí, no lo sentía intrusivo para mis oídos. También pienso que antiguamente es que el volumen de la vida solía ser más bajo y no era tan molesto como en la actualidad.
Con los años, lo de ir a la feria se convirtió en una rutina. Cada año íbamos el sábado por la tarde y por la noche y el domingo por la tarde. Era algo diferente y casi parecía un ritual para celebrar la llegada del buen tiempo. Además de subirme en algunas atracciones, era la época en la que comía algodón de azúcar, paloduz y coco.
Así que, bueno. Sí, de pequeña disfrutaba bastante de la feria. Además, porque era un espacio en el que compartir momentos con mi familia. No solía disfrutar mucho de mi padre, así que era muy feliz cuando se subía conmigo en alguna atracción; mi madre se subía conmigo en aquello que no tomara altura y eso estrechaba más nuestro vínculo; mi hermano era capaz de liarse a escopetazos para tirar pelotas y conseguirme algún peluche –de pequeña tenía una hiperfijación enorme con los peluches–. Todos esos recuerdos fueron felices y lo pasé muy bien.
A medida que fuimos creciendo, las cosas cambiaron. Mi hermano se volvió adolescente y ya iba por su cuenta; mi padre dejó de subirse a las atracciones conmigo y eso me reducía mucho las posibilidades: antiguamente podía subirme a algunas más arriesgadas como el pulpo o los toros de los mayores al ir acompañada. Con mi madre seguía subiéndome a un par de atracciones y lo convertimos en tradición hasta hace apenas unos pocos años atrás. También mi paladar cambió y ya no quería algodón de azúcar; el paloduz me seguía gustando, pero no en épocas de feria. Sólo conservé el pedacito de coco.
En mis primeros años de adolescencia, empecé a subirme sola a alguna atracción más potente, pero me duró poco. De hecho, uno de mis recuerdos más bonitos fue con catorce años, cuando fui con mis amigos Héctor y Lorena; quizá la única vez que no fui a la feria con mis padres. Con ambos me subí a la uve, que es un raíl enorme en forma curva con una vagoneta en la que te subes y te llevan a un extremo para dejarte caer y que por la inercia vayas de un lado a otro. Cuando bajé de allí, empecé a pensar que esas supuestas atracciones fuertes no eran para tanto. Luego fui con Héctor a los autos de choque y vi que más que diversión me aportó daño. Un cambio dentro de mí se inició, pero en ese momento no me percaté.
Con el paso del tiempo, dejé de verle aliciente alguno a lo de subirse a las atracciones y sólo iba con mis padres de paseo para ver el ambiente y curiosear en los puestos de venta ambulante. Bueno, sí que me subía a dos atracciones con mi madre por lo que decía de seguir la tradición, pero eran tranquilas. Lo que sucedió con esta evolución fue que, al reducir la intensidad emocional de todo lo que suponía para mí la feria, fue más fácil darse cuenta de todo lo que me molestaban los estímulos. Pero, claro está, todavía no lo relacionaba con el autismo.
Recuerdo, por ejemplo, un día que me puse a llorar muy fuertemente enfrente del puesto de las carreras de camellos. Al día siguiente, en el instituto, una compañera se me acercó: «¿Qué te pasaba ayer? ¿Por qué estabas tan mal? Intenté hablarte, pero me gritaste que te dejara en paz y me fui». Si os digo la verdad, recuerdo el momento, pero no que viniera nadie a hablarme, con lo cual, deduzco que aquello fue un meltdown. Con cara de confusión, recuerdo que le respondí que ni siquiera me di cuenta de que se me había acercado. Sospecho que la confundí con algún familiar, pero nunca lo sabré con certeza.
Unos
tres años más tarde tuve otra alerta sin percatarme: estábamos en una parada de
estos puestos ambulantes comprándome una bolsita de aquellas que se llevaban
antes para proteger los móviles. Cuando la compré, de repente me empezó a doler
muchísimo el corazón y les tuve que pedir a mis padres que paráramos. Me senté
en un banco y tardé media hora en recuperarme. Estoy casi segura de que aquello
fue un pequeño episodio de ansiedad que, en aquel entonces, yo todavía atribuía
a una secuela del soplo que tuve en la infancia. Obviamente, no era esa la razón ni mucho menos, pero eso lo sé ahora.
Es gracioso, pero nunca me había parado a simplificar la relación entre las diferentes atracciones que me gustaban más cuando era pequeña: o era yo la que daba vueltas o las daban algunos objetos.
Una de mis atracciones favoritas era una lata de Sprite acolchada por dentro que daba vueltas sobre sí misma hacia adelante y hacia atrás. A veces caminaba, a veces corría o trotaba, a veces me tumbaba, me ponía a gatas, me caía con sus repentinos frenazos… Me subía tantas veces cada vez que iba, que la mujer que la llevaba me regalaba viajes siempre. Desde la perspectiva adulta no sé qué entretenimiento le veía a eso, pero la realidad es que era una de las que más disfrutaba, seguramente porque me regulaba mucho: era un espacio más o menos cerrado, sólo cabían dos infantes más, la luz era tenue y me aislaba un poco de lo que era la feria. Esto lo veo así en la actualidad, analizando los motivos, pero estoy segura de que con aquella edad no me daba cuenta.
Luego había tres atracciones que me hacían dar vueltas que me gustaban mucho: El Látigo, El Tren de la Bruja y el Tokito Guay. El primero es una vagoneta circular que va dando vueltas a un circuito también circular, tomando velocidad en las curvas; el segundo es una atracción del tipo montaña rusa, pero en plano, que se va metiendo en túneles oscuros de los que te sale gente disfrazada a golpearte con una escoba que le tienes que arrebatar si quieres un viaje gratis; y el tercero es una montaña rusa infantil con temática japonesa. El Látigo tenía la estimulación de la velocidad, El Tren de la Bruja tenía estimulación lumínica y el Tokito Guay tenía la temática de uno de mis intereses. Nunca lo había visto así, pero tiene sentido. Hago un inciso para decir que El Tren de la Bruja y El Látigo son las dos atracciones que perduraron más en la tradición con mi madre, especialmente el último.
Por otro lado, un puesto en el que disfrutaba muchísimo era en Los Patitos. Se trata de que unos patitos de goma dan vueltas en un pequeñísimo estanque de agua y tú los tienes que pescar. Según lo que pagues, así será el número de patitos a pescar. El tiempo que tardes no importa: si tienes que pescar 6 patitos, de allí no te vas hasta que los pescas. Y, al finalizar, te llevas un juguete de premio a elegir entre los de la franja de dinero que has pagado. Todavía conservo un peluche de Crash Bandicoot que conseguí en ese puesto.
Saltar sobre algo blandito como la cama o el sofá siempre ha sido una actividad que me ha regulado muchísimo y que me encantaba, así que, como adivinaréis, las camas elásticas me tenían enamorada. Esa era la otra atracción que nunca fallaba.
Por supuesto que me subía a otras sin ningún tipo de función más allá de la de divertirme, como las típicas de los coches o caballitos que dan vueltas, la noria, las vagonetas de los monstruos, los toros de los mayores, los castillos de obstáculos, una vez de pequeña hasta me metí en el castillo del terror… No me quedaba solamente en lo que más me gustaba, pero sí que me llama poderosamente la atención la relación de todo aquello que más me divertía, porque de alguna manera está vinculado. Siempre echaré de menos una colchoneta hinchable en forma de ballena que vino dos o tres años seguidos y ya no volvió: me encantaba escalar, entrar por la boca de la ballena y… sí, bajar por el tobogán interno para salir por el culo.
Me
di cuenta de que las atracciones ya no eran para mí cuando, a mis veintitantos,
la hija pequeña de unos conocidos de mis padres me pidió que me subiera con
ella al pulpo. Llevaba años sin subirme a una atracción porque ni siquiera he
ido nunca a parques de atracciones como Port Aventura o Terra Mítica –a Port
Aventura fui con cuatro años y ni lo recuerdo… y estuve una vez, también de
pequeña, en Montjuïc, pero nada más–. Entonces, no sabía que esta especie de
abstinencia tendría sus consecuencias: acepté pensando que no me supondría
nada, como siempre me había pasado, pero me equivocaba. Aquello empezó a dar
vueltas, a subir y a bajar, a girar sobre su propio eje… Mi sistema vestibular
se puso enseguida en alerta, todo el tiempo tenía la impresión de que me iba a
caer. Yo sólo tenía ganas de que todo terminara y de echarme a llorar. Cuando
bajamos, me vi a mí misma hiperventilando y aguantándome el llanto, mientras la
niña reía por lo bien que se lo había pasado y me instaba a repetirlo. Ahí fue
cuando verdaderamente me di cuenta de que las atracciones ya no eran para mí. Quizás de pequeña las aguantaba porque necesitaba esa regulación o estimulación, tal vez vestibular, tal vez propioceptiva; pero los cuerpos cambian y yo me he vuelto bastante sensible para estos asuntos, así que será consecuencia de ello.
En la actualidad, llevo años sin subirme a nada. Voy con mis padres a pasear a la feria porque sigue siendo tradición, pero este año mismamente no hemos ido de noche. Lo único que mantengo es que me como el pedacito de coco. Algún año, tal vez, me compro algo en los puestos de venta ambulante o tal vez algún alfajor argentino si me apetece. Pero nada más. Este año, ni siquiera eso: no he visto nada que me resultara útil y no me apetecían los alfajores. Por no hablar de que los días que fui, lo pasé bastante mal: los ruidos, la gente, las luces… Sobre todo los ruidos. La verdad es que este año ha sido tortuoso visitar la feria. A mí seguir la tradición me da seguridad y por eso voy, pero lo cierto es que el coste es un poco elevado. Si este año no hemos ido de noche fue porque la tarde ya me había saturado lo suficiente. Como decía, o bien cada año que pasa lo tolero menos, o bien el volumen de la vida va creciendo cada vez más. Yo no recuerdo que el sonido fuera tan elevado antiguamente. Ahora los hombres en los micrófonos me irritaban y la música me daba ansiedad. No soportaba ni el ruido del pulpo al subir y bajar, que hace como esa especie de ruido como si soplara aire comprimido. De hecho, este último era el ruido que menos soportaba.
Qué pasará en futuras ocasiones es algo que no sé. Pero me apetecía venir a contarlo como una experiencia autista más.
Un mal recuerdo ke tengo de la feria es ke de chica me perdí y, como era de noche y estaba lejos de casa, pasé miedo. No sé exactamente cómo pasó pero intuyo ke estaría sobrecargada por el ruido y empezaría a alejarme de donde estaban mis padres sin darme ni cuenta. Me gustaba mucho subirme en los columpios pero, en cambio, odiaba el momento de subirme y el de bajarme y no tanto porke hubiera acabado el viaje sino porke de repente había mucha gente buscando a sus niñes y volvía a sobrecargarme, además no sé por ké cuando hay ruido me pasa ke ni veía bien las caras.
ResponderEliminarRecuerdo perfectamente la última vez ke me subí en los columpios ke me gustaban de adolescente, tenía 17 años y estaba deseando ke pararan porke tenía claro ke me iba a morir, ke iba a salir disparada del columpio. Me sorprendió mucho porke, en mi caso, me había subido el verano anterior sin ningún problema, no entendía ke habia ocurrido en mí de repente. Pocos años después me subí con mi sobrinillo chico y mi hermano en la ranita, me apetecia mucho subirme con él y como vi ke habia muches pekeñes subidos pues pensé ke el columpio sería muy seguro, pero fue terrible, de ahí ya nunca más. Pero ké rico está el coco!!
Me encanta ke vayas explicando como interpretas todo ahora, me sirve para entenderme también a mí mejor. Y eres siempre tan amena
Carmen la granaína