Aprovechando
que el mes de mayo empieza con el Día del Trabajador, quiero contaros mi
experiencia autista en relación al trabajo. La dividiré en tres entradas, porque la historia es larga y se distinguen tres etapas importantes para poder facilitar la lectura.
La sensación que tengo de mi yo adolescente es que era una persona demasiado madura para algunas cosas porque estuve obligada a crecer demasiado deprisa por mis circunstancias, pero para otras me seguía sintiendo muy niña. Esas otras cosas eran las que los adolescentes de mi edad empezaban a asumir como propias del momento y, una de ellas, alcanzados los dieciséis, era conseguir el primer trabajo.
Hay personas autistas que necesitan acompañamiento en la transición de la infancia a la edad adulta y creo que yo fui una de ellas, pero, al no tener diagnóstico, tuve que buscarme la vida sola, como siempre. Desde pequeña yo ya sabía que de mayor tendría que trabajar, pero mis padres tenían una empresa en la industria textil y me conformaba con llevar yo la tienda cuando llegara el momento, incluso si tenía mis sueños profesionales en mente a la par. Sin embargo, pocos años antes de que tuviera edad para trabajar, la empresa de mis padres se fue a pique y, con ella, mi seguridad. De repente, tendría que aprender a gestionar lo de la búsqueda de empleo. Tercero de secundaria fue un año cargado de miedos que reflejé en un poema para Sant Jordi con el que gané el primer premio. Ahora cuando lo leo se me encoge el corazón y escapa a mi entendimiento cómo nadie se daba cuenta del miedo que estaba sintiendo por la llegada a la vida adulta. Un miedo que me convertiría en una persona adulta cuyos temores se tornaron adultos, se agravaron por ser autista y se gestionaron mal por no tener diagnóstico. La consecuencia de todo ello me duró hasta pisada la treintena.
Mi primer empleo llegó antes de los dieciséis, aunque era el año que los cumpliría –soy de diciembre–. Entré a trabajar en verano en una empresa de mensajería donde había ido a parar mi padre tras la quiebra. El primer contacto con la que sería mi jefa fue una charla informal que yo recuerdo haber vivido angustiada, moviendo la silla giratoria donde estaba sentada, sin hacer apenas contacto visual y con expresiones faciales que denotaban una excesiva vergüenza, casi diría como un comportamiento infantil. Como era ella la interesada en llevarme a trabajar, en el fondo aquella charla era sólo para conocernos, así que lo que sucediera tampoco era tan importante.
Con la distancia y la experiencia que otorgan los años, una se da cuenta de los errores que cometió en su camino. Yo, al ser todavía infantil en el sentido de no estar preparada para lanzarme al mundo laboral, tuve actitudes que se correspondían con ese sentir. A eso se le sumaba que no estaba acostumbrada a que un entorno laboral se manejara con sus propias reglas: había vivido lo que era ayudar a mis padres en el negocio, así que tenía cierta libertad, pero trabajar por cuenta ajena es otra cosa y no pude ni intuirlo, así que, desde mi inocencia, me tomaba ciertas licencias que no debía, pero sin mala intención.
Tuve la fortuna de contar con un encargado maravilloso que me enseñó el oficio, pero con él también empecé a comprender que había normas sociales que escapaban a mi juicio. A veces, yo hacía algunas cosas pensando que serían socialmente bien recibidas porque se las estaba copiando a otra persona que lo hizo antes que yo y a la que nadie le dijo nada; pero, en cambio, a mí sí que me llamaban la atención, quizá por un juego de roles o jerarquías: a muchas personas autistas nos cuesta eso de entender estos sistemas y se nos desdibujan mucho en la mente. Una vez, me fui enfadada a casa porque mi jefa me había hecho levantarme de la silla para que le llevara un papel a mi compañera de al lado y me pareció una orden absurda: Si mi compañera estaba a mi lado, ¿Por qué no la llamó a ella directamente? No me importaría si mi compañera hubiera estado más lejos: no era una cuestión de que no quisiera moverme. Pero es que estaba a mi lado y, para mí, no tenía ningún sentido que interrumpiera mis tareas para eso. Esto me pasa desde pequeña, pero no llevo nada bien las órdenes absurdas, esas que están fuera de lógica, al menos para mí. Tampoco mi jefa recibió bien que yo una vez me sentara en una butaca y casi me quedara dormida. Para mi yo de aquel entonces, lo mejor que podía hacer cuando llevaba tiempo sin haber trabajo para mí, era pasar las horas muertas sin estorbar a nadie, a la espera de que algo me llegara. Pero ahora sé que, aun así, la compostura se tiene que guardar y la actitud tiene que ser algo diferente.
Cuando me tocaba hacer tareas en el ordenador, a mí nadie me dijo que no podía comportarme como cuando hacía los deberes del instituto en casa. Sí, las personas autistas necesitamos explicación para todo o casi todo, cosa que no tuve. Así pues, estuve trabajando mientras chateaba con gente por Windows Messenger, tal como hacía cuando estudiaba. No me llamaron nunca la atención por ello –mi jefa lo sabía, lo hacía delante de ella porque no me escondía al creer que no había nada de malo en hacerlo–, probablemente porque sacaba adelante el trabajo que me daban y lo hacía bien. Ahora sé que, a pesar de todo, esto seguramente estaba mal visto.
Mis tareas fueron varias en ese trabajo, así que a veces estaba trabajando con mi jefa, a veces con el encargado y a veces con el sector administrativo o de secretariado. En este último sector me relacionaba con dos mujeres y con un hombre. Eran tres personas jóvenes, pero me superaban bastante en edad. Con el hombre comprendí que mi forma de expresarme a veces no se ajustaba a la del resto, en un momento de conversación personal en el que le expliqué una anécdota que interpretó mal, casi al revés, por esas inferencias y lecturas entre líneas que la gente tiende a incorporar cuando, en realidad, la comunicación autista suele ser más bien directa. Con las mujeres tuve un trato cordial, no me llevaba mal, pero ahora sé que no me veían como a una igual. De hecho, una de ellas casi tenía una actitud protectora conmigo: recuerdo que le pedí con ansiedad que no me dejara atender al teléfono –desconocía si eso entraba en mis funciones, pero por si acaso– y me dijo que me relajara y que no lo descolgara nunca.
Independientemente de mis funciones, siempre estaba en contacto con los mensajeros que salían a repartir, mi padre entre ellos. Les ayudaba cuando llegaban porque era el momento de hacer mi parte con el encargado, así que la interacción social era evidente. Todos ellos eran hombres, el más joven me doblaba la edad. Aun así, yo los trataba como a iguales y, como yo siempre he tenido una socialización muy masculina, no me costaba mucho entrar en la dinámica que se traían. Pero solamente yo lo veía así: para ellos ni siquiera era una compañera, sino que era una niña o la hija de. Es más: cuando trataba de entrar en ese ciclo de bromas entre hombres y hacía yo algún comentario por el estilo, mi padre negaba con la cabeza en señal de desagrado y desaprobación. Eso me hacía sentir mal, porque veía que no le parecía bien, pero, para mí, yo no estaba haciendo nada malo. Supongo que, por contexto, se vería inadecuado, pero a día de hoy sigo sin entenderlo. Una autista renegando de los estereotipos y roles de género no es nada raro tampoco.
Inocente de mí, cuando cobré ochenta euros a final de mes, fui la persona más feliz del mundo. Lo iba gritando a los cuatro vientos: mis padres nunca habían podido darme una paga, así que, esa cantidad para mi yo de aquel entonces era una fortuna. Años más tarde comprendí por qué mi padre me regañó y me dijo que esas cosas no se decían a la ligera: ochenta euros por un mes de trabajo a jornada completa, aun si pasé muchas horas muertas, no era en absoluto normal. Y aún tengo que dar las gracias, porque hace algún tiempo atrás me enteré de que el trato que hizo mi padre con la jefa a mis espaldas fue de no cobrar nada.
Gracias a un seminario de fin de semana al que asistí durante bachillerato, aprendí bases de traducción y subtitulado. Era una actividad que me gustaba mucho, así que decidí que podría ir adquiriendo experiencia de esa manera: el contacto con las personas no era directo y la verdad es que me llegaba gente por difusión boca a boca. Lo cuento como experiencia profesional porque adquirí unas competencias, pero no fue una actividad económica: no me lucraba con ello, era casi como una afición o parte de una cadena de favores.
Cuando tenía diecinueve años estaba en la facultad estudiando primero de la licenciatura. En aquella época quise marcharme de casa por unos temas personales y fue la primera vez que busqué trabajo por mi cuenta. En esos tiempos todavía se entregaban los currículums en mano, pero ya empezaba a haber ofertas por internet. A mí no me daba miedo trabajar y sentía que la entrevista de trabajo tampoco: a mí lo que me aterraba muy en serio era tener que ir de establecimiento en establecimiento pidiendo que me permitieran dejar el currículum, porque no podía prever cómo serían las personas que me atenderían, ni físicamente, ni en el trato. Me daba tanta ansiedad sólo de pensarlo, que no llegué a hacerlo: me limité a hacer búsqueda por internet en esa época de crisis económica en la que solamente unas pocas personas lograban un empleo. Para colmo, tenía que ser en media jornada de tarde porque estaba estudiando y todos los que había de media jornada eran por la mañana.
Por supuesto, no lo conseguí. A final de curso dejé la carrera por varias razones y llegó un tiempo de reclusión y aislamiento en el que me sentía perdida y necesitaba encontrarme. Los tres años siguientes los pasé estudiando teatro y haciendo un voluntariado para ocupar mi tiempo. Ni se me pasó por la cabeza lo de buscar trabajo, no porque rechazara la idea, sino porque directamente ni se me ocurrió. Recuerdo cuando me lo mencionaron en casa pasados los tres años, que decidieron preguntarme por qué no había buscado trabajo en ese tiempo. Como respuesta hallaron una reacción de sorpresa y un: «Pues es verdad, no había caído en eso». En la actualidad pienso que perdí tres años preciosos en los que tenía una buena edad para encontrar trabajo y ganar experiencia para el futuro, pero no me juzgo por ni siquiera pensar en esa posibilidad: cuando cargas con tantos miedos y tienes que superarlos a solas, cada uno hace lo que puede. Y yo necesitaba sanar de muchas otras experiencias traumáticas de mi vida. Fueron tres años en los que tuve que aguantar que parte de la familia me juzgara por vaga, parásito, inútil, etc., ese tipo de cuestiones que no ayudaban lo más mínimo a salir del escollo.
En esos tres años, mi tío montó una cafetería en pleno centro de la ciudad, un proyecto que tuvo mucho éxito. Ya os hablé de esta experiencia en otra entrada, pero voy a contar cuestiones más concretas. Él sabía que yo nunca había ejercido de camarera y, aun así, quiso contar conmigo. El día anterior a su llamada imprevista, yo había estado todo el día en el Salón del Manga, me había bajado la regla, me acosté muy de madrugada charlando con amistades. Como adivinaréis, no tenía mi mejor cuerpo, menos para atender un imprevisto de tamaña envergadura, y no tener la batería a tope desde el inicio a las personas autistas nos afecta muchísimo, pero quise bajar a ayudarlo y aprender el oficio: me hacía muchísima ilusión y a lo mejor era la vía que yo necesitaba para engancharme al fin a la rueda laboral porque, como decía, a mí lo que me angustiaba no era trabajar, sino socializar para encontrar trabajo.
Mi tío no resultó ser un buen jefe. Me explicó dónde estaba cada cosa y pretendía que lo supiera todo en menos de cinco minutos: me penalizaba bastante los errores. Recibir muchas instrucciones a la vez, a nuestra mente autista no le sienta nada bien, pero es que no se puede memorizar toda la información de gestión de una cafetería en ese tiempo, por más neurotípico que seas, yo creo. Había tazas que estaban tan arriba que yo, que soy bastante bajita, no las alcanzaba, pero mi tío me negaba esa imposibilidad. Estuve todo el primer día fregando y ordenando vajilla y cubertería, mientras ponía oído en la barra desde la distancia porque a ratos venía mi tío a preguntarme qué había pedido este o aquel cliente para ponerme a prueba, como si no tuviera suficiente estrés encima. Las personas autistas no estamos programadas para la multitarea debido a nuestro procesamiento secuencial, por lo que obligarnos a estar en varios temas a la vez produce un declive de eficiencia. Me echó la bronca porque estaba fregando plato a plato con esmero y no estaba utilizando el lavavajillas: yo nunca había visto un lavavajillas, no sabía cómo era, así que aquel armatoste para mí era solamente un mueble más, pero es que tampoco habría sabido utilizarlo. Las cosas se tienen que explicar, no darlas por hecho, porque luego pasa lo que pasa. Que me echara la bronca por fregar bien los platos me pareció muy injusto y ya sabemos cómo llevamos las personas autistas las injusticias. El problema es que me tuve que callar, porque algo que me pasa es que, cuando a la otra persona me une un vínculo más allá de la relación laboral, me cuesta mucho decirle cuatro cosas bien dichas, así el bloqueo involuntario me carcoma por dentro. Yo sólo podía pensar que era mi tío y que confrontarme con él podía conllevar un problema familiar, así que fui tragando y tragando… Hasta que vino a gritarme que estaba dando mala imagen por tener la espalda encorvada –estaba fregando platos, así que no estaba visible al público, pero es que, además, tengo escoliosis–. Me harté, le grité que tengo escoliosis, me negó el diagnóstico, le dije que le podía enseñar el diagnóstico cuando quisiera y me eché a llorar porque ya no pude soportar más la ansiedad contenida. Me sentí ridícula llorando en mi potencial nuevo puesto de trabajo, sentí que estaba siendo pueril porque eso es lo que me habían enseñado. Y encima estaba llorando delante de un compañero al que mi tío le pidió disculpas como si yo lo estuviera avergonzando. Pues, aun así, mis ganas de crecer y madurar laboralmente eran tan fuertes que me pidió ese mismo día que bajara al día siguiente y así lo hice. Cuando llegué, había otro compañero y me dijo que no me esperaba y que mi tío no le había avisado. Lo llamó y mi tío le dijo que me volviera para casa porque él no me había dicho que bajara. Esa fue la guinda para decidir que ya no iría a trabajar más con él. Y no fue poca cosa: la experiencia nos valió varios meses sin hablarnos.
Es la primera vez que voy a confesar esto, pero lo sentí como un fracaso enorme y sí, aunque me duela, me percibí como una cría: a mí me habían educado para aguantar todo lo que tuviera que aguantar en el trabajo, «porque el mundo laboral es cruel y tus jefes te van a tratar mal siempre», pero yo no lo pude soportar y sé que en mi casa se percibió como señal de inmadurez. Me dio la sensación de que, especialmente mi padre, se sentía decepcionado. Es decir, él me apoyó y hasta fue a hablar con mi tío, su hermano. Pero su expresión facial me decía que estaba preocupado por mí, como si no me viera preparada para la vida. Fue tras esta experiencia que empecé a sentir frustración y empecé a asumir que el problema era mío.
En mi último año de teatro fue cuando experimenté aquel cuadro depresivo por culpa de no poder ver más allá de una nube oscura que se cernía sobre mi futuro. Aquello no fue poca cosa: no experimenté ideación suicida como tal, pero sí pensaba que estaría mejor muerta o que sería bueno entregarme a prácticas poco saludables sólo para no pensar. Sin embargo, también fue cuando mi amigo Víctor me ofreció trabajar en su editorial. Para entonces, yo ya había desarrollado inseguridad en el ámbito laboral, así que me asusté y le dije que no tenía formación en ese ámbito, pero le dio igual: él confiaba en mí y en mis capacidades y no creía que hubiera nadie mejor para el puesto. Se lo agradecí muchísimo porque, a pesar de que tampoco cobré por ello debido a que la editorial estaba en pleno desarrollo, me dio una motivación para salir adelante. Me nombró editora en jefe, estuve dirigiendo a un equipo pequeño de editores porque se me daba bien dirigir y organizar y mi amigo lo sabía. La experiencia duró lo que duró, pero al menos me sirvió para adquirir otras competencias.
Y entonces fue cuando decidí reengancharme a los estudios cursando un grado superior. Si os tengo que ser sincera, fue un intento desesperado por abrirme una puerta, pero también por huir del momento más bien cercano de buscar empleo. Recuerdo pensar con alivio que no pensaría en el mundo laboral durante dos años y que podía quedarme tranquila: en mi casa nunca nos sobró el dinero, pero mis padres saben que necesito focalizar y siempre se han preocupado de que, al estudiar, me centrara en los estudios, tema por el cual les estaré agradecida toda la vida. Cuando hallé la motivación para volver a la universidad, el hecho de pensar que podría estarme cuatro años más sin pensar en el tema también me tranquilizó, aunque sólo a medias: también me angustiaba porque empezaba a sentirme mayor y mi responsabilidad como hija me impedía sentirme bien en casa sin aportar económicamente. Lo bueno de encarar la universidad es que ya lo hice con otra perspectiva: tenía la esperanza de que en esos cuatro años se me pasaran los miedos y al graduarme no tuviera problemas en buscar trabajo.
Más o menos fue así, salvo por un pequeño detalle: después de graduarme, las cosas habían cambiado tanto, que ahora la mayoría solamente aceptaba currículums por correo. Para mí eso supuso un alivio y envié infinidad de correos postulándome a diferentes empleos sin ningún problema. Pero entonces me percaté de que todos estos años había estado equivocada: la entrevista de trabajo no me preocupaba porque, en el fondo, ni siquiera podía imaginarme la posibilidad de que una persona como yo llegara a ese paso, por lo que, al superar el escalón del currículum y despejar por fin mi mente sobre ese tema, descubrí ese otro miedo.
Me percaté de ello cuando me enviaron un SMS del ayuntamiento citándome porque querían hablar conmigo de algún tipo de empleo. Así, sin concretar, ni especificar nada. Me presenté a la cita y vi que habían convocado a un montón de personas más. Nos dieron una charla exponiendo las razones de todo aquello y al final lo entendí: estaban buscando a gente joven que todavía no tuviera experiencia laboral demostrable, pero sí estudios en alguno de los ámbitos de su convocatoria. La mía era de educación infantil. Nos explicaron que buscaban personas para trabajar en un jardín de infancia bajo supervisión de un profesional del centro que nos iba a tutorizar. Cobraríamos poco, pero al menos entraríamos en la rueda. El empleo duraría seis meses y tampoco se nos garantizaba entrar, porque había allí una persona que nos haría una entrevista y seleccionaría a los postulantes que más le gustaran.
Tanta información de golpe y tan inesperada, pensar en la socialización con una persona desconocida que encima me estaría evaluando, me angustió y me saturó. Noté cómo mi cuerpo se echaba a temblar y me entraban ganas de llorar. Sólo quería huir de esa situación como fuera, quería salir corriendo. Solamente hizo falta que nos llamaran para ir apuntándonos en una lista o tachándonos si no nos interesaba: cuando llegué a la mesa con aquella mujer, le dije, con la voz temblorosa y aguantándome las ganas de llorar, que estaba esperando la respuesta de entrar en un máster o no y que no sabía si podría acudir al trabajo. Me dijo que entonces era mejor tacharme de la lista. Sí, le mentí. No estaba esperando nada, pero fue la excusa que se me ocurrió, porque en algunos ámbitos la sociedad no suele ser comprensiva con la ansiedad. Ese día mentí a todo el mundo: en aquella misma sala me encontré a una excompañera mía de teatro y le dije que si veía a mis padres no les dijera nada sobre lo del máster, porque aún no les había dicho que me había apuntado para hacerlo. A mis padres les dije que no querían a gente con la carrera y que por eso me habían desestimado: no fue una mentira como tal, sino una verdad a medias, puesto que era cierto que buscaban a gente con la titulación del grado superior, pero les daba igual si tenías la carrera o no porque, sencillamente, no la iban a tener en cuenta.
Cuando llegué a mi casa no había nadie. Me pasé un montón de rato llorando, sintiéndome culpable: una vez que se pasa la ansiedad, te das cuenta de que no era tan grave, lo relativizas y dimensionas adecuadamente. Me sentí mal conmigo misma por haber desaprovechado una oportunidad así porque sí y empezó a engullirme la sensación de que acababa de tirar por la borda la única posibilidad de trabajar que tenía. Por suerte, conté con amistades muy buenas que me tranquilizaron y me hicieron ver que cada persona tiene sus propios tiempos y que tenía que respetar los míos. Hablando, volvimos a ser críticos: si la ansiedad fuera bien acogida y alguien me hubiera atendido, quizás al relajarme hubiera podido encarar la situación e incluso demostrar que aquel percance no hubiera sido cortapisa para conseguir el trabajo. Pero, al final, la realidad fue la que fue.
Como quedarme en casa no ayudaba lo más mínimo, decidí que tenía que ponerme a estudiar, así que entré en los cursos de inglés del paro. Al poco tiempo de terminar el B2, me habló la jefa del voluntariado en el que estuve y me dijo que había una fundación que estaba buscando personal para unas clases de refuerzo a adolescentes recién llegados. Me instó a que llevara el currículum personalmente y a que dijera que iba de su parte. Así lo hice. El día que fui a llevarlo, iba de paseo con mis padres, así que, aunque se quedaron a una distancia prudencial, me sentía en la obligación de ocultar que estaba muerta de miedo. Cuando llamé a la puerta, le dije al señor que me abrió, apenas con un hilillo de voz y temblando mucho por dentro, que venía a dejarle mi currículum y que llegaba de parte de mi jefa del voluntariado. Me dio las gracias con una sonrisa, le sonreí y nos despedimos. Lo pasé mal, pero me di cuenta de que ese momento no era tan grave como me imaginaba. Ojalá lo hubiera enfrentado con dieciséis años, ojalá hubiera sabido gestionar bien la intensa emoción del miedo –es la emoción que peor gestiono en esta vida, junto con la rabia–. Ojalá hubiera tenido un diagnóstico que hubiera demostrado que el problema no era yo, sino mi conciencia de diferencia y de contar con unas habilidades sociales distintas.
Algunas personas ya saben mi historia con aquella fundación y tampoco me voy a parar a dar detalles, porque es una historia muy larga. Se puede resumir en que estuvimos semanas mareando bastante la perdiz, moviéndome yo entre la confusión, la esperanza, la presión familiar, mis amistades tratando de abrirme los ojos y demás, cayendo en las redes de esa gente hasta que pude ver la luz y, el día antes de entrar a trabajar, me despacharon tras una llamada en la que aguanté durante un rato que me pusieran de vuelta y media. Resistí mucho por mi jefa de voluntariado, por no dejarla mal. Pero me alegré de no haber entrado allí, porque a saber si tal vez estaría pagando todavía alguna deuda muy cuantiosa con la Agencia Tributaria por culpa de ese empleo de condiciones tramposas. Aquí creo que jugaron sus cartas la empatía y la necesidad de complacencia, sobre todo, pero también la inexperiencia y la falta de asertividad para enfrentar a la sociedad en el ámbito laboral.
Otra vez volvía a estar en la casilla de salida y me volvía a abrazar la desesperanza. Poco tiempo después empecé el C1 de inglés y, a las pocas semanas de iniciar el curso, llegó el coronavirus. A mí, como a mucha gente, me obligó a parar. Un día, en la azotea tuve una conversación con mi madre y le confesé que estaba angustiada por mi futuro laboral. A fin de cuentas, tenía veintinueve años, no había cotizado nunca y empezaba a sentir la urgencia de hacerlo, pero me sentía atrapada, incapaz de salir de aquella situación y, para colmo, el confinamiento indefinido me frenó el poco impulso que pudiera tener. Ella me tranquilizó y eso me hizo tomarme las cosas con más calma. Me deshice de toda culpa que pudiera sentir y eso fue lo que más me ayudó a posteriori. Tras el confinamiento, acabé el curso del C1, me presenté al examen oficial y seguí mandando currículums tras aprobarlo. Ahí mi futuro me arrojaba un poco de luz cuando, después de casi dos años, me empezaron a llamar para entrevistas.
La primera entrevista fue para una academia de idiomas prestigiosa a nivel internacional. Me llamó por teléfono una mujer argentina hablándome en castellano, así que sentí de entrada una buena vibra, porque ya sabéis que Argentina es uno de mis intereses autistas. Pero como nunca antes había tenido una entrevista de trabajo, no sabía lo que tenía que hacer, lo que me iba a encontrar… lo máximo que pude hacer fue buscar a aquella mujer por internet, para al menos ponerle cara y contar con alguna pequeña certeza y anticipación. Lo malo es que vi que era estudiante egresada de Oxford y eso sobredimensionó la seriedad del asunto.
El día de la entrevista, antes de salir de casa, estuve vomitando en el lavabo por la ansiedad. Pero, una vez lo hube hecho, me relajé y fui decidida hacia el lugar. No me había preparado nada porque no sabía qué me tenía que preparar, así que pensé en ser yo misma y ser sincera, sin más. Me habló la mujer argentina, pero esta vez lo hizo en inglés, cosa que me descolocó. Era completamente lógico: el puesto era para profesorado de inglés, pero a mí ni se me había ocurrido pensarlo. Eso me puso un poco nerviosa y cometí algunos errores en mi inglés oral, fruto de mis nervios del momento. Se le sumó el hecho de que en esa época había pocas existencias de mascarillas y solamente pude llevar una que me venía enorme y se me caía todo el rato. Pero tanto ella como su compañera me ayudaron, fueron muy amables y les conté que era mi primera entrevista. Hasta nos reímos varias veces. Me descartaron por falta de experiencia, pero agradecí tener una primera vivencia agradable. En esa entrevista aprendí que los empleadores de mi sector no son enemigos, se supone que no van a hacer daño.
Esto me sirvió para ir con más seguridad a las otras tres que me esperaban. En todas cometí algún que otro error del que ahora soy consciente, pero no eran tan penalizables como para perder el empleo por ello. Si no me lo dieron, definitivamente fue por otras razones. De hecho, en uno de los casos sé que no obtuve el puesto por culpa de la falta de alumnado en la que había derivado el coronavirus. Pero tras esas cuatro experiencias, una reflexión que pude hacer fue que es muy necesario acompañar a las personas autistas en todo este proceso y que las empresas también lo tengan en cuenta. Yo no tenía el diagnóstico aún, pero es que de verdad que hay ciertas cosas que deberían cambiar. Se me hizo muy duro no saber lo que me iban a preguntar, improvisar mis respuestas con un discurso elaborado y organizado, atendiendo a unas expectativas que tenía que deducir y encima tener que estar más pendiente de mi propia expresión corporal que otra cosa, por ejemplo. También es que hay muchos prejuicios en torno al autismo y, aunque nadie lo supiera, hay ciertas cuestiones que se perciben y que juegan en contra.
Como no obtuve ningún empleo, sólo pude seguir mirando por mi formación. En la Cámara de Comercio ofrecían un curso de iniciación al alemán y me apunté. El último día nos vino a ver el director, un alemán de aquellos rectos, que venía a interactuar en alemán para comprobar qué habíamos aprendido. Cuando llegó a mí y se enteró de que era educadora de infantil, me dijo que tal vez tenía un trabajo para mí. Me pidió que le mandara mi currículum y una carta de motivación, ambas en alemán. El nivel mínimo para trabajar allí es de un B1 y yo estaba en un A2, pero según mi profesor, mi nivel era muy bueno, iba avanzada a los demás, casi llegaba al requisito y él me ayudaría a aprender el par de cosas que me quedaban para alcanzar el nivel si eso me ayudaba. Me animé: siempre había querido irme fuera, este país no me gustaba y aquí no estaba teniendo suerte, así que, a pesar de esa sensación de vértigo que te da cuando te plantean una propuesta repentina y que supone un cambio brutal en tu vida, me puse a redactar todo en alemán. En un alemán más que inventado, seguramente, pero con mi poco nivel hice lo que pude. Me mataba por dentro la ansiedad, pero yo, a pesar de ser muy asustadiza, también he sido siempre muy valiente y me he dicho miles de veces que me atrevo con todo; muerta de miedo, pero hacia adelante. Porque a pesar de haber tenido mis momentos de flaqueza, tengo claro que hay que avanzar y atreverse a todo en esta vida, por más miedo que tengas. Como sabréis porque no estoy en Alemania, no salió: la empresa alemana se echó para atrás y paralizó la búsqueda de personal por el coronavirus.
Y hasta aquí la primera parte de esta historia. En la próxima veremos mi entrada en las listas de la educación pública y toda mi experiencia como docente.
Podéis leer la segunda parte aquí.
Podéis leer la tercera y última parte aquí.
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