Para este mes tenía prevista otra entrada, pero acontecimientos recientes de una familia muy querida para mí me han llevado a escribir lo que vais a leer a continuación:
Se habla seguido de cómo las personas autistas disfrutamos mucho de nuestra soledad y de que no somos tan sociables como otras personas. De lo que no se habla tanto es de cuando esa soledad que experimentamos no es deseada, porque, sí: a muchas personas autistas nos pasa que queremos tener amistades, pero no las encontramos.
Desde pequeña siempre he tenido una gran conciencia de ser diferente al resto e intuía que era por ello por lo que la gente no me quería demasiado a su lado. Por fortuna para mí, siempre tuve claro que el problema no era mío: no me cansaré de repetir que muchos no tenemos dificultades de comunicación ni de interacción social como tal, sino que nos manejamos de forma distinta y fallamos en intentar hacerlo como la mayoría. Pero claro, decir eso y quedarse ahí sería demasiado reduccionista. La cuestión es que ser diferente me hacía estar sola todo el año, pero mi conciencia de soledad se hacía más notoria en verano.
Los veranos de mi infancia servían para reponer fuerzas: la escuela me parecía un territorio hostil, como un campo de batalla a través del cual tenía que recorrer todo un camino diario. En ese contexto siempre estaba sola: nadie de mi clase quería saber nada de mí, si bien con algunas personas no me llevaba mal. A menudo, para no quedarme sola, lo que hacía era ir a charlar con el docente que estuviera de guardia, en caso de que no fuera de los que me trataba mal, que era mi realidad diaria en muchos casos. Desde siempre me he llevado mejor con gente bastante mayor que yo, así que no era nada extraña esa iniciativa mía. El problema de aquello es que todavía era demasiado pequeña como para comprender por qué no podían convertirse en amistades. No entendía por qué no podían invitarme a su casa a jugar o a merendar, por qué no podían venir ellos a la mía a que yo compartiera mi mundo con ellos, o quedar en la calle y hacer algo juntos. Cuando eres mayor de edad es otra cosa: una relación entre dos personas adultas está en igualdad de condiciones y allá cada cual con sus intenciones de creación y mantenimiento de vínculo. Pero, ¿Alguien se imagina a una niña de, por ejemplo, 6 años, siendo amiga de un hombre de 30? Desde luego que no. Y prueba de ello fue mi tutor de primero de primaria, el primer profesor al que sentí como especial para mí. Siempre supe que fui una alumna especial para él, pues nunca lo ocultó, pero no fue hasta que llegué a la facultad que un día me dijo: «Ahora ya no soy tu profesor; ahora soy tu amigo y, dentro de poco, un colega». Y sí, no es un amigo al uso, no es un vínculo estrecho porque no mantenemos el contacto, pero sé que, si lo necesito, puedo contar con él.
Os cuento esto para que veáis lo peculiar que puede ser el mundo escolar de una persona autista, o neurodivergente en general, puesto que estas experiencias son compartidas por muchas personas que no encajan en el colectivo neurotípico. Así que estamos todo el año en un territorio hostil en el que no podemos estar con gente de nuestra edad, pero la gente mayor tampoco quiere profundizar en nuestro vínculo. Al menos yo, vivía todo el año alimentándome de fantasía y el verano sería exactamente igual, pero las veinticuatro horas del día. Confieso que yo en la etapa de primaria no lo notaba tanto por mi tendencia al aislamiento y a sentir que solamente necesitaba mis intereses para estar contenta. También porque, como decía antes, mi verano consistía en reponer fuerzas: reencontrarme a mí misma y dedicarme al autocuidado para olvidarme de las malas experiencias vividas a lo largo del curso. Vamos, que buscaba refugio en mis intereses de entonces. Y, para qué engañaros: de pequeña era conformista, en el sentido de que me bastaba con fantasear con aquello que me gustaría que pasara, aun a sabiendas de que no pasaría nunca.
Creo que esta circunstancia se dio porque fui una niña más; rara, pero niña sin más, al fin y al cabo. De haber tenido el diagnóstico en esa época y haberme convertido en la niña autista de la clase, tal vez me habría puesto más triste y mi sentimiento de soledad no hubiera sido tan llevadero. Eran otros tiempos también: antes no tenías tantas posibilidades de verte con tus amistades del colegio fuera del mismo durante la niñez, pero ahora, con los grupos familiares de WhatsApp y demás, los vínculos son más estrechos y es más fácil verte con esa persona especial que ves durante los nueve meses del periodo escolar.
Llegada a la adolescencia, la historia cambió. De repente, fui consciente de lo sola que había crecido y de lo poco que me gustaba eso y me invadió una sensación de vacío horrible. Tuve varios intentos de amistades, muchas de ellas algo duraderas, pero desaparecidas una vez hubieron exprimido el interés por el cual se arrimaron a mí. Y siempre me preguntaba lo mismo: «¿Nunca encontraré mi lugar con la gente?», «¿Estoy condenada a estar sola y a no tener amistades?» o «¿Por qué no puedo ser como los demás?». Creía sinceramente que el mundo social me estaba vetado. Como entonces no me intuía como autista, pensaba que era simple falta de práctica y eso me llevó a forzarme, no sólo a socializar, sino a meterme en entornos que no favorecían mi salud, como las discotecas. Pero siempre tuve clara una cosa: si no disfrutaba, no debía hacerlo. Forzarme a socializar tampoco daba frutos lo suficientemente satisfactorios: me juntaba con personas, sí, pero a costa de mi salud mental. Y, además, hacerlo tampoco me garantizaba tener amistades, cosa que ya comprobé.
Veía a mis coetáneos con ganas de que llegara el verano para tener tiempo libre, disfrutar con sus amistades, hacer muchos planes… Yo quería que llegara el verano para dejar de ir al colegio y tener un descanso de ese constante sufrimiento, sin más. Cuando estaba en la calle y veía pasar a grupos de mi edad o estaba en algún lugar donde veía a grupos disfrutando de la compañía mutua con alguna actividad o simplemente charlando, los miraba y me invadía la tristeza: yo no podía vivir eso. Durante el año, recuerdo los lunes en el instituto cómo comentaban lo vivido el fin de semana y tenía constantemente la sensación de que me estaba perdiendo muchas experiencias que debería estar viviendo. Mi única socialización exitosa era a través del MSN, al que siempre le agradeceré haberme salvado del ostracismo. Pero incluso ahí, el sentimiento de soledad y diferencia se acrecentaba, porque aquellas amistades de internet que sentía como auténticas también tenían su grupo de amistades en persona, con cuyos miembros, además, compartían intereses en común. Yo no tenía eso, ni podría, porque las únicas personas que más o menos compartían algún interés común eran algunos de mis abusones. Y no: por supuesto, no me iba a juntar con aquellos que me hacían daño. Aquello de «más vale solo que mal acompañado» siempre lo he tenido muy grabado a fuego.
Sinceramente creo que el hecho de ser diferente pudo haber afectado, porque yo no estaba dispuesta a cambiar: nadie tiene por qué hacerlo porque no existe un problema real que te impida relacionarte siendo tú mismo. El caso es que siempre sentí que, sobre todo, era una cuestión de suerte: no tenía la fortuna de encontrarme con gente adecuada en ninguno de los círculos por los que transitaba. Mis coetáneos tenían una tendencia gregaria muy cerrada y, a pesar de que a mí no me importaba juntarme con personas que fueran muy diferentes a mí, al resto sí parecía importarles muchísimo.
Así que, crecí
observando a los demás, viviendo sus vidas, a veces, incluso, más que la mía, riéndome de sus anécdotas y sufriendo sus problemas.
Era lo más cercano a tener amistades que tuve durante mucho tiempo. Es
gracioso, porque eso me ha hecho recordar anécdotas de estas personas tan
nítidamente como si las hubiera vivido yo, mientras que, con el paso del
tiempo, estas personas se han olvidado y, con el transcurso de los años y tras
volver a hablar conmigo, las han recordado gracias a mí. Valoraba mucho poder
charlar con alguien; si esa persona me hablaba de sus amistades, eso me ponía
contenta con tan sólo imaginarlo y es por eso que me acuerdo a menudo de lo que
me cuentan. Yo quizás no podría tenerlo, pero me hacía feliz que otras personas
sí que pudieran. Fantaseaba a veces con que yo formaba parte de aquello y con eso ya me sentía bien, porque estaba resignada creyendo que no podía aspirar a más.
Pero, ¿sabéis una cosa? Me equivocaba. Claro que sufrí mucho; claro que tuve muchas relaciones que me hicieron tanto daño que, sobre todo de adolescente, me hicieron desarrollar etapas de misantropía en las que no quería saber nada más de nadie porque quería dejar de sufrir. Pero yo merecía tener amistades y las acabé encontrando. De adulta ya y confieso que no hace tantos años, más cerca de la treintena que de la veintena.
Las tengo. De diferentes entornos, además: de internet, de algún que otro curso, de la universidad, excompañeros, exprofesores, gente de la comunidad autista… Y es verdad que con la mayoría apenas me veo porque nadie es de mi ciudad, salvo una o dos personas que tienen su vida y que cuesta mucho coincidir con ellas. Lo que quiero decir con esto es que apenas salgo con amistades, pero ya no soy una adolescente: no lo necesito. No me angustia no tener planes porque para mí ya es una tranquilidad saber que cuento con estas personas. Claro que me gusta quedar y que me apena no poder hacerlo. Hay veces que sí me he sentido sola cuando llevo tiempo sin ver a nadie, porque empiezo a darle vueltas a la cabeza pensando que quizá no son vínculos tan profundos como yo los siento. Y no os engañaré: parte de mi falta de habilidades sociales pasa por tener inseguridades emocionales con respecto a la socialización con el resto. A mí suelen entrarme muchísimas dudas en relación a mis vínculos y nunca sé qué pensar. Pero mientras sepa poner límites a mis pensamientos y entender que es un estado emocional transitorio, todo va a estar bien.
La gente siempre me dice, aún hoy en día, que tengo demasiada memoria con según qué anécdotas, que no entienden cómo puedo recordar a esa persona con la que compartí nada más que una tarde o unos pocos días de mi vida, o cómo puedo tener tan grabado el día y el mes de un encuentro específico, aparentemente sin importancia. La respuesta está clara: para mí sí es importante. Esas personas con las que sólo me veo una vez han compartido tiempo de su vida conmigo y es algo que valoro; esos encuentros específicos pueden no tener nada de especiales, pero son avances en mis vínculos y eso siempre es bueno. ¿Por qué no darle importancia a una comida o a un paseo en específico? Yo creo que absolutamente todo es importante y que cualquier palabra, mirada, sonrisa, gesto o historia que salga de ello tiene un valor incalculable. Por eso lo recuerdo, incluso si es algo malo: los padecimientos también escriben nuestra historia y nuestra historia es lo más valioso e importante que tenemos en conjunto, porque son las experiencias que vivimos las que nos hacen ser quienes somos.
Con todo esto lo que quiero que se entienda es que la vida me ha enseñado que tarde o temprano tu momento llega. Que puede ser que crezcas pensando que nunca será así, que nunca tendrás amistades, que nunca encontrarás tu sitio. Pero si te mueves, tardes más o tardes menos, esas personas adecuadas llegarán, la suerte te sonreirá. Te lo dice alguien que nunca se rindió, que nunca desistió de relacionarse con los demás pese a sus dificultades y a sus heridas emocionales. Por eso, pequeña a la que va dedicada esta entrada, quiero que no te rindas nunca y que esa tristeza que sientes en verano intentes llevarla como puedas y disfrutar a tu manera, con la esperanza puesta en el futuro y la mentalidad de que, aunque no sepas cuándo, sabrás tener vínculos a tu lado que apreciarás y que te apreciarán. Estoy convencida de que en algún momento llegarán tus personas. No sólo hablo por experiencia propia: he conocido de cerca muchísimos casos de gente que se ha sentido sola y que ha creído que jamás encontraría su grupo. Y vaya si lo encuentran. Algunas de esas personas, incluso, han desaparecido de mi vida una vez que han encontrado a sus amistades. Pero eso no me pone triste, más bien al contrario. Con los años te darás cuenta de que vivir a la gente de paso es una manera de aprender mucho y de valorar todas tus relaciones, sean más profundas o menos… Y eso ayuda muchísimo a disipar el sentimiento de soledad no deseada, mientras te recreas en esos momentos en los que sí disfrutas de estar sola, que, como bien sabrás, son la mayoría.
Comentarios
Publicar un comentario