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Sentires autistas: Ya no soporto la máscara

 

No tener diagnóstico nunca impidió que me sintiera diferente, ni que fuera consciente de que no encajaba a nivel social con el resto. Deduje desde siempre que se debía a una falta de aprendizaje por mi parte y no escatimé en esfuerzos con tal de obtener ciertos logros, mientras con la mirada puesta en el futuro vislumbraba la creencia esperanzadora de que todo mejoraría, porque me sentía capaz y nada iba a poder conmigo, ni siquiera la mala suerte de toparme con la gente equivocada. A fin de cuentas, tan solo era una persona introvertida e independiente con malas experiencias sociales, mucha vida interior y mucho apego a la soledad.

Mis esfuerzos se centraban en modelos de socialización, pero nunca mi observación y mi aprendizaje iban enfocados a cambiar aspectos de mi personalidad o mis intereses ni a ocultarme. Aunque tratara de mantener mi autenticidad, no me percaté de que ser fiel a uno mismo no te exime de moldear tu propia máscara.

Fui consciente cuando llegué a la adultez y me adentré en el autismo. Un descubrimiento de tamaña envergadura merecía un ejercicio profundo de introspección y fue entonces cuando conocí mi propia máscara. Mi mente, aunque ya había empezado a deteriorarse, aún se mantenía lo suficientemente sana como para sentir el poder que me otorgaba la máscara: podía ponérmela o quitármela según la situación lo requiriera y eso me ayudó a avanzar en la socialización. Era autista y eso me ponía obstáculos de cara a la sociedad, pero no iban a poder conmigo. En aquella época, mis éxitos sociales eran celebrados con júbilo por mis allegados y por mí misma. Me hacía feliz salir triunfante de situaciones sociales para las que ya había asumido que, debido a mi realidad, nunca iba a poder cambiar. Sin embargo, aquella sensación de invencibilidad era una ilusión.

Aquel presunto poder resultó ser un arma de doble filo: no pasó mucho tiempo hasta que el uso intermitente de la máscara se tornara ineficiente. Incluso, aceleró mi incipiente entrada en las tinieblas de la ansiedad. Toda la vida había vivido en un estado ansioso, pero aquello ya se parecía más a un demonio de fuerza desmedida que me iba a acompañar durante mucho más tiempo del que quisiera. La máscara no hizo más que ayudarle a adelantar su aparición.

Estuve un tiempo sin llevarla: necesitaba transitar por un proceso de sanación emocional y la máscara supondría un impedimento para el mismo. Sin embargo, cuando dejé atrás la intermitencia y abandoné la máscara de forma permanente, me topé con la cruda hostilidad de una realidad que me iba a pertenecer desde el momento en el que supe de mi autismo: nadie o casi nadie iba a estar en disposición de aceptarme sin prejuicios ni oposiciones sistemáticas, nadie iba a apoyarme con la tranquilidad de saberme comprendida al completo. Eso me hacía sentir muy sola. Ir a cara descubierta supuso un aluvión de conflictos que me llevó al paredón y a la decisión de colocármela de nuevo sin intención de volvérmela a sacar. De cara a la sociedad, mejoré hasta el punto de parecerles una neurotípica más. Pero no descansar de llevarla ocasionó una fuente inenarrable de dolor que, a pesar de valerme para la paz social, trastornó mi interior convirtiéndolo en una vorágine de desolación, agotamiento y crisis incesantes.

Comprendí con toda la pena que tenía que decidir entre vivir la condena de ser yo misma en una sociedad que no estaba hecha para mí o dejar de ser yo misma y camuflarme entre aquellos distintos a mí para ahorrarme disgustos. La neurodivergencia me ayudó a tomar un camino alternativo, el de partir la máscara por la mitad: tal vez lo mejor era hallar un equilibrio. Con esa tibieza de alma viví durante un tiempo.

Llevar la mitad de la máscara y mostrar la mitad de mi cara no era la solución perfecta que había imaginado, pues levantaba una polvareda de confusión que impregnaba, no solamente a las personas a mi alrededor, sino incluso a mí misma. La gente no entendía mis cambios de personalidad o actitud repentinos, influenciados según el ánimo y las energías, pero yo me adapté a ellos y les fui buscando el truco, pensando que el requisito para triunfar en esa andanza era dominar la técnica.

Cuando obtuve el diagnóstico, habían pasado ya unos cuantos años y la situación del autismo había mejorado bastante, por lo que asumí el riesgo de ser abiertamente autista como una especie de permiso autoconcendido para sacarme del todo aquella pesada máscara. Ser autista desde la libertad que me confiere la palabra me devolvió la paz. Ya no la suelo llevar, aunque a veces sí lo haga.

La mayor parte del tiempo dejo que el viento acaricie mi rostro, pero, consecuencia de ese acto de rebeldía contra una sociedad que no está dispuesta a darme la mano, es que, al ponerme solamente la mitad, las dos contrapartes se entorpecen entre sí. Reflejo de ello es cuando la gente me pide que me suelte, que deje de contenerme, que deje atrás cualquiera que sea mi rol y sea yo misma. En cambio, yo me siento tranquila y mi percepción es contraria a la suya: siempre tengo la sensación de estar siendo yo misma. Esta discrepancia provoca una confusión creciente que me desorienta y me frustra. Cuando alguien me dice que quiere conocer una parte concreta de mí o que quiere sacarle todo el potencial, pero yo tengo la sensación de estar mostrándola, me genera impotencia al no saber cómo hacer lo que se me pide, aun deseándolo.

La consecuencia es peor cuando me veo en la necesidad superviviente de colocarme la máscara entera. En esas ocasiones, el éxito social vuelve a estar garantizado y los vítores de mis allegados no tardan en llegar. La diferencia es que ya no me consuelan, ni me alivian, ni me compensan: ahora me hacen sentir triste, vacía y hastiada. Llevar la máscara significa renunciar a uno mismo y que la sociedad celebre que lo hagas es demoledor. Trato de corresponder con una sonrisa, pero esa sonrisa duele y hiere tanto, que el corazón se me parte en mil pedazos y el sonido de sus añicos me enajena de la realidad. Se siente esa tristeza profunda de pensar que ser uno mismo no obtiene ni reconocimiento ni valor y se percibe como un problema, porque no soy lo que se espera de una persona en la sociedad neurotípica. Todo el mundo defiende que seas tú mismo, salvo si eres autista, ya que, entonces, el mensaje no cuenta y tu destino es tirarte de cabeza por un precipicio emocional. En este mundo en el que priman las apariencias por encima de la esencia, el resto solamente está contento con una persona autista cuando finge ser quien no es, incluso si no le sale bien. Nadie se pregunta después qué ocurre una vez te sacas la máscara. Nadie se preocupa por saber si has salido ileso de la experiencia o si has tenido que estar a oscuras en tu habitación en un encierro necesario ahogando gritos y llantos en tu silenciada garganta. Nadie se pregunta por qué tenemos que vivir obligados a ello. Nadie. Una mente saturada en aislamiento sólo es capaz de sentir profunda tristeza, congoja y soledad.

Y mi conclusión es que estoy cansada de la máscara. No puedo más. Llevo tanto tiempo cargando con ella que, cada vez que me la pongo, pesa más y más y yo tengo menos fuerza para llevarla, al mismo tiempo que la impotencia de tener que hacerlo me debilita. Lucho por no tener que colocármela, porque me gusta y enorgullece esa lealtad que tengo hacia mí; pero a veces las circunstancias obligan y me doy cuenta de que cada vez soy capaz de mantenerla durante menos tiempo y el resultado al sacármela es más devastador que las veces anteriores. En ocasiones, incluso antes de quitármela, el cuerpo y la mente me reclaman el alto precio a pagar por usarla. La demanda social es tan cruel y tan ciega que no se da cuenta de que nos obliga a elegir entre dos perjuicios y sufrimientos distintos, pero que no nos deja espacio a un camino de alivio. La sociedad no entiende el autismo: miran fijamente la máscara y les gusta su diseño, se alegran de verlo y celebran poder hacerlo, pero no alcanzan a ver a la persona que hay detrás. La máscara te hace invisible y afligido; no llevarla te sumerge en aguas pantanosas. Sea cual sea el camino que elija en todo momento, el resultado siempre es el mismo: Ya no soporto la máscara.

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