Primera parte: Experiencia laboral: De los inicios hasta el último trabajo frustrado
Segunda parte: Experiencia laboral: Mi camino a través de la docencia
La última
experiencia que tengo que contar es la de mi actual trabajo. El séquito de
seguidores que tiene Carme –mi jefa– ya lo sabe y mis amistades cercanas
también, pero para aquellas personas que todavía no conozcan la situación, a
ella la conocí durante el máster: fue una de mis profesoras. Por razones
bonitas del azar, acabamos uniendo de alguna manera, así que, de repente, un
día me habló de la posibilidad de colaborar con la fundación que dirige, con
algún proyecto enfocado a población neurodivergente. Para entonces, yo aún no
le había expresado abiertamente que soy autista, pero creo que ella lo sabía:
siempre sospeché que me escuchó hablar cuando se lo contaba a una compañera, si
bien no sé si es cierto. De todos modos, sí sabía que dominaba bastante sobre
autismo porque habíamos hablado mucho del tema.
Recuerdo que, tras su propuesta, se lo conté a mis compañeras y compañeros de mayor confianza del máster. Estaba entusiasmada con ello, pero también me asustaba: toda mi promoción teníamos en una muy alta estima a Carme. Era, de lejos, la mejor profesora del máster y le teníamos un enorme respeto como profesional. A mí eso me carcomía un poco porque me preocupaba no responder adecuadamente a sus expectativas. Ya sabéis que a mí lo de las expectativas me agobia muchísimo. Recuerdo que a mis compañeras más cercanas les conté mis dudas: «Si fuera para otra persona, lo llevaría bien, pero estamos hablando de Carme. Con todo lo que sabe, buf… Es una presión, si cometo algún error se va a dar cuenta enseguida. Claro que puedo hacerlo bien, pero, ¿Y si sale mal? ¿Y si no es lo que ella esperaba? No quiero fallarle». Una de mis compañeras, con mucho acierto, me contestó: «Pero, ¿de qué hablas? Es justo al revés. Si te lo ha dicho a ti es porque sabe que puedes hacerlo. Sabe que no tienes experiencia, no espera que lo hagas perfecto. Pero si te lo ha dicho es por algo. Estamos hablando de Carme. Que esa mujer sabe muy bien lo que se hace, ya la conoces. Aparte, joder, que es un pedazo de pan y vas a estar bien, relájate». Pensar en esa respuesta me relajaba, aunque sólo a ratos.
Al final, aquello que era una propuesta de colaboración, se convirtió en una invitación a un proceso de selección para entrar a trabajar formalmente en la fundación como orientadora. Siempre hago la broma de decir que siento que Carme es de esas personas a las que les dirías «Si tú me dices ven, lo dejo todo» y así me sentí cuando leí aquel correo, pero me entró mucho ruido en la cabeza y, como era una noticia que no me esperaba, me agobié mucho al pronto, al punto de desear no haber leído nunca aquel correo. Me debatía entre la ansiedad y la ilusión y aquellas emociones me estaban desbordando. Lo dejé reposar todo lo que pude y, cuando me tranquilicé, le escribí que sí que estaba interesada.
Así pues, me vi volviendo a crear un currículum después de años y pidiéndole ayuda a mi amigo Albert, que siempre me ayuda con todo lo visual, porque leo el espacio de manera distinta y pierdo mucho el tiempo intentando cuadrar textos. Ni sé la de horas que le dediqué, incluso después de contratada. En medio tuve un debate con él, porque me aconsejaba poner muy en grande mi nombre y a mí aquello me incomodaba y me daba la sensación de estar echándole mucho ego. Soy de perfil bajo, no me gusta ser el centro de atención, así que no entendía bien lo que me decía él de que se ponía así y era lo adecuado. Pero le hice caso.
Cuando le envié el correo a Carme, con toda la incomodidad del mundo por lo del currículum, me empezó a comer la ansiedad. No me terminaba de creer lo que me estaba pasando. ¿Sabéis lo típico de las películas, que profesionales de algún ámbito importante van a la universidad a reclutar personal cualificado para sus misiones? Me sentía un poco así. Creía que estas cosas sólo pasaban en las películas. Y, para qué engañaros, ni siquiera concebía una oportunidad así para una persona autista como yo a la que le habían dicho de todo para no concederle entrevistas de trabajo o incluso los puestos en sí mismos. En esos días no paraba de remitirme a los tiempos en los que parecía invisible para los empleadores y en los que la desesperanza me decía que, por más valía que yo tuviera en el ámbito laboral, de nada me servía si nadie era capaz de verlo.
Entonces llegó el momento de la entrevista. Lo primero que me sorprendió fue que no me hizo trasladarme a ninguna parte: sabía que vivía lejos con respecto a ella, así que me propuso hacerla en línea. Me pareció un gesto bonito. Cuando se conectó, se me hizo un nudo en la garganta: qué raro era verla a través de una pantalla y no en el aula o en la cafetería de la facultad comiendo juntas. En mi cabeza tenía una Carme risueña que lógicamente no encontré, porque el contexto obligaba a mantener cierta seriedad. Pero, una vez más, no lo contemplé y me chocó, si bien no dejé que eso me afectara. Mientras iba respondiendo a las preguntas, a veces Carme escribía en su libreta y podía notar cómo mi cuerpo se tensaba cada vez que eso pasaba, aunque supiera que ella suele apuntar aquello que le parece importante y tiende a resaltar lo positivo. Desde luego, no se parece en nada al Director Mafioso, que sólo apuntaba lo malo para olvidarse de lo bueno. En cuanto a las preguntas, las respondí con total sinceridad, no sabía llevarme nada preparado en esa ocasión y tampoco quería sonar artificial con ella. Eso siempre trae sus pros y sus contras. Hubo preguntas con las que de verdad que lo pasé mal e improvisé conteniendo un poco la respiración para que no se me notara alterada. Recuerdo un par de preguntas en las que dudé, porque pensaba que yo haría una cosa en concreto, pero no tenía ni idea de si eso entraba en lo que se entendería como mis funciones dentro de la fundación y contestaba más en función de lo que me habían enseñado en el máster que sobre lo que haría yo como persona. La última pregunta me la hizo entre risas, cosa que me relajó, pero al mismo tiempo me quebró por la mitad, porque hacía referencia al sueldo. Soy de ese grupito de personas autistas a las que les incomoda muchísimo hablar de dinero, así que rehuí la situación como pude con un: «Yo qué sé, Carme. No le doy importancia a esas cosas, yo mientras tenga para vivir, soy feliz», dijo la que tiene aparcadas su salud física y mental y su independencia por falta de solvencia económica. Sincera fui con lo que sentía, eso desde luego. Pero bueno, al menos sirvió para que algunos amigos se echaran unas risas a mi costa y aprender cuál era la respuesta correcta según ellos.
Más allá de eso, recuerdo que me quedé con las ganas de contarle que soy autista: aunque tuve mis dudas por eso de que no es fácil contarlo en el trabajo, pensé que a ella no quería ocultarle nada. Al fin y al cabo, se trataba de Carme y lo iba a saber entender. Al día siguiente habíamos quedado para comer, esta vez como amigas, y pensé en decírselo en ese momento, porque si se lo decía en la entrevista corría el riesgo de que mis padres, que no saben que soy autista, se enteraran de rebote. Me sentí mal, pero tenía solución más o menos inmediata, así que, por una vez en la vida, no le di demasiadas vueltas a algo.
Cuando la entrevista terminó, recuerdo, como en las anteriores, estar con el subidón pensando que me había ido genial. Pero una vez que todo se pasa y empiezas a procesar lo sucedido, te das cuenta de las meteduras de pata y de todo lo que podrías haber dicho de genuino y bueno que no terminaste por decir. Entonces me engulló la sensación de no haberlo hecho bien. Este sentir se acrecentó en la comida, por las palabras de despedida que me dijo Carme. Recuerdo volver a casa y decirle a Albert, Cris y Kevin, con toda la convicción del mundo, que no me iba a contratar. Y no, no le dije directamente que soy autista, pero no hizo falta: con Carme siempre he sentido que nos entendíamos bien sólo con mirarnos. Sí, sí, que las personas autistas también podemos mirar a los ojos y comunicarnos a través de ellos.
En fin, que me diría algo al día siguiente y yo, como buena autista, me puse a anticipar la jugada y a ensayar la frase exacta que le iba a decir cuando me comunicara que no contaba conmigo. Toma mecanismo de defensa autista para evitar que la intensidad emocional me hundiera llegado el momento. Y lo gracioso es que la frase la pensé para que ella tampoco se sintiera mal por rechazarme. Para que luego digan que los autistas somos egocéntricos y no tenemos empatía.
Cuando se acercó la hora en la que me iba a llamar, me tumbé en la cama, porque drama queen se nace, no se hace, y era mi manera de autosugestionarme indiferencia. Entonces, entró la llamada. Respiré hondo y me autoconvencí de que todo iba a estar bien. Pero sucedió lo que no me esperaba: «Que sí, que queremos contar contigo». Me incorporé de golpe y pegué un grito de incredulidad que hizo reír a Carme. La mano que sujetaba el teléfono empezó a temblar y me estaba aguantando las ganas de llorar. De repente, Carme me preguntó que si estaba contenta y, con más aire que voz, le contesté que sí y que no me lo esperaba. Me preguntó extrañada el porqué, pero me sentía tan desbordada que sabía que, como pronunciara la primera palabra, me echaría llorar. Así que, resolví con una evasiva de las mías, de esas que uso cuando siento que no es el momento, tanto por la otra persona como por mí: «Es una historia muy larga, ya te contaré».
Días más tarde le envié mi Trabajo Final de Máster porque desde el principio había mostrado interés por leerlo. Yo la había metido en los agradecimientos porque descubrí en ella a una persona muy especial que me había aportado mucho en aquel tiempo. Cuando se lo mandé, reconozco que estaba nerviosa porque era un trabajo en el que exponía varias veces mi autismo y no sabía cómo se lo iba a tomar. Fue muy extraño y bonito al mismo tiempo recibir su respuesta diciéndome que tenía muchísimas ganas de trabajar conmigo. Yo sentía como si constantemente le estuviera dando motivos para que no apostara por mí y ella me estuviera diciendo que le daba igual todo y que quería contar conmigo.
Llegado el momento de empezar a trabajar, yo aún estaba de vacaciones, pero Carme me permitió incorporarme más tarde. Aun así, quedamos para tener una reunión en línea para anticiparme lo que me encontraría a la vuelta, cosa que agradecí enormemente. Supe que estaba en el lugar correcto cuando la reunión era sólo con ella, pero aparecieron mis otras dos compañeras –y de esto también se me avisó– para saludar, presentarse y que les pudiera poner cara.
Al día siguiente de volver de vacaciones, me incorporé al trabajo partiendo de una coordinación presencial que habían organizado como parte de mi acogida. ¿Qué clase de fantasía era aquella? En ningún ámbito de mi vida me había encontrado que me recibieran de esa forma, me costó mucho asimilar que no estaba soñando. Aquella sensación se acrecentó cuando, sentadas ya en la sala, Carme me llamó para hablar conmigo y me dijo: «Lo primero que quiero saber es cuáles son tus necesidades. No te lo digo porque seas autista: todas aquí tenemos nuestras necesidades, yo también, y quiero saber cuáles son las tuyas para que estés lo más cómoda posible en este trabajo». Podrá parecer triste, pero ese planteo me impactó de más y no supe responder. Nunca antes, en ningún contexto de mi vida, me había preguntado nadie por mis necesidades.
Una cuestión que se destacó desde ese primer día es que daba la sensación de que llevaba trabajando con ellas desde hacía ya mucho tiempo. Creo que tal situación se consiguió por cómo se llevó todo desde el principio: de lo contrario, tengo una gran tendencia a retraerme, incluso si no quiero hacerlo, porque es casi como una reacción automática. Me llevó meses asimilar lo que me estaba pasando. Recuerdo que miraba a Carme y a mis compañeras en las coordinaciones en línea y pensaba: «¿Esto es real? Qué raro». Cuando me paraba a pensar concienzudamente dónde estaba trabajando, sentía una sensación grande de irrealidad. A decir verdad, no hace tanto que me siento más o menos acostumbrada. Eso no es malo, al contrario. Siento que el ambiente laboral es muy bueno y que estoy muy a gusto. Me llevo muy bien con Carme y con mis otras dos compañeras. Estoy aprendiendo mucho de las tres y quiero pensar que yo también estoy aportando algo, si bien en algunos ámbitos me cuesta un poco.
Los inicios no fueron tan fáciles como a priori pudiera parecer. Nunca lo son. Recuerdo a mi yo de los primeros meses mareada por la cantidad de cuestiones que tenía que tener en cuenta, hipervigilante para no perder el control de la situación y sometida a una gran presión autoimpuesta y a una autoexigencia desmedida porque, en el fondo, tenía miedo a decepcionar o defraudar y sentía una enorme responsabilidad por ello. Este hecho, junto con circunstancias personales adversas que me absorbían prácticamente todo el día, me llevó a vivir dos meses de burnout autista en los que todo se me hacía cuesta arriba, tardaba una eternidad en completar mis tareas, algunas las entregaba tarde o se me olvidaban otras –me olvidaba hasta de mi higiene–, era incapaz de planificar, físicamente estaba agotada, luchaba contra mi estado, pero no podía vencerlo, me sentía al límite emocionalmente hablando y cargaba con una enorme frustración porque era la primera vez que me pasaba, no lo entendía y, para más enjundia, cuando trataba de explicarme, me parecía estar dando excusas a pesar de estar diciendo la verdad. Para colmo, provocaba que me tuvieran que estar encima y eso me ponía peor. Me daba cuenta de que no estaba trabajando bien, pero no sabía por qué y, sin conocer el motivo, no podía expresárselo a Carme para que me ayudara a superarlo, porque no encontraba las palabras. Recuerdo cómo llorando le decía a mi amigo Albert: «No sé qué me está pasando. Tío, yo no soy así, tú lo sabes. Yo soy trabajadora y sé que trabajo bien. Tú lo sabes, que yo me lo curro mucho, que me esfuerzo como la que más. Pero no puedo. Ahora, simplemente, no puedo». Agradezco muchísimo a la persona que me dijo que me contactara con la Dra. Nicholls, especialista en burnout autista, porque gracias a su checklist de 40 ítems, de los cuales marqué 30, me di cuenta de que mi situación era grave y que existía una explicación plausible.
Dicha explicación se la di a Carme en cuanto pude, cuando en diciembre acordamos tener una reunión para ver un poco qué tal estaban yendo las cosas. Mis amistades más íntimas ya lo saben, pero yo he crecido a gritos y broncas, estoy demasiado acostumbrada a la humillación y al escarnio. Por más que esté todo psicológicamente superado, mi cuerpo sigue reaccionando con bloqueo cuando siente que ve venir una mala situación. Y sí, lo reconozco: aun sabiendo que Carme no es esa clase de persona, cuando me tocó contárselo iba con miedo a su reacción. Ella, en lugar de reprenderme, mostró una respuesta empática del tipo: «Ostras, por lo que has tenido que pasar…». Y no sólo eso, sino que, encima, me alabó: «Pues todavía tiene mucho más mérito todo lo que has conseguido en estos meses, porque lo has hecho muy bien». Creo que fue justo en ese momento en el que pensé: «Es aquí. Este es tu sitio».
Todo este tiempo no ha estado exento de dificultades y he cometido errores. Pero precisamente cometerlos fue lo que me hizo relajarme al fin. Sin embargo, esa tranquilidad ha despertado a otro monstruo:
Descubrir que podía soltarme del todo y ser la versión más autista de mí misma tuvo un beneficio para mi salud emocional, pero también destapó ciertas cuestiones que llevaban ocultas toda mi vida por ese modo de supervivencia e hipervigilancia en el que llevo desde que prácticamente tengo uso de razón. Estoy hablando de las funciones ejecutivas, esas actividades mentales complejas que me han hecho más daño del que he sido consciente hasta ahora, no sólo en el ámbito laboral, sino en cualquier otro –académico, familiar…–. Es muy extraño haber crecido dándole sentido a tus experiencias con unos motivos que, pueden ser más o menos ciertos, sólo que no eran los principales, porque el principal tiene que ver con las funciones ejecutivas y te acabas de enterar pasada la treintena.
Me rio ahora de mi yo de hace unos meses, quien decía: «Sí, yo a veces he sufrido disfunción ejecutiva, pero, ¿mis funciones ejecutivas en sí? Esas están muy bien, soy afortunada porque a mí no me afectan». Hm, ya… En fin. Me queda mucho por aprender, pero ahora sé que el aprendizaje no es unidireccional y que el camino lo recorremos juntas. Queda mucho por avanzar, pero llegaremos y eso es lo que importa.
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