Hace un tiempo estuve viendo una película de animación titulada El Imaginario que trata el tema de los amigos que solamente están en nuestra imaginación. Me puse a reflexionar sobre cómo podría afectar este asunto a una persona autista y he decidido que voy a analizar la cuestión partiendo de mi experiencia personal, habiendo sido una niña que tuvo un amigo imaginario.
Primero de primaria para mí fue un curso bastante marcado por mi diferencia. Apenas recuerdo algunas cosas, pero en mi familia es un curso que se quedó bastante marcado, puesto que el asombro de mi tutor hacia mi diferencia y el cariño que le despertaba por ello eran bastante notorios. Un rasgo muy característico de mi yo de aquel entonces era que no me juntaba con nadie en el patio: me apañaba perfectamente jugando sola y parecía estar la mar de a gusto. Mi tutor había intentado a veces que jugara con compañeros o compañeras de clase, pero no había caso. En mi casa siempre han dicho que yo no echaba de menos el contacto social, que no necesitaba a otras personas y que yo sola me bastaba para entretenerme. Sé que, en parte, esto es cierto: siempre he sido muy independiente y bastante pasota en ocasiones. Sin embargo, también creo que había mucho deseo de tener amistades, pero, al mismo tiempo, mucho desconocimiento sobre cómo lograrlo. Esta es una dualidad muy autista: estar bien a solas, pero a la vez querer tener una red de amistades y no saber cómo hacerla, mantenerla y/o gestionarla. Y esto lo digo precisamente por mi experiencia con mi amigo imaginario.
Justo cuando empecé la primaria, en primero, llegó nuevo un chico llamado Eric. Por alguna razón, siempre llamó mi atención y tenía muchas ganas de ser su amiga. Con el paso del tiempo y un poco de ayuda de mi prima, que era compañera mía de clase en ese entonces, Eric pasó a formar parte de mi vida. No era un amigo como tal, pero estaba ahí, me llevaba bien con él, nos reíamos mucho, lo invitaba a mi cumpleaños y venía, fuimos primos postizos, cuando crecimos un poco teníamos una relación de piques sanos… ¿Por qué os cuento todo esto? Porque mi amigo imaginario se llamaba Eric y justo apareció cuando conocí a mi compañero.
Claramente, la aparición del Eric imaginario tenía que ver con el deseo de acercamiento al Eric real y con la sensación de sentirme sola en la escuela porque no me juntaba con nadie: cuando llega una persona nueva, aunque sabes que no pasará, siempre tienes como una especie de esperanza de conseguir su amistad. Esta creo que es una diferencia con respecto a un amigo imaginario neurotípico: en el caso neurotípico, coincide con que la aparición de un amigo que no existe es por ese sentimiento de soledad no deseada, pero se puede materializar en cualquier momento; en cambio, en la experiencia autista, por lo menos en la mía, hasta que no se manifestó el deseo de relacionarme con alguien en concreto, ese amigo imaginario no apareció.
Y hay otra cuestión. Yo no sé cómo es la experiencia neurotípica en general a este respecto, ni tampoco estoy segura de si un amigo imaginario de una persona autista se manifiesta como sale representado siempre este asunto en la ficción: siendo un amigo que acompaña a la persona a todas partes y que comparte todos sus momentos del día. Si hablo de mí, Eric sólo estaba conmigo en el momento de juego, cuestión que me parece de lo más reveladora. Lo es por la sencilla razón de que demuestra que en mi día a día yo no echaba en falta tener contacto social con mis iguales, sino que sólo me pasaba cuando llegaba ese momento que normalmente se suele compartir con personas coetáneas: el momento de juego.
Lo cierto es que Eric estuvo poco tiempo conmigo, a pesar de que en la escuela no me resultó fácil hacer amigos y fuera del colegio sí que los tenía desde antes de que apareciera. Le pregunté a mi madre, porque estuvimos hablando del tema después de ver la película, pero no supo decirme en qué momento Eric se fue. Supongo que, un buen día, decidiría que no necesitaba a nadie más que a mí misma para jugar a juegos compartidos en casa. Esto lo digo pensando, por ejemplo, en los juegos de mesa, si bien me servía para cualquier tipo de juego de más de una persona.
Desde siempre me han gustado mucho los juegos de mesa, pero mi familia no es muy afín a estos. Así pues, muchas veces tenía que jugar sola. ¿Cómo se juega sola a un juego que requiere de muchos jugadores? Cuando ya no estaba Eric, yo misma era todos los jugadores, aunque les daba nombres como si fueran otras personas para tener una referencia y no liarme. Siendo adulta ya, se lo he contado a algunas personas y hay quien me gasta la broma de: «¡Qué lista! Así ganabas siempre tú». Sí, y también perdía siempre. No tiene nada que ver con eso: era, simple y llanamente, la vía que se me ocurrió para cumplir mi deseo de jugar a juegos de mesa. En una ocasión, una amiga me dijo: «Qué triste suena». Yo no sé si es triste o no, pero a mí me ponía contenta. Era mejor eso que inventarme formas alternativas de jugar a cada juego de mesa, que me valieran para juego en solitario, como había hecho en incontables ocasiones también.
Viendo que las amistades imaginarias surgen de una necesidad de compañía, cuando ya no tienes esa necesidad, este ser desaparece. Yo, como persona autosuficiente e independiente, no necesitaba a nadie en mi vida, así que Eric me duró poco. Pero, ¿sabéis una cosa? Años más tarde, Eric volvió a aparecer.
En su segunda aparición, yo ya tenía diez años, camino de once. Asistí por primera vez y última a un casal de verano. Última porque, como adivinaréis, no lo pasé muy bien. Tuve la mala suerte de que más de la mitad de las personas asistentes eran de un mismo colegio e incluso compañeros y compañeras de clase. Esto no hubiera sido malo si no fuera porque, por un malentendido, una de esas niñas se enemistó conmigo y eso provocó que la mayoría de mi grupo del casal se me pusiera en contra y me acosara. Quienes no participaban de eso, tampoco me invitaban a unirme, así que me vi estando muy sola. Fue entonces cuando Eric volvió, no para cubrir la soledad, sino para sobrellevar una mala época, pues venía cansada de ciertos traumas pasados y no me sentía con fuerzas de sobreponerme yo sola a un golpe más. Eric nunca estaba conmigo en casa, sólo me hacía compañía en el patio del recreo en aquel casal de verano. De nuevo, estaba allí para cubrir una necesidad específica de un momento concreto.
Lo peor de
todo es que, en el año de su primera aparición, Eric no era un nombre muy común
por estos lares, razón añadida a la lista de motivos por los cuales mi
compañero de clase me llamaba la atención: tenía un nombre muy raro. En la
actualidad hay muchísimos niños con ese nombre, pero eso no era así a
principios de los noventa. Uno de mis compañeros del casal se llamaba Eric también, cuestión que me trajo
problemas. Tampoco descarto que fuera precisamente por esa razón que recordara
al Eric imaginario, dada la rareza del nombre, pero creo que, sobre todo, fue porque ese recurso ya me había funcionado en el pasado.
El Eric del casal no era un mal niño, pero al final, sí actuaba a veces influido por el grupo. Nunca habíamos hablado, yo no tenía interés en él, pero no era de los que se metía conmigo, así que convivíamos y no me disgustaba. Un día, me descubrió hablando con el Eric imaginario, porque pensó que me estaba dirigiendo a él, al real. En esa época yo era muy inocente, así que le dije sin vergüenza, con dulzura y una sonrisa en la cara: «Ah, no, perdona. No te estaba hablando a ti, le estaba hablando a él». Allí no había nadie, por supuesto, y yo lo sabía, pero para mí era como un juego. El Eric real se quedó muy confundido, pero no me dijo nada más y yo no interpreté su cara como algo malo. Ese día, estando en el patio, los monitores nos sentaron en fila en el suelo y nos empezaron a explicar una actividad que haríamos. No recuerdo cómo fue el tema ni por qué pasó, pero el Eric real gritó que yo tenía un amigo imaginario. De repente fui el centro de atención de mis compañeros y compañeras, quienes me empezaron a preguntar por el Eric imaginario. De nuevo, yo era muy inocente, así que no interpreté esas preguntas como burlonas, sino como interés genuino. Pensaba de verdad que ese hecho había provocado que esas personas por fin me dieran un lugar en el grupo, así que contesté a sus preguntas de forma sincera. De repente, alguien preguntó: «¿Y cómo se llama?» y, por primera vez con vergüenza por mi compañero, contesté: «Eric…». Ahí ya empecé a ver caras raras que ahora sé que eran de estar aguantándose la risa, hasta hubo alguna burla hacia el Eric real. Por último, me pidieron: «¿Y ahora dónde está? ¡Salúdalo!». Yo sabía que Eric no existía y que no estaba en ninguna parte, pero pensé que el interés de mi grupo merecía una respuesta para acabar de integrarme en él. Me giré un poco, miré hacia atrás y, con la mano y una sonrisa en la cara, saludé a Eric con un: «¡Hola, Eric!». Las risas no se hicieron esperar más. Miré a la monitora y la descubrí observándome, pálida y con cara de póquer. Fue entonces cuando comprendí que lo de Eric era algo que se veía como raro. Ese fue el último día que hablé con el Eric imaginario.
Al final, la conclusión a la que llego es que Eric apareció en mi vida para materializar una ilusión, cumplir un deseo. Luego, años más tarde, como aquella imaginación me había ayudado, volví a recurrir a ella para protegerme de seguir sufriendo. Ya no era por sentirme sola, o no solamente: era para autoconvencerme de que no estaba tan mal, que las cosas en mi vida iban bien. Siempre fui consciente de que Eric no existía: el mío no fue un caso de aquellos que confunden realidad y ficción. Yo no hablaba de Eric ni con Eric ante los demás, sólo hablaba con él en mi habitación o, años más tarde, en un rincón apartado del patio del recreo en el casal de verano. Y no era un razonamiento del estilo: «Tenemos prohibido hablar cuando hay gente» o «Eric, es mejor que no hablemos si hay gente delante», sino más bien: «Ahora ya estoy sola y tranquila, ya puedo sacar a Eric». Siempre supe, desde mi mente hiperlógica, que Eric era un recurso de supervivencia que mis procesos mentales habían creado. Obviamente, no a ese nivel de complejidad, pero reconocía la base de todo y sabía que Eric era sólo parte de mi mundo imaginario.
Aunque Eric desapareció de mi vida con el tiempo, ese afán de tener un amigo imaginario que cumpliera con mi ilusión, evolucionó en la adolescencia y en la edad adulta a su manera.
Cuando era adolescente, había gente de mi entorno que decía de mí que era una persona con mucha necesidad de expresarme, pero con poca capacidad y un gran bloqueo para hacerlo. Quizá, yo más que capacidad, diría espacio. Me sentía poco escuchada porque había temas más importantes que atender y no tenía amistades para compartir mis temas emocionales. Siempre he dicho que mi adolescencia no fue externalizante, yo no fui muy contestona; yo viví mi adolescencia más desde mis adentros, desde mi mundo interior. Por tanto, toda la dimensión emocional era importantísima, pero no tenía a nadie con quien compartirla de verdad.
En esa época soñaba muchísimo despierta y todo el asunto de los amigos imaginarios se transformó en imaginarme a alguien a quien me haría ilusión tener a mi lado y contarle todas las cosas que me pasaban, cómo me había ido el día, qué me preocupaba o, si había algo de mi pasado que me gustaría contarle a esa persona, se lo contaba. Yo sabía que esa persona no estaba allí conmigo, en mi habitación, que era donde normalmente hablaba en voz alta como si hubiera alguien conmigo. Pero me iba bien porque me ayudaba a ordenar mis pensamientos, a relativizar mis emociones y, de nuevo, a cumplir con una ilusión que sabía que iba a ser muy complicada de cumplir. No porque esas personas fueran necesariamente inaccesibles, si bien a veces sí; podían ser personas con las que trataba, aunque no demasiado a menudo, y entonces quedaba un poco raro explicar según qué en la vida real sin forzar la conversación.
Esto en la adolescencia lo hacía mucho por mis habilidades sociales, por mi ilusión de querer acercarme a determinadas personas sin saber cómo, ni si realmente podía o no – a veces eran figuras de autoridad –. Pero, en ocasiones, también lo aplicaba con personas con las que trataba en mi día a día y de manera frecuente. Al final se trataba más de compartir y expresar eligiendo a la persona que en ese momento me hiciera más ilusión que supiera lo que le iba a contar.
Este patrón de conducta lo sigo reproduciendo en la edad adulta, si bien no tan a menudo. Sobre todo, noto que me pasa cuando estoy sola en casa, quizás porque me encuentro en la tranquilidad de saber que nadie me va a escuchar. Represento conversaciones que me gustaría que sucedieran, aun sabiendo que es muy probable que no ocurran nunca, con personas que podría tenerlas, pero con las cuales el tema debe salir y no forzarse. Quizá son personas con las que trato a menudo, pero a las que me gustaría tratar más, entonces empiezo a hablar en voz alta y les cuento cosas sobre mí, sobre mi vida, sobre mi día a día y demás. Todo esto de manera casual, como el que se encuentra con alguien en la calle o queda con esa persona en la cafetería para charlar, con sus muletillas, sus «me acuerdo de un día que…» y sus risas incluidas.
Es literalmente eso: hablar como si tuvieras a alguien al lado, pero sin que esté, y que ese alguien sea conocido por mí, sin importar el tipo de relación que tengamos. Y, para mí, esta es una manera evolucionada de lo que era tener a Eric en mi infancia: ya no juego con nadie porque hay mucho juego autónomo para adultos y, si juego con gente, lo hago con personas reales. Mi carencia principal es la más autista de todas: las relaciones y las interacciones sociales.
Lo noto porque, cuando más reproduzco esta conducta, es cuando llevo mucho tiempo ensimismada, absorbida por la rutina y aislada de mis allegados a excepción de mis padres. Puedo sobrevivir sin ese contacto social, pero, al mismo tiempo, lo echo de menos y, aunque sea muy de vez en cuando, necesito saber que no estoy sola y que hay alguien que se acuerda de que existo o piensa en mí.
Pero esto no debería haber sido así. Ser autista y no saberlo en mi infancia y en una época en la que apenas se conocía nada del autismo, derivó en todo lo que habéis leído en esta entrada y en muchas otras cosas. Si mi padre hubiera sabido de mi autismo y hubiera tenido el apoyo necesario de recursos profesionales, habría entendido que, cuando mi tutor de primero de primaria mostró preocupación porque no me relacionaba con nadie, la respuesta nunca debió ser: «No te preocupes, no tenemos ningún problema en casa. Es que ella es así», sino: «Ella siempre fue así. ¿Es algo que deba preocuparme?», por ejemplo; y mi tutor, tal vez, no habría achacado mi conducta a problemas matrimoniales, sino a lo que verdaderamente fue: autismo. Entonces, a lo mejor, incluso si hubiera tenido la necesidad de crear al Eric imaginario y rescatarlo más tarde como ya pasó, aquello se hubiera podido gestionar mejor en la adolescencia. Lo de hablar sola como si tuviera a alguien al lado seguramente sí que lo seguiría haciendo, porque me consta que es una conducta que muchas personas autistas también reproducen. Si a pesar de tener el diagnóstico me hubiera visto sola, entonces sí que creo que esto hubiera sucedido; si el hecho de haber tenido el diagnóstico hubiera ayudado a tener un círculo de amistades sano, entonces tal vez no lo habría hecho nunca.
Eso no lo
sabremos, pero lo que está claro es que el desconocimiento no ayuda, que la
intervención se tiene que hacer exhaustiva cuando sea necesaria y que la conciencia y el apoyo son fundamentales para enriquecer la convivencia entre personas autistas y neurotípicas y para ahorrar ciertos sufrimientos innecesarios a las personas que se salen de los cánones establecidos. Yo estaba marginada, no solamente por mí, sino porque esa diferencia que apreciaban las personas adultas, también se percibía por los infantes de algún modo y les resultaba desagradable, incluso a veces manifestada sin filtro. La falta de comprensión por parte de la sociedad hizo de mis tenues habilidades sociales para relacionarme con el resto una montaña de un grano de arena y creó a Eric en mi vida, cuando, en realidad, con un poco de ayuda hubiera bastado para no sentirme tan mal. En algún momento me gustaría vivir en un mundo en el que, ni a infantes neurotípicos ni a infantes autistas, nos hiciera falta tener a algún Eric a nuestro lado para sobrellevar nuestra existencia ni, una vez crecemos, vivir de la ilusión de conversaciones que jamás ocurrirán con personas con las que fantaseamos profundizar en nuestros vínculos y con las que, probablemente, no tendremos demasiado éxito en algunos casos tratando de alcanzar dicho objetivo.
Comentarios
Publicar un comentario