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Experiencia laboral: Mi camino a través de la docencia

Esta es la segunda parte de la historia de mi experiencia laboral. Si no has leído la primera, te aconsejo que lo hagas para poder situarte. Puedes leerla en Experiencia laboral: De los inicios hasta el último trabajo frustrado. Seguimos.

Sobre esas mismas fechas abrieron las listas de personal docente para trabajar en la pública y entré, aunque aún no sé ni cómo, porque la burocracia para muchas personas autistas supone un gran desafío y, cuando hay alguna cuestión que no va bien, todo se nos hace un mundo. A mí me pasó, tuve problemas para validar algunos documentos y, cuando pedí ayuda a la persona que se suponía que estaba allí para esas cuestiones, me dijo que me buscara la vida, que ella no me iba a ayudar aun si dependía de ello que pudiera trabajar o no. Como digo, no recuerdo ni cómo lo hice, pero lo logré: acabé dentro de las listas por los pelos. Y, a pesar de que no tenía muchas esperanzas de que pasara, me llamaron pronto. Me contactaron justo al poco tiempo de terminar el curso de alemán. Desconocía por completo el funcionamiento de la bolsa de empleo docente, así que recibir un correo electrónico un día de repente, avisándome de la adjudicación de una suplencia para incorporarme al día siguiente, me mató. Y saber que tendría que mover ciertos papeles por ser la primera vez, me terminó de rematar. Recuerdo ir a buscar refugio en mi amiga Maira, que había empezado hacía un tiempo atrás, para pedirle consejo y orientación: ¿Qué tenía que hacer en estos casos? ¿Qué hizo ella? ¿Cómo lo gestionó todo? La agobié a preguntas y después le pedí disculpas porque se comió todo mi buen episodio de ansiedad. Y es que las cosas de hoy para mañana no son buenas amigas con las personas autistas, al menos en mi caso: yo necesito un rango algo mayor de anticipación para la mayoría de cuestiones, así que lo de la bolsa de personal docente siempre sería un sobresalto constante.

Aquella tarde llamé al colegio. Hablé con la directora, que me explicó que iba a ser tutora de un primero de primaria y que, de todos los primeros, iba a ser la especialista de inglés. Me dijo que en mi clase había un niño con actitudes desafiantes y escapistas, con diagnóstico de TDAH, y que, si necesitaba ayuda, lo dijera. Me dio muy buenas sensaciones. De repente, mi chip cambió por completo y fui con una confianza absoluta a trabajar, sintiéndome inmune a todo. Pero allí viví todo lo que a mí me agobia como autista: la incertidumbre, la falta de información, la incomprensión, el tener que tomar decisiones cuando no tienes todo lo que necesitas, con la consecuencia de equivocarte.

Me enseñó el colegio una de mis paralelas –tenía dos–. Cuando llegamos a mi aula, me mostró los materiales que tendría que usar para aquella primera clase que, para colmo, era de matemáticas –ni se me dan bien ni soy capaz de entender la forma particular en la que se enseñan en la actualidad–. Al final me dejó sus materiales después de soltarme el siguiente comentario: «Es que mi compañera es un desastre. Pues a mí me gusta tenerlo todo ordenado por colores y números. Soy un poquito asperger en eso». Toma ya. La primera en la frente. Menos mal que llevábamos mascarilla.

Cualquier persona sin instrucciones, sin información y sin recursos se sentiría mal trabajando. Imaginaos lo que es para una persona autista y su necesidad de certezas para actuar. No me permitieron hablar en ningún momento con la tutora del grupo, eran ellas las intermediarias. En esos días pasaron varias cosas, como que me dejaran las fichas de lo que tenía que hacer encima de la mesa sin explicación alguna, pero no poder acudir a nadie para preguntar porque no podía dejar sola la clase, con lo cual, me inventaba las actividades. En una ocasión, preparé todos los ordenadores en el aula porque se suponía que tocaba Innovamat y me habían contado que se hacía con eso –yo ni había oído hablar de ello porque un recurso tan específico en la carrera no se aprende–. Pues tuve que subir a los niños y que cada uno cargara con su ordenador hasta el mueble donde se guardaban. Resulta que hay actividades de Innovamat que sí se hacen con ordenador, pero otras no; la que nos tocaba no iba con ordenador y tampoco la pudimos hacer adecuadamente porque se hacía con vídeos sacados de un CD del que tampoco disponía y que no me facilitaron. Hicimos la actividad, porque eso es lo que estaba programado y no iba a ser la autista la que cambiase eso o la que tomara la iniciativa con una propuesta de cosecha propia, pero me inventé un poco el funcionamiento, porque no me quedó otra.

Entre eso, el que mi paralela la «poquito asperger» me gritara como si fuera una de sus alumnas y el que me marginaran a la hora de comer y tuviera que comer sola mientras ellas al lado hablaban bajito en secreto, no fue una buena experiencia. Me hace gracia que las personas autistas seamos las que tenemos fama de tener dificultades en la comunicación, la socialización y la empatía. Aunque, sin duda, lo que peor llevé fue gestionar lo del niño neurodivergente que me contaron: se escapaba cada dos por tres de la clase porque no me dejaban cerrar las puertas y me tocaba salir corriendo detrás de él. La directora y la secretaria, que eran las majas de allí, subían cuando podían a darme apoyo. En una de esas, la secretaria me habló del niño preguntándome si lo medicaban, a lo que respondí que no. «Se nota», dijo. ¿Se nota el qué, señora? Que es un niño de seis años al que le han truncado la rutina cuando es lo que más necesita, por favor. Normal que estuviera sobrepasado. Recuerdo que la jefa de estudios, que me tenía ojeriza, me propuso llamar a la tutora y me pareció genial. No me dejó hablar con ella y, cuando colgó, me dijo: «Dice que haga la tortuga, que ya sabrás tú lo que es». Obviamente, no lo sabía y así se lo hice saber a la jefa de estudios. ¿Su respuesta? «Pues pregúntale al niño, que él sí lo sabrá». Claro, era más razonable preguntarle a un niño de seis años sobrepasado y que te amenazaba con liarse a puñetazos con todo el mundo que haberme dejado hablar con la tutora para que me lo explicara ella bien (nótese la ironía).

La primera tarde de la sustitución, ese niño tuvo un impulso contra otro niño que no paraba de molestarlo y este segundo acabó rasguñado en la frente. Resultó que era hijo de una de esas madres, ya me entendéis. Al día siguiente, me tocó lidiar con sus gritos y su condescendencia del «sé que eres nueva, pero…». El segundo mediodía fui al despacho de la jefa de estudios a pedirle que me explicara una tarea y ahí recibí una bronca monumental en la que me echó en cara que tenían mucho trabajo y que no podían estar pendientes de mí –como si no me hubiera buscado la vida yo sola todo el tiempo porque me daban la espalda si pedía ayuda–, me espetó que la madre del niño rasguñado había elevado una queja por escrito al centro y que me entendía, pero que me acababa de cargar unas semanas en las que habían aguantado sin que esa madre se quejara. Una bronca, encima inesperada. Entre la alta sensibilidad que tenemos a los conflictos y el hecho de que no vi venir lo que se me avecinó, lo pasé terriblemente mal. Me defendí, vaya si lo hice, como hacía años que no sacaba las garras contra alguien. Pero no pude disimular que a pesar de todo estaba temblando, cosa que hizo que se riera por debajo de la nariz –se notó a pesar de la mascarilla–. Aprovechó para reñirme por algo que sucedió el día anterior, mi primer día: el horario que me facilitaron solamente incluía las horas de clase, así que no tenía ni idea de cuándo tenía alguna reunión; pregunté a mi otra paralela si teníamos reunión ese día y me dijo que no, que ese día tenía libre. En algunas escuelas hay un día en el que no hay reuniones ni trabajo personal, así que no me pareció raro. «Tener libre» para mí significa que esa hora no era laborable y que podía descansar, por lo que me fui a un despacho a echar una cabezadita porque había dormido muy mal aquella noche a causa de los nervios. La jefa de estudios me vio y no me dijo nada más allá de preguntarme si no me encontraba bien, pero entonces sacó el tema en medio de la bronca del día siguiente, para decirme que esa hora la tenía que haber trabajado con tareas individuales. Aquella parte de la discusión fue bastante incendiaria, porque le hice ver que una no es adivina, que si me hubiera dicho algo cuando me vio, me hubiera puesto enseguida a trabajar; y que, si me hubieran dado todas las instrucciones desde el primer momento, nadie hubiera tenido quejas sobre mí. Al final, como desarmé todos sus argumentos, solamente se le ocurrió inventarse que había dejado todas las sillas mal colocadas cuando de sobra sabía yo que eso era mentira, porque es algo que se me marcó mucho de unas prácticas y porque me aseguré de que no saliéramos del aula hasta que las sillas estuvieran en su sitio: aprendí a comunicárselo en voz alta a mi alumnado desde esas prácticas que comentaba. Pero las discusiones me desgastan mucho y la intensidad emocional me juega muy malas pasadas, así que rezongué un poco, pero le acabé diciendo: «Bah, da igual, lo que tú digas» y me dejó marchar con sonrisa de satisfacción.

Allí las que mejor me trataron fueron la directora y Montse, mi otra paralela. Montse fue mi remanso de paz en ese centro, ella me decía que todas teníamos que empezar alguna vez y que le preguntara todo lo que necesitara, que ella me iba a ayudar en todo lo que pudiera. La cosí a preguntas a diario, pobre. Pero ella siempre arrimó el hombro y lo agradecí muchísimo, porque las personas autistas especialmente necesitamos sentirnos seguras y ella me ayudaba a conseguirlo. Además, lo mucho que nos tranquiliza tener un referente al que acudir es que ni os lo imagináis. La espinita que me quedó de aquella sustitución es que justo me tocó irme cuando ya me estaba ganando al niño neurodivergente y nos empezábamos a entender.

Después llegó la segunda sustitución, la que me duraría hasta final de curso. Es curioso cómo son las cosas a veces. A mí no me tocaba esa adjudicación, pero me llamaron por la tarde para ver si la podía aceptar, porque habían tenido un problema con la persona a la que le tocaba. Descolgué el teléfono porque esas cuestiones siempre se tramitan por mensaje y no pensé que serían de las listas, pero si lo llego a saber, no hubiera atendido: ya había conseguido sentirme segura en el ámbito laboral, me había enfrentado a varias situaciones feas y las había resuelto bien, así que estaba ganando más y más confianza, pero en esa segunda sustitución me topé con el que muchos conocéis ya como Director Mafioso o El Mafias.

Los primeros meses en aquel centro no fueron mal. Seguramente cometí muchos errores fruto de mi proceso de aprendizaje, pero siempre he sido muy independiente, así que lo resolvía todo yo sola e iba haciendo. Pedía consejo cuando lo necesitaba y mi compañera Anna, con la que hice muy buenas migas, me ayudaba. Si me equivocaba delante de ella, me corregía con cariño e incluso me hacía propuestas de mejora y yo se lo agradecía. Sólo lo hacía con ella, porque todo el mundo se ofrecía, pero a la hora de la verdad, cada vez que pedía ayuda me hacían sentir un estorbo y, para colmo, ni siquiera me ayudaban a resolver mis dudas. Al director nunca le caí especialmente bien, porque era un hombre de su época al que no le encajaba que yo no vistiera con un mínimo de feminidad; tampoco le gustaba demasiado mi forma de relacionarme con el alumnado o el profesorado, ni mi metodología de aula, ni nada que fuera distinto a la forma neurotípica de hacer las cosas, aun si no le dábamos ningún nombre porque, a pesar de que yo sabía que era autista, no tenía aún el diagnóstico. Pero es que a mí no me sentaba bien estar cerca de él porque notaba su aura oscura alrededor: cuando pasaba cerca de cualquier docente, el ambiente se podía cortar, porque la gente le tenía miedo. Pude entender por qué desde abril hasta final de curso.

Uno de esos días de abril abrí mi casillero de la sala de profesores y me encontré, repentinamente y sin ninguna explicación, un papel que hablaba de una evaluación. Entre unas cosas y otras, me costó muchos días dar con el director para que me explicara de qué iba todo aquello. Mientras tanto, pregunté por algún grupo de docentes de la zona, a ver si alguien me contaba algo, porque como buena autista, la falta de información y la incertidumbre las gestiono fatal. Recibí la información de que un tutor asignado por el director y el propio director me iban a evaluar para enviar un informe a Inspección conforme estaba capacitada para dar clase. Si me suspendían, ya me podía despedir de trabajar en la pública, pero me dijeron que no me preocupara, porque algo terrible tendría que hacer para que me suspendieran –como pegar al alumnado, por ejemplo–. Aun así, yo necesitaba que el director me lo explicara.

Tengo el 22 de abril de aquel año muy marcado a fuego en mi memoria. El director se presentó en mi clase y yo, toda inocente, le dije que llevaba días buscándole para preguntarle por lo de la evaluación. ¿Su respuesta? «Ya te contaré. Ahora vengo a observar tu clase». Así, sin anestesia, sin previo aviso. Con lo bien que nos va eso a las personas autistas (ironía). Para colmo, al grupo que ningún docente del centro podía controlar: la clase de P4 –4 años–. Sin contar con que esa semana se nos había muerto una alumna a causa de una leucemia y que aquella tarde venían los padres a que le hiciéramos un homenaje; sin contar tampoco que era el día antes de Sant Jordi y que, para colmo, era jueves: los finales de semana para los niños tan pequeños suelen ser terribles. Todas estas razones nos tenían al alumnado y al profesorado muy tensos. Menudo Einstein decidiendo fechas, aunque no descarto que lo hiciera a propósito.

Por supuesto, la clase me salió fatal. No recuerdo haber hecho tan mal una clase en mi vida. Cuando el director me instó a ir a su despacho, sentí que todo mi mundo se venía abajo. Una única idea me rondaba en bucle por mi mente: que tenía treinta años ya, que ningún otro trabajo me había resultado y que, si me quedaba sin esta puerta, al final acabaría viviendo bajo un puente. El famoso pensamiento dicotómico autista: o trabajaba en la pública, o ya no trabajaría y me moriría de hambre. Ni siquiera había podido ahorrar lo suficiente como para irme al extranjero, que era una opción que siempre estuvo ahí, pero que económicamente nunca me pude permitir. Para mí aquel día daría inicio a un infierno.

El director me dijo que me daba otra oportunidad, que me asignaría un tutor y que se esperaría a final de curso para enviar el informe. Lo que a simple vista parecía un gesto noble, en realidad fue un plan malintencionado en el que involucró al profesor que me asignó como tutor, que no era otro que un hombre que acababa de aprobar oposiciones y cuyo informe de evaluación estaba aprobado ya, pero pendiente de enviar también. Hasta el 30 de junio mis días se volvieron una guerra de desgaste emocional en la que no sabía nunca si vendrían a verme a clase, si no, o qué pasaría; recibí intimidaciones, amenazas e insultos; una tutora de infantil me espiaba detrás de la puerta cuando tenía clase, esperando a que cometiera algún error para ir a chivarse al director; una tutora de primero, con la que realmente no me llevaba mal pero que era muy bruta, empezó a darme órdenes, aunque sólo muy de vez en cuando, porque era amiga del director, razón por la cual no me rebotaba para evitar problemas; me llamaban en mis días libres; me cambiaban las calificaciones del alumnado y un largo etcétera. Yo me sentía en una situación de gran vulnerabilidad y no pude más que resistir en silencio, mostrarme muy retraída y cohibida, con la rabia que me da eso. Toda aquella situación era muy confusa para mí, no entendía nada. Fueron meses de dormir poco, de sufrir parálisis del sueño constantes –al menos dos a la semana–, de ir a trabajar con ansiedad, de sentir que no quería ir y que no era justo porque acababa de empezar como docente, pero que tenía que hacerlo porque mi alumnado dependía de mí… En fin, que me sentía al límite y la gente de la calle no me ayudaba, porque resulta que El Mafias es un conocido político de la zona, tiene contactos en todas partes y todo aquel que lo conocía me decía que era muy mala persona –un hijo de, concretamente– y que no me lo pusiera en contra porque podría hundirme la carrera. Me ahogaba pensar que un único hombre tenía mi vida en sus manos.

Si bien me achicaba y lo pasaba tremendamente mal, en el fondo mi orgullo y mi sentido de la justicia me impidieron rendirme. Una manera que encontré de protegerme de todo aquello fue decirle varias veces a mi tutor que esa situación no era culpa suya, ni mía, que ambos sabíamos lo que estaba pasando. Estaba convencida de que él iría a contárselo al director y mi mensaje quedaría claro. Me costará a veces captar las indirectas, pero yo también sé lanzarlas. De hecho, empecé a elaborar un informe relatando los hechos ocurridos de principio a fin, por si llegaba ese día: no iba a jugarme mi sustento por más peligro que supusiera. Creo, en realidad, que saqué fuerzas de donde no las tuve gracias a que Anna supuso un apoyo fundamental para mí, pues fue la persona que me devolvía la perspectiva de cada situación. Tener a mi lado a gente que me apoya siempre me ha dado una fuerza enorme. Que yo estaba haciendo un buen trabajo quedó fuera de toda duda por la despedida que me montó el alumnado y cuando las familias de primero de primaria –las únicas con las que traté– me despidieron con cariño y hasta recibí correos con palabras bonitas de algunas de ellas. Tengo un recuerdo especial de la despedida de dos niños de ese curso, uno de cada clase, pero ambos considerados malos estudiantes, tanto por las calificaciones académicas como por su comportamiento. Uno de ellos me abrazó muy fuerte después de una conversación profunda y seria que tuve con él, como un intento desesperado de que no se hundiera y siguiera adelante; el otro, cuando se dio cuenta de que no nos veríamos más, dejó caer sus cosas al suelo y corrió por el pasillo, mientras lloraba, para abalanzarse sobre mí, abrazarme y pedirme que no me fuera. Esas cosas no te pasan si eres mal docente.

Al final me aprobaron tanto el tutor como el director. El tutor me dijo que tenía sus dudas porque había visto que hacía muchas cosas muy bien, pero que me aprobó todo justito y búsquele usted la coherencia al argumento. El director me tuvo media hora exacta de reloj –de 11 a 11:30, todavía me acuerdo– basureándome. Media hora en la que despreció mis estudios, me llamó inútil varias veces, entre otras lindezas, me trató de inmadura y de no tener un compromiso con la educación y mostró más preocupación por no quedar mal porque a él lo conoce mucha gente. Vaya, que el señor poderoso tenía un punto débil y yo había dado en el clavo con mis indirectas. La conclusión es que me aprobó porque tenía miedo de que hablara mal de él. Todo aquel poder que resultaba su fuerza, al mismo tiempo era su debilidad. Y él no era tonto: sabía que, a pesar de haberme sometido de alguna forma, tengo mucho carácter. En esa media hora había intentado llevarle la contraria varias veces, de las cuales sólo pude hablar un par, pero desarmé sus argumentos. Yo dejando sin palabras a un político era lo último que esperaba ver, pero así fue.

A pesar de esa experiencia tan negativa, en general tenía buena relación con mis compañeros y compañeras. Me desconcertaba mucho aquella que era bruta y que acabó dándome órdenes alguna que otra vez, pero no me caía mal y me reía mucho con ella. Sobre todo, me llevaba con Anna que, cómo no, era la mayor a sus 61 años. Cómo no, porque siempre me he llevado mejor con personas que me sacan bastantes años. También me llevaba muy bien con un par de tutoras de infantil –yo era la especialista de inglés de infantil y de primero de primaria– y con una de las tutoras de segundo; también con el especialista de educación física, que siempre nos chocábamos las manos por el pasillo a modo de saludo –y supongo que de apoyo, aunque nunca me lo dijo–.

En las reuniones de evaluación no hablaba mucho. Esperaba mi turno y comentaba cuatro cosas de la evolución del alumnado, sobre todo en el progreso que habían hecho a nivel emocional, de implicación y demás. En aquellas a las que asistía el director, me interrumpía para decirme que no le importaba si unos habían mejorado su atención o si otros se sentían peor, que él me preguntaba por los resultados. «Ah, bien. Van haciendo», le decía mientras me cruzaba de brazos con total indiferencia.

Y, en fin, que con aquella experiencia terminó mi primer año como docente. Mucha gente me pregunta a menudo por qué no pedí la baja. La respuesta, por absurda que parezca, es que ni me lo planteé: mi sentido del deber y mi responsabilidad con mi alumnado, impidieron que ni tan siquiera pudiera pensar en esa posibilidad. Dar clase era lo que tenía que hacer, las condiciones no importaban tanto. Soy autista también para esas cosas, por supuesto.

Mi segundo año comenzó en octubre mientras gestionaba la cita para mi evaluación diagnóstica. Cuando recibí el correo que me avisaba de una nueva adjudicación, había quedado tan traumatizada con la experiencia anterior, que estuve tres horas balanceándome, con un ataque de ansiedad muy grande, llorando, temblando, con ganas de vomitar y con la idea en bucle de que no quería volver a las aulas. Pero allí estaba al día siguiente.

En términos generales fue muy buena experiencia. Me pude relajar enseguida, al ver que el trato era muy bueno –más bien, como debería ser siempre, pero no estaba acostumbrada–. Lo único que enturbió un poco la vivencia fue que la chica que estaba de baja se pasó desde una semana antes diciendo que quería volver y la directora quería complacerla, pero como no localizaban al médico, estuve una semana entera en la que cada día no sabía si tendría que ir o no y me enteraba la misma mañana porque me llamaba la directora. Con la anticipación que yo suelo necesitar, esto me desquiciaba sobremanera, sobre todo teniendo en cuenta que el centro no era de mi ciudad.

Recuerdo una anécdota graciosa del primer día. Por lo general, en esa experiencia estuve de profesora de apoyo en segundo de primaria para temas de lectoescritura y lengua catalana. Pues me llevé a un grupo que tenía más necesidades en esos aspectos y estuvimos trabajando durante bastante rato un montón de temas relacionados. Y, claro, cómo no, la prosopagnosia entró en juego. Eran muchas personas, no podía memorizar todos los nombres y caras tan fácilmente. Al volver al aula, la tutora me fue preguntando uno por uno cómo se habían portado con una calificación no numérica. Al llegar a uno de los alumnos, no sabía quién era. En lugar de reconocerlo, como ya estaba hipervigilante y pensé que podría tener problemas, le dije que se había portado bastante bien. Se sorprendió porque, al parecer, era uno de los que solían portarse mal. Yo, como buena autista, soy muy lenta en mi procesamiento de las cosas, pero a veces me sorprendo con chispazos de respuesta rápida que encajan a la perfección: «Quizás porque soy nueva y no me conoce aún», solté apenas sin pensarlo. A la tutora le sirvió y yo salí de allí riéndome.

Aunque no me relacioné mucho con nadie del profesorado porque hablaban muchísimo entre ellos y yo no sabía cuándo ni cómo intervenir porque las personas autistas tenemos dificultades con ello, lo cierto es que fueron muy amables e incluso le hice alguna broma a una profesora. Si os digo que hasta en una reunión en la que buscaban ideas para fomentar la lectura se me ocurrió lanzarles una, con lo que a mí me cuesta eso de pensar ideas, pues creo que dimensiona correctamente la situación. El otro rol que ejercí fue el de apoyo en inglés a ciclo medio y superior de primaria en las clases de plástica. Ahí pude ser útil en general, pero sobre todo con alumnado autista y el tema de la autoexigencia y el perfeccionismo o algún que otro bucle de pensamiento dicotómico.

Una marca que me dejó la experiencia con el Director Mafioso es que no puedo dar clase con la puerta abierta por la gente que pasa por los pasillos y que, si me siento vigilada o tengo a alguna persona en el aula, aunque sea un igual, me pongo muy nerviosa y se me desmadra todo. Esto lo cuento porque la tutora de segundo se dio cuenta enseguida: era de las que paseaba por los pasillos y, como la puerta era de vidrio, por más cerrada que estuviera se veía absolutamente todo. Ella notó que dejaba de hablar cuando pasaba por la puerta y que la miraba con una tensión muy grande, así que dejó de pasearse. Nunca lo hablamos, pero es de aquellas cosas que no hacen falta mencionar. Lo agradecí muchísimo. Al final de la experiencia, ella misma fue la que me dijo: «Muchísimas gracias por tu ayuda» y me hizo emocionar.

Después de aquella experiencia salí fortalecida. Aquella inseguridad laboral por fin empezaba a disiparse. Durante la misma fue que obtuve el diagnóstico de autismo, así que parecía que por fin se cerraban ciertos ciclos.

Las dos siguientes sustituciones no fueron especialmente reseñables para el tema que nos ocupa: me relacioné muy poco con mis pares porque no fueron muy largas, pero recibí mucho de su apoyo en el tema de las clases, especialmente de la directora del primer colegio, de la que ya hablé en otra entrada. En el primer colegio de estos me llevé un disgusto tremendo con un niño autista de sexto que entró en meltdown, quería autolesionarse todo el tiempo y me tuvieron que ayudar al no conocerlo bien; en el segundo aposté por explicar un cuento en una clase con la puerta abierta, pero me vi demasiado angustiada cuando pasó una compañera por el pasillo. Más allá de eso todo fue bien y el hecho de ser autista no intervino ni positiva, ni negativamente, salvo en algún momento literal en el que me creí a pies juntillas alguna broma.

La última sustitución fue la mejor, sin duda. Muy dura por el contexto, pero realmente buena. Yo ya tenía diagnóstico, aunque no lo comuniqué porque sabía de casos en los que docentes autistas habían acabado fuera de las listas de la pública por contar que lo eran. No me iba a arriesgar, aun si el centro era de concentración de alumnado autista, tenían sobrada experiencia en la detección y el equipo directivo tenía mi plena confianza.

La directora era una caña de mujer: comprensiva, divertida y siempre buscaba hacerte sentir bien y acogerte. Recuerdo un par de veces en las que miró por mí y me sentí genial. En general, me llevaba muy bien con todo el mundo. Evidentemente, con algunas compañeras me llevaba mejor que con otras, pero no era porque con las otras me llevara mal, sino porque los vínculos son así. Mi interacción con ellas siempre fue discreta, pero me acogieron muy bien desde el principio y nunca me juzgaron. A veces me gastaban bromas con eso de que no hablaba apenas o porque les divertía mi exceso de prudencia, pero nunca sentí que fuera malintencionado y me hacían reír mucho con ello, al punto de que a veces les devolvía la broma de alguna forma. De hecho, se sorprendían cuando había un trato más de tú a tú, porque en esos casos suelo hablar bastante más y es mi forma más cómoda de darme a conocer y de conocer yo al resto.

Éramos un equipo y por primera vez me sentía como una igual. Las realidades que se vivían en ese centro eran muy complicadas, pero nunca tuve ningún problema con nadie. Cometí errores y no me los penalizaron: me sentía yo peor que el resto, que se reían de ellos y hasta de mí por darles tanta importancia cuando a ellas les había sucedido lo mismo cientos de veces. Ofrecía mi ayuda constantemente y ellas me la brindaban también, había un buen ambiente y en las malas siempre arrimábamos el hombro las unas con las otras. Estaba tan bien que me atreví a contarles por primera vez a algunas compañeras que soy autista. Ninguna de ellas recibió mal la noticia. Una de ellas hasta me dijo que la ayudara porque quería entender bien a su alumnado.

Hablando con otra sobre las tareas de la profesión, yo le comentaba que lo que más me agobiaba era tener que programar las clases. Eso de decidir qué hacer con cada grupo cada día y cuánto iba a durar cada actividad se me hacía un mundo, aunque si me la daban hecha, yo podía preparar el material que quisieran y marcarme una clase legendaria que viviría yo también como la que más. En cambio, disfrutaba mucho con las evaluaciones y las correcciones. Rara avis entre profesionales de la docencia, me temo. Y es que eso de observar, analizar y plasmar me gustaba mucho. Pero, entonces, mi compañera señaló una razón importante: «Claro, porque las correcciones y las evaluaciones son acciones más bien sistematizadas y a los autistas es eso lo que se os da mejor. Programar es más abstracto y te agobia por eso». Tocada y hundida. Tenía toda la razón.

Claro que no fue una experiencia perfecta y que hubo anécdotas que no me gustaron, especialmente cuando tenían que ver con mi alumnado autista.  Pero al final una realidad es que ni siquiera el hecho de tener muchísima experiencia en el ámbito te exime de equivocarte. Lo malo es que yo me daba cuenta y a veces me pasaba con personas en las que confiaba, pero no lo suficiente como para decirles que soy autista y que podía demostrarles que se estaban equivocando sobre lo que decían de su alumnado o la forma que tenían de proceder. Tragué mucho, no lo voy a negar; pero insisto en que me sentí muy a gusto y muy respetada a pesar de que se veía a leguas que era muy diferente al resto.

La sombra del Director Mafioso aún me perseguía. Mi peor clase fue una en la que una compañera me pidió quedarse y no me sentí capaz de echarla de su propia aula. Pero ni por esas me gané una mala fama. El último día, cuando me estaba despidiendo de todas, la directora me dedicó las siguientes palabras: «Marta parece que no está, que va por ahí dando pasos como un fantasma. Pero vaya si está: esos pasos dejan huella» y, seguido de eso, me dijo: «Yo no sé cómo das las clases porque no te he visto. Pero es que me da igual, porque lo que no aprendan hoy, lo aprenderán el día de mañana. En un colegio como este, lo que espero de mi equipo es que cuiden del alumnado. Estos niños necesitan sentirse acogidos, necesitan que alguien les ofrezca cariño, apoyo, escucha, todo aquello que en sus casas no tienen. A veces, tú lo sabes, nos toca actuar como sustitutos de la familia. Y tú eso se lo has dado con creces, no te creas que no lo sé, porque yo me entero de todo. Así que yo lo único que puedo hacer es darte las gracias por todo lo que has hecho por ellos». Os podéis imaginar que la llorera no la pude omitir en esta ocasión.

Finalicé mi paso por la docencia por la puerta grande y maldiciendo al sistema, porque tanto el equipo como yo queríamos que permaneciera en el centro, pero tal como está todo montado era imposible. Pensé que nunca más volvería a encontrar mi lugar, pero me equivocaba.

Dicho esto, doy por finalizada la segunda parte de esta historia. Si te interesa leer sobre qué implicaciones tiene ser docente y autista, puedes leerlo en Sí, soy docente y autista. En la tercera parte os hablaré de cómo obtuve mi trabajo actual y cómo fueron los inicios. Puedes leerla pinchando aquí.



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